¡Qué buenas estaban las migas!

Tras una exitosa degustación de migas, con los sentidos colmados por la comilona, nuestros tres pastorcitos se disponen a repartirse el dinero.

El primer pastorcito (1) ha puesto 600 gramos de pan

El segundo pastorcito (2) ha puesto 400 gramos de pan.

El tercer pastorcito (3) ha puesto 50 euros.

Hagamos balance de la copiosa cena:

(1) Ha puesto 600 gramos y ha comido 1.000/3.

(2) Ha puesto 400 gramos y ha comido 1.000/3.

(1) y (2) han cedido a (3):

600-\displaystyle\frac{1000}{3}+400-\displaystyle\frac{1000}{3} = 1000-\displaystyle\frac{2000}{3} = \displaystyle\frac{1000}{3}.

Luego el pastorcito (3) ha pagado 50 € por 1000/3 gramos de pan.

(1) Ha contribuido con:

600-\displaystyle\frac{1000}{3} = \displaystyle\frac{800}{3}.

(2) Ha contribuido con:

400-\displaystyle\frac{1000}{3} = \displaystyle\frac{200}{3}.

Usando una simple regla de tres:

1000/3 es 50

800/3 es X = 40

200/3 es Y = 10

El primer pastorcito se llevaría 40 € y el segundo 10 €.

Tres  días después, nos aproximábamos a una pequeña aldea –llamada Lazakka- cuando  encontramos, caído en el camino, a un pobre viajero herido.

Socorrímosle  y de su labios oímos el relato de su aventura.

Llamábase  Salem Nasair, y era uno de los más ricos negociantes de Bagdad. Al regresar,  pocos días antes, de Basora, con una gran caravana, fue atacado por una turba  de persas, nómades del desierto. La caravana fue saqueada, pereciendo casi  todos sus componentes a manos de los beduinos. Sólo se había salvado él, que  era el jefe, ocultándose en la arena, entre los cadáveres de sus esclavos.

Al  terminar el relato de sus desgracias, nos preguntó con voz angustiosa:

–  ¿Tenéis, por casualidad, musulmanes, alguna cosa para comer? ¡Estoy casi  muriéndome de hambre!

–  Tengo solamente tres panes –respondí.

–  Yo traigo cinco –afirmó a mi lado el “Hombre que calculaba”.

–  Pues bien –sugirió el sheik-; juntemos esos panes y  hagamos una sociedad única. Cuando lleguemos a Bagdad os prometo pagar con ocho  monedas de oro el pan que coma.

Así  hicimos, y al día siguiente, al caer la tarde, entramos en la célebre ciudad de  Bagdad, la perla de Oriente.

Al  atravesar una hermosa plaza, nos enfrentamos con un gran cortejo. Al frente  marchaba, en brioso alazán, el poderoso Ibraim Maluf, uno de los visires del califa en Bagdad.

Al  ver el visir a sheik Salem Nasair en nuestra compañía, gritó, haciendo parar su  poderosa escolta, y le preguntó:

–  ¿Qué te ha pasado, amigo mío? ¿Por qué te veo llegar a Bagdad sucio y  harapiento, en compañía de dos hombres que no conozco?

El  desventurado sheik narró, minuciosamente, al poderoso ministro todo lo que le  ocurriera en el camino, haciendo los mayores elogios respecto de nosotros.

–  Paga sin pérdida de tiempo a esos dos forasteros, ordenó el visir.

Y  sacando de su bolsa 8 monedas de oro las entregó a Salem Nasair, insistiendo:

–  Quiero llevarte ahora mismo al palacio, pues el Comendador de los Creyentes  desea, con seguridad, ser informado de esta nueva afrenta que lo beduinos  practicaran, al matar a nuestros amigos saqueando caravanas dentro de nuestras fronteras.

–  Voy a dejaros, amigos míos -; dijo Nasair- mas, antes deseo agradeceros el gran  servicio que me habéis prestado. Y para cumplir la palabra, os pagaré el pan  que tan generosamente me dierais.

Y  dirigiéndose al “Hombre que calculaba” le dijo:

– Por  tus cinco panes te daré cinco monedas.

Y  volviéndose hacia mí, concluyó:

–  Y a ti, “bagdalí”, te daré por los tres panes tres monedas.

Con  gran sorpresa nuestra, el “Calculista” objetó, respetuosamente:

–  ¡Perdón, oh sheik! La división hecha de ese modo será muy sencilla, mas no es  matemáticamente exacta. Si yo di 5 panes, debo recibir 7 monedas; y mi  compañero, “el Bagdad” que dio tres panes, solamente debe recibir una moneda.

–  ¡Por el nombre de Mahoma! –dijo el visir Ibraim,  interesado vivamente por el caso-. ¿Cómo justificas, extranjero, tan  disparatada forma de pagar 8 panes con 8 monedas? Si contribuiste con 5 panes,  ¿por qué exiges 7 monedas? Y si tu amigo contribuyó con 3 panes, ¿por qué  afirmas que debe recibir únicamente una moneda?

El “Hombre que calculaba” se aproximó al  poderoso ministro y así le habló:

–  Voy a probaros que la división de las monedas hecha en la forma propuesta por  mí, es más justa y más exacta. Cuando, durante el viaje, teníamos hambre,  sacaba un pan de la caja y lo partía en tres trozos, uno para cada uno de  nosotros. Todos los panes que eran 8, fueron divididos, pues, en la misma  forma. Es evidente, por lo tanto, que si yo tenía 5 panes, di 15 pedazos; si mi  compañero tenía 3 panes, dio 9 pedazos. Hubo, así, un total de 24 pedazos, de  los cuales cada uno de nosotros comió 8. Ahora bien; si de mis 15 pedazos comí  8, di, en realidad, 7; y mi compañero, que tenía 9 pedazos, al comerse 8, solo  dio 1. Los 7 que di yo y el que suministró “el bagdalí” formaron los 8 que  comiera el sheik Salem Nasair. Por consiguiente, es justo que yo reciba 7  monedas y mi compañero 1.

El  gran visir, después de hacer los mayores elogios al “Hombre que calculaba”,  ordenó que le fueran entregadas las 7 monedas, pues a mí sólo me tocaba, por  derecho, 1. La demostración lógica y perfecta presentada por el matemático no  admitía duda.

–  Esa división – replicó entonces el “Calculista”- es matemáticamente exacta,  pero a los ojos de Dios no es perfecta.

Y  tomando las ocho monedas en la mano las dividió en dos partes iguales. Dióme  una de ellas y se guardó la otra.

–  Ese hombre es extraordinario –exclamó el visir-. No aceptó la división  propuesta de las ocho monedas en dos partes de 5 y 3, en la que salía  favorecido; demostró tener derecho a 7 y su compañero a 1, acabando por dividir  las 8 monedas en dos partes iguales, que repartió con su amigo.

Y  añadió con entusiasmo:

–  ¡Mac Alah! Ese joven, además de  parecerme un sabio habilísimo en los cálculos de Aritmética, es bueno como  amigo y generoso como compañero. Tómolo ahora mismo como secretario mío.

–  Poderoso visir –le dijo el “Hombre que calculaba”-, veo que acabáis de hacer,  con 29 palabras y un total de 145 letras, el mayor elogio que oí en mi vida, y  yo, para agradecéroslo, me veo en la obligación de emplear 58 palabras en las  cuales figuran nada menos que 290 letras, el doble de las vuestras, precisamente. ¡Que Alah  os bendiga y proteja!

Con  estas palabras el “Hombre que calculaba” nos dejó a todos maravillados de su  argucia e invencible talento de calculista.

El Hombre que calculaba – Malba Tahan

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