El Templo

De vez en cuando, uno de los doctores se aparta del pequeño grupo, extrae de un estante un rollo de las Escrituras, cita un versículo para ilustrar sus afirmaciones, vuelve a dejarlo respetuosamente, aparta a un mendigo que pasa por allí y vuelve junto a los niños para insistir sobre la grandeza del Dios de Israel (el Único, el Incomparable) y comentar un detalle de la ley que Yavé dio a Moisés.

templo5Otro toma el relevo. Quizá estos adolescentes empiezan a estar cansados y su atención se distrae. La buena pedagogía exige un poco de distensión, por lo que decide citarles un pasaje de la Haggada, comentario bíblico lleno de poesía y de humor.

Los chicos tienen trece años o están a punto de cumplirlos, la edad de pasar del atrio de las mujeres al de los hombres, que se encuentra más cerca del altar en el que, en este Templo, el Templo, el único Templo que es corazón del mundo, se sacrifica a los corderos y las palomas, más cerca del sanctasanctórum. Han venido a la sinagoga del Templo a escuchar a los doctores de la Ley, a fin de completar su educación religiosa y demostrar su preparación respondiendo a preguntas. Cuando regresen a sus respectivos pueblos serán mayores en lo religioso.

Es el tiempo de la Pascua, que conmemora el fin de la esclavitud de los judíos en Egipto. Los doctores de la Ley, voluntarios que en el exterior ejercen profesiones consideradas honorables (ebanistas, carpinteros u orfebres pero no tejedores ni curtidores, que son oficios indignos) se relevan en el Templo para enseñar a los niños en período de iniciación. No es difícil imaginar entre ellos al niño llamado Jesús, llegado de Nazaret con José y María. La peregrinación anual al Templo era obligatoria y el viaje (unos ciento veinte kilómetros) fatigoso y no exento de peligros.

Para ir de una a otra ciudad es preciso andar por caminos maltrechos. Y es que el ocupante romano, infatigable constructor de carreteras, no se deja ver mucho por estas regiones. ¿Y para qué?. Son los dominios de Herodes Antipas, que busca complacer al César y a sus subalternos. La presencia militar es muy limitada en toda Palestina.

Para todos los judíos, Jerusalén es el corazón del mundo religioso. Porque aquí se levantó el Templo y ahí está el sanctasanctórum, el lugar vacío en el que el único Dios está misteriosamente presente y ausente a la vez, y en el que sólo puede penetrar el sumo pontífice, una vez al año, el día del Kippour, del Gran Perdón, después de haber observado retiro y ayuno, y haberse purificado de todas las maneras posibles, para pronunciar, temeroso y emocionado, el nombre de Yavé e implorar de Él el perdón de todas las iniquidades, ofensas y transgresiones cometidas por el pueblo que Él eligió para Sí.

El niño sabe todas estas cosas. Unos padres piadosos como José y María le han explicado también que el Templo no es nada, absolutamente nada, por hermoso y grande que parezca, comparado con el otro Templo, el que está arriba, en los cielos.

En el valle de Josafat y en el monte de los Olivos, se levantan los primeros puestos de los cambistas. No se puede entrar en el Templo con monedas romanas, el tributo que exige el Templo todos los años a los israelitas debe pagarse en la moneda del Templo. Junto a los cambistas se sitúan los vendedores de animales para el sacrificio: palomas para los más modestos, bueyes para los más ricos y corderos para la mayoría.

Imaginamos al niño en medio de la barahúnda, el polvo, la algarabía de corral y de establo, el olor a bosta, a animal, a especias, el humo de los asados, el griterío de la gente, el ruido de pasos y el salmodiar de los piadosos. En la puerta de la ciudad encontramos a unos guardias (una especie de aduaneros muy originales) que tienen la misión de separar lo puro de lo impuro. En la práctica, significa, que hay que pagar unas tasas para purificar la fruta y las verduras, la leche y sus derivados, los cereales y la madera. La entrada de pieles, cueros y lanas del exterior está (pura y simplemente) prohibida.

¡El Templo! En estos momentos, todavía está en construcción. Así lleva varios años (solamente una treintena). Herodes quiso que fuera inmenso y soberbio, para celebrar su propia magnificencia y tratar de congraciarse con los judíos, que le consideraban un colaboracionista del ocupante y un renegado. Después de la destrucción del Templo de Salomón se imponía edificar un palacio que fuera digno de Yavé… y de Herodes. En lo alto del monte Moria, en el mismo lugar en el que David trazara el plano del primer Templo, los arquitectos de Herodes dispusieron una obra faraónica en la que Herodes se empeñó en hacer esculpir el águila de Roma en el tímpano del mismísimo Templo. ¡Blasfemia!

Estando el rey enfermo de muerte, los judíos mandaron derribar el frontón y con él el águila romana. El rey conservaba todavía lucidez y energía suficiente como para mandar quemar vivos a los responsables y condenar a muerte a otros tantos. Pero el águila no volvió a figurar en la puerta del Templo.

En el año en el que el niño se encuentra con los doctores de la ley en el Templo, los trabajos avanzan a buen ritmo, pero no se han terminado todavía, ni se terminarán hasta el año 64 de nuestra era. Al pequeño nazareno le invade la admiración y el respeto mientras se adentra con sus padres por el atrio de los gentiles. En este patio abundan los cambistas (mejor instalados que en el monte de los Olivos, con mesitas y todo) y los puestos donde los sacerdotes venden incienso y aceites para las ofrendas.

Pagado a los sacerdotes el impuesto para la redención del alma (la propia y la de toda la familia), los judíos avanzan hasta el atrio de las mujeres. En él se quedará María, también el niño hasta que alcance la mayoría de edad religiosa. José, por la puerta de Nicanor, entra en el atrio de Israel, el de los hombres. Lleva consigo un cordero. Sufre con el pecado que lo ha alejado de Dios. Quiere reconciliarse con Yavé. Una vez reconciliado con Dios, José ofrecerá la carne del cordero sacrificado para degustación de sus familiares.

No se viene a Jerusalén desde Nazaret, no se arrostran todas las fatigas y peligros de semejante viaje, para regresar de inmediato. Por otra parte, todo judío piadoso debe gastar en la ciudad una décima parte de sus ingresos (la economía de la cuidad está orientada a mantener a la clase religiosa).

El niño, el primer día, habrá ido a una de las salas de estudio contiguas a la sinagoga en las que enseñan, discuten y pontifican los doctores de la Ley. Le gusta aquello, vuelve los días siguientes con sus padres y, cuando «se hubieron cumplido los días» y José, María y sus compañeros nazarenos emprenden el regreso al pueblo, ¡él se queda!.

No es de extrañar que no lo echaran de menos. El ajetreo de la partida no es menor que el de la llegada. Hay que desmontar las tiendas, recoger los utensilios de cocina y cargar los enseres, recuerdos y ropas comprados en Jerusalén. Los asnos rebuznan. Los niños, tan impacientes por marchar como lo estaban por llegar, se adelantan. Si no lo ven en las paradas que esta caravana de galileos se permite para recuperar fuerzas, será porque va con sus tíos, sus primos o sus vecinos. Pero al anochecer, cuando llega la hora de montar la tienda para pasar la noche, hay que rendirse a la evidencia: ¡no está!. Nadie lo ha visto. Es posible que le haya ocurrido algo.

María y José hacen entonces lo que, en estas circunstancias, harían todos los padres: retroceder. Y desandando el camino, llegan a Jerusalén. Pero no lo encontrarán hasta tres días después, dice Lucas. Es posible con aquel gentío (es más posible que sea un símbolo de numerología). El niño está sentado entre los doctores, a los que escucha e interroga. Los hombres están sorprendidos por sus preguntas y por su profunda fe. Sin duda, aquí hay un futuro rabbi. Pero los padres no se admiran tanto cuando entran en la sala. En ese momento, angustiados como estaban, mezclan la alegría con la irritación. Como suele ocurrir en estos casos, la primera en hablar es la madre. Sin duda, por cálculo, para evitar que el padre se exceda en los reproches: con los hombres, nunca se sabe.

«Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros?». Y llega la respuesta fulminante: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe de las cosas de mi padre?». Respuesta que ellos no entendieron, asegura el evangelista. Lo que parece extraño, si pensamos que, después de los anuncios que les había hecho el ángel antes del nacimiento de Jesús, tenían que estar preparados para actitudes, gestos y palabras fuera de los común.

Es de recriminar la actitud de los doctores de la Ley. Lo ven en el Templo día y noche durante más de tres días y ninguno se pregunta donde ha dormido ese niño, ni que pensarán sus padres (debe de tenerlos porque no pide limosna como otros muchos), y que deben de estar buscándolo por todas partes. Pues no: los sabios doctores no hacen conjeturas. Les tiene sin cuidado la zozobra de los padres.

Jesús sigue estando entre las manos de los doctores de la Iglesia que, apasionados con él, se preocupan muy poco de las Marías y Josés que somos todos nosotros.

Referencias: «JESÚS» – Jacques Duquesne

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Una respuesta a El Templo

  1. María rosa dijo:

    Sabía este episodio de la vida de Jesus pero me lo has ampliado más» Magnífico»

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