El censo del que habla Lucas (y cuya existencia en la época de Herodes es muy discutida) a la fuerza tuvo que irritar a los judíos. Los romanos no iban a ponerse a contar a sus súbditos por amor a las estadísticas, a buen seguro que alimentaban alguna mala intención como la de crear un nuevo impuesto sobre el sudoroso pan de cada día.
El edicto de César Augusto no se refería solamente a los judíos sino a todos los súbditos de aquellas tierras y además consentía que cada cual fuera a dejarse contar en el lugar de origen de su familia.
Podemos hacernos una idea del mal humor que invadía a José. ¡Cómo si el embarazo de María, todavía tan joven, lo que era causa de murmuración entre las marujas de Nazaret, no le causara ya bastantes problemas!. Ahora tenía que llevarla por malos caminos, durante cuatro jornadas de caravana por lo menos, hasta Belén, de donde procedía la familia de David, la suya. Había que abandonar el trabajo, cerrar el taller, rechazar varios encargos…
Ya están en camino. Y no viajan solos. La prudencia aconseja viajar en grupo. La caravana avanza acompañada del rebuznar de los asnos y del tintineo de las campanillas de los camellos. Los hombres van delante, las mujeres y los chiquillos los siguen. De vez en cuando, recitan los salmos. Al anochecer hacen alto en los albergues de caravanas abarrotados de personas y animales. Las mujeres corren al pozo, a llenar los odres y preparar la cena. Los hombres se ocupan de los animales, apresurándose a llevar al abrevadero a los asnos, antes de que los camellos lo vacíen en dos o tres tragos. Los niños hacen como todos los niños del mundo, enredar, gritar y volver a enredar.
¡Por fin, Belén!. Una pequeña aldea blanca encaramada a la ladera de un monte. Allí el albergue desborda de gente, son muchos los que se consideran descendientes de David. Los lugareños no son muy hospitalarios: esta historia del censo, de la burocracia romana y de una multitud polvorienta de hombres y mujeres que invaden su bonito Belén no les agrada en absoluto.
José y María encuentran sitio en un establo. Menos mal, porque el tiempo apremiaba. Ella lo sabe, lo siente, ha llegado el momento. «Dio a luz a su hijo primogénito y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre» – dice Lucas. No se puede describir semejante acontecimiento de forma más escueta y sobria. El niño ha nacido y punto final. No se percibe el afán de plasmar algo maravilloso. En otras ocasiones la Biblia ha descrito minuciosamente el proceso del nacimiento, pero el Hijo de Dios no ha merecido tantos honores.
Los primeros testigos de este acontecimiento excepcional serán gentes de poca monta, insignificantes, unos pastorcillos. Los pastores no son gente muy recomendable, tienen mala fama entre los aldeanos. Y no han venido por casualidad, han sido escogidos: un ángel ha ido a buscarlos. Este ángel no tiene nombre (no todos los ángeles tienen nombre, ellos sabrán como se llaman unos a otros). Sus interlocutores tienen miedo, como siempre en estos casos (ver un ángel tiene que acojonar). Él les tranquiliza, también como siempre, y les anuncia el nacimiento del «Salvador». Siguen, según el proceso clásico, con la prueba de fe: «Lo reconoceréis por esta señal: es un recién nacido envuelto en pañales que yace en un pesebre» (las pistas también son acojonantes). Finalmente la oración, pero esta vez tienen el honor de que el coro lo forme una «tropa numerosa del ejército celestial».
En el anuncio hecho a los pastores, volvemos a encontrar exactamente el género literario de las anunciaciones. Con una diferencia: estos buenos pastorcillos en ningún momento manifiestan incredulidad (cierto es también que toda una coral de ángeles cantando a dos voces suspendidos en un cielo iluminado por fulgores de pirotecnia convencería al más escéptico). Y allá van, dejando los rebaños a merced de todos los peligros. No hay nada como un pobre para asumir riesgos.
Al cabo de ocho días, tal y como ordena la Ley, el niño es circuncidado. Este acto tiene un significado especial: es la Alianza con Dios. Brota la sangre («la sangre de la Alianza») y el recién nacido se convierte en aliado de Dios (más tarde sustituiremos la circuncisión por el bautismo, no está nada mal el cambio). «Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño, le dieron el nombre de Jesús, impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno» – escribe Lucas.
El nombre de Jesús no es excepcional en la Biblia. Existen al menos una quincena de Jesús nombrados en el Antiguo Testamento. Se designa al niño como el «Salvador» pero un salvador que ha asumido la condición humana y divina al mismo tiempo.
La purificación es obligatoria para todas las madres, durante cuarenta días después del nacimiento se consideraba impura a la mujer. Condición que le impedía, entre otras cosas, la entrada al Templo. Para purificarse, debían de llevar a la puerta del Templo un cordero (macho, por supuesto) que era incinerado por completo sobre el altar y una paloma o tórtola a la que se le cortaba la cabeza. La joven pareja se acoge a esta disposición aunque siendo María la Madre de Dios y Virgen no tendría por que haberlo hecho (salvo el deseo de acogerse a la Ley).
La purificación en el Templo también conlleva la presentación del niño ante el Señor. El viejo Simeón y la profetiza Ana son los testigos de esta presentación. Simeón, que ya había sido avisado por el Espíritu Santo, no duda ni un momento de que entre sus añosos brazos sostiene al «Mesías»; ahora ya me puedo morir en paz, viene a decir. Porque ha nacido este niño, «luz para iluminación de las gentes». Otra frase que asombra a María y José que no ganan para «sustos». Después de la visita de los ángeles y los relatos de los pastores sobre la coral celestial y las luminarias de aurora boreal que han visto en el cielo, un pobre viejo sin autoridad eleva a su niño a la categoría de Salvador.
El otro testigo es Ana, una mujer muy anciana. Es el personaje del evangelio del que más y pormenorizados detalles se dan. Todo un lujo de detalles un tanto sorprendentes por cuanto Ana no habla ni con María ni con José sino que, después de cruzarse con ellos, «hablaba del niño a cuantos esperaban la redención de Jerusalén». Y punto.
Cuarenta días después del nacimiento del niño y tras su presentación en el Templo, María y José regresaron a Galilea (esta es la versión de Lucas, según Mateo dos años después seguían en Belén). No sabemos exactamente en que momento sucedió pero es el momento de una historia muy bella y mágica (sobre todo para los más pequeñines).
Primero aparece una estrella. Es un privilegio de los «más grandes» del mundo antiguo que una nueva estrella salude su nacimiento. Alejandro tuvo su estrella, lo mismo que Augusto, y que Abraham. China vio una estrella con motivo del nacimiento de Buda y la Bhagavad-Gita menciona también una estrella al referirse al de Krishna. Es todo un mérito ver esas estrellas con los instrumentos tan rudimentarios con los que se contaría en la época de Jesús. No intentemos buscar una explicación humana a esta estrella, «los cuentos, cuentos son».
Los Magos descubren la luz. No son reyes, sino intérpretes de sueños y de hechos extraordinarios, y además astrónomos (astrólogos dirán las malas lenguas). Llegan de ese Oriente impreciso desde el que las tropas caldeas tantas veces se han abatido sobre Judea para saquearla y degollar a sus hijos y a sus compañeras. Con los años, los astrólogos han comenzado a tener mejor prensa y la gente empieza a desear conocer su futuro.
Nuestros queridos Magos de Oriente se ponen en camino. Vienen desde muy lejos, porque, siguiendo la estrella, encontraron no a un recién nacido sino a un niño (paidion en griego). Evidentemente, salvo en las asociaciones de belenistas, nuestros Magos y los pastorcillos no coincidieron en la adoración al niño Jesús.
Eran unos Magos muy educados e inocentones, de otra forma no se comprende que al pasar por Jerusalén saludaran muy cortésmente a Herodes (que por otro lado, a pesar de ser astrólogos, los recibió muy amablemente). ¿Razones para desconfiar de Herodes? Muchas. Era un impostor y un colaborador. El general romano Pompeyo, tras apoderarse de Jerusalén en el año 63 a.C., buscó aliados para dominar a sus nuevos súbditos. El senado romano decide proclamar a Herodes «rey de los judíos, amigo y aliado». Sexo, dinero y sangre: esto es lo que seduce a Herodes. Manda exterminar a toda la familia de una de sus mujeres, empezando por la suegra (a decir verdad eso lo haríamos todos) y terminando por su propia esposa y dos de los hijos que le había dado. Entra de noche en la tumba de David en Jerusalén, para llevarse los tesoros. Confisca tierras en su exclusivo beneficio. Era todo un tirano abyecto y un político hábil y astuto. Su pretensión de presentarse como el nuevo Mesías exacerbaba la impaciencia de los que esperaban al verdadero «Mesías».
Éste es el personaje al que nuestros entrañables y cándidos Magos presentan sus respetos. Y no sólo eso. No tienen otra ocurrencia que informarle del nacimiento del rey de los judíos. Es de imaginar la cara que puso Herodes: ¡Si el rey de los judíos soy yo!. Como buen tirano precavido (y siempre en guardia) le dice a los Magos que vayan a Belén y, cuando hallen al niño, se lo comuniquen, «para que vaya también yo a adorarlo» (las adoraciones de Herodes son un tanto peculiares). Esta parte de la historia es bastante ingenua. Un tirano del cuño de Herodes habría mandado inmediatamente a Belén a sus mejores hombres para comprobar los hechos antes de fiarse de aquellos candorosos desconocidos.
Los Magos reanudan la marcha y, a la salida de la ciudad encuentran a su buena estrella (que estaba esperándolos colgada del cielo), que los guía hasta la casa de José y María. Ven al niño «con María, su madre» (¿Where is José?) y le ofrecen oro (para el rey), incienso (para Dios) y mirra (para la resurrección).
Los Magos, «en sueños», son prevenidos contra Herodes y marchan a otro lugar lejos de allí. También José se entera por un ángel anónimo (los ángeles introvertidos no dan su nombre) de que hay que huir. «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». Desde luego, para escapar de Herodes, no hay más remedio que ir a Egipto o más lejos si cabe.
Herodes está furioso por haber sido burlado por los Magos (si no hubiera sido tan ingenuo, otro gallo cantaría). Según Mateo, Herodes manda matar a todos los niños de Belén de menos de dos años (la visita de los Magos no fue muy próxima al nacimiento). Esta «matanza» de inocentes no ha sido confirmada en modo alguno. Flavio Josefo, el gran historiador judío que detalla con meticulosidad de escribano las buenas y malas acciones de Herodes, la silencia totalmente. Que esta «matanza» pase desapercibida para todos excepto para Mateo hace poner en duda su realidad histórica.
Es bastante curioso y sorprendente que durante la vida de Jesús, la gente no dijera: «¡Ah, pues claro, fijaos, Jesús es aquel a quien unos Magos vinieron a visitar desde el otro extremo del mundo! ¡Jesús es aquel cuyo nacimiento armó la marimorena en el palacio de Herodes!». No, no hay nada de eso.
Jesús nace pobre y amenazado. Y entonces brota la luz, que sólo ven los pobres y los amenazados, los extranjeros y los excluidos. Y los poderosos, los notables, los situados tiene miedo y no reparan en medios , incluido el martirio, incluida la matanza de los más débiles e inocentes, para hacerlo desaparecer, para ahogar esa voz antes de que pueda hablar, antes de que pueda proferir su mensaje. Jesús, el hombre, el que debía acabar en el patíbulo, había nacido en un pesebre, en un establo, en una covacha. No obstante, consiguió hacerse oír y hacer temblar la historia del mundo. Jamás una revolución se hizo con tan pocos medios. Pero, en realidad, Él disponía del mayor y más poderoso de todos: la Palabra.
Referencias: «JESÚS» – Jacques Duquesne
Me encanta esta narración pero lo de la suegra no me gusta porque yo lo soy VALE