Juan, el Bautista

El río serpentea y se retuerce por entre las colinas rojizas y el verde llano, como si norio-jordan acabara de encontrar el camino.

Si discurriera en línea recta, el Jordán enlazaría el mar de Galilea (lago de Genesaret) con el mar Muerto, en poco más de cien kilómetros. Pero recorre el doble de esta distancia y, a veces, después de las crecidas de primavera, cambia de parecer y se abre otro cauce por entre tamariscos, cañaverales, zarzas y una maraña de adelfas entremezcladas con viñas. El río galopa para salvar los doscientos veinte metros de desnivel entre los dos mares. Es un río turbulento, impetuoso que arrastra lodos, ramas y toda clase de desechos. También se lleva, a veces, a los imprudentes o a los audaces que, creyéndolo poco profundo, imaginaron poder cruzarlo sin peligro.

Existen, no obstante, algunos vados, cuatro o cinco, en los que el agua se sosiega, se toma un respiro. Los frecuentan las caravanas y, para obtener beneficio de su paso, en ellos se han construido modestas posadas, cuyas pequeñas habitaciones son nidos de chinches, eufemísticamente llamadas «bestias de la estación del verano». El viajero puede estar seguro de que aquí encontrará siempre alguien a quien quejarse y con quien hablar.

Es aquí donde predica Juan, nombre muy corriente que significa «Yavé le fue favorable». Nada se sabe de lo que ha hecho, de lo que ha sido su vida desde que Isabel lo trajo al mundo y el viejo sacerdote Zacarías, su padre, recuperó el habla. Salvo una cosa: Juan ha rehusado el sacerdocio, no ha querido suceder a Zacarías. La dignidad sacerdotal se trasmite por herencia y su reputación se está degradando de día en día. Al renunciar a suceder a Zacarías, Juan rompe pues con el Templo, la más alta autoridad religiosa del país y también su principal poder económico.

Y Juan aparece en las márgenes de este Jordán de aguas terrosas y bravas. Un poco desastrado, como un anacoreta, con la piel curtida por un sol que quema diez meses al año, vestido de piel de camello y «llevando un cinturón de cuero a la cintura». El Evangelio de Mateo no lo describe así por casualidad. Ésta es, exactamente, la indumentaria del profeta Elías. Los tejidos de piel de camello tenían la ventaja de ser impermeables y duraderos. El cinturón representaba la libertad, la facultad de elegir el propio destino. «El viajero lo lleva para atribuirse el poder de ir a donde quiera […]. Entre los nómadas de la estepa, quitarse el cinturón y descubrirse la cabeza equivale a reconocer su vasallaje, su dependencia».

Juan, el asceta, se alimenta de miel que saca de los troncos de los árboles en los que las abejas han construido su colmena, y de langostas del desierto, crudas o asadas sobre cuatro ramas que enciende por la noche.

La época es propicia para los que anuncian la llegada de nuevos tiempos. La cuenca mediterránea, que desde hacía más de un siglo había sido escenario de disturbios y violencia, conoce ahora una cierta unidad y una paz relativa. El emperador romano asegura a los pueblos «pan y los espectáculos del circo». Las gentes esperan, vagamente, llegar a una nueva etapa, alcanzar el alba de una edad de oro.

Israel participa de esta esperanza, pero poco y a su manera. Es un pueblo que se siente encargado de una misión divina, que es depositario del imponente honor y de la pesada carga de ser, en este bajo mundo, el único aliado de Yavé. Israel espera el establecimiento en el mundo del Reino de Dios, primero en su propio territorio y, después, gradualmente, en el de todos los pueblos. Y, de tanto esperar a este Mesías que ha de realizar este gran designio de Dios, la gente acaba por creer que su tiempo está próximo, que ha de llegar mañana. Porque la gente ya no puede más.

Cuando Juan empieza a predicar, se multiplican los escritos y los discursos reconfortantes que anuncian al pueblo judío que al fin se acerca el día en que Dios vendrá en su ayuda. Se llama a estos relatos «apocalipsis», palabra que no tiene el sentido negativo que hoy se le atribuye. Hay profetas que van de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo para difundirlos y anunciar que esta vez sí, que será mañana. Hay perturbados y farsantes que se proclaman el Salvador prometido por Dios, que establecerá una sociedad nueva y pondrá fin a todas las injusticias.

El pueblo los escucha porque las injusticias son cada vez más clamorosas y el foso que separa a los grupos sociales es cada vez más profundo. Cuanto más teme este pueblo por su identidad, mejor dispuesto se siente a escuchar a los que vaticinan que pronto cambiará todo, que el día «D» es mañana.

Pero el profeta melenudo llamado Juan, hijo de Zacarías, que predica a orillas del Jordán, no anuncia mañanas risueños ni un porvenir radiante. Al contrario, apostrofa a sus oyentes, a los que llama «raza de víboras», término que Jesús utilizará alguna que otra vez, y les hace temer «la ira que llega». Y, en lugar de encauzar sus miedos y resentimientos hacia el extranjero, el impío, el ocupante, les explica que su condición de judíos no les concede privilegio alguno: «Y no os gloriéis diciéndoos: Tenemos a Abraham por padre; porque yo os digo que Dios puede hacer surgir de estas piedras hijos de Abraham». Ellos son como los demás, serán juzgados con arreglo a las mismas leyes, con el mismo rigor, y de inmediato: «Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego».

Este Juan es todo lo contrario de un demagogo. Se muestra más duro de lo que será Jesús. Juan ve en sus oyentes a pecadores empedernidos, sensibles sólo a las amenazas del juicio divino; Jesús, aunque severo algunas veces, se inclinará más a hablar de perdón y de la gracia de Dios. Juan hace vida de asceta, fuera del mundo: para encontrarlo, hay que salir de las ciudades y de los pueblos, abandonar una sociedad maléfica y llegarse hasta las puertas del desierto. Jesús, por el contrario, recorrerá aldeas y pueblos, participará en las fiestas y será tildado de «glotón». Para cuando Juan empieza a pronunciar estos discursos inflamados y casi terroríficos, Jesús no se ha manifestado todavía.

Estas frases tan poco tranquilizadoras de Juan no ahuyentan a las multitudes. Al contrario. El historiador Flavio Josefo conservará el recuerdo de este Juan al que describirá como «un hombre de bien que exhortaba a los judíos a cultivar la virtud y a emplear la justicia en las relaciones entre ellos y la piedad para con Dios, a fin de unirse en el bautismo».

Todos se apiñan en torno a Juan, interrogándole. La gente del pueblo: «¿Pues qué hemos de hacer?». Él respondía: «El que tiene dos túnicas dé una al que no la tiene y el que tiene alimentos haga lo mismo». Los publicanos (aquellos recaudadores de impuestos): «¿Y nosotros?». Respuesta: «No exigir nada fuera de lo que está tasado» (no hinchéis el impuesto para llenaros los bolsillos). Y a los soldados, seguramente, legionarios: «No hagáis extorsión a nadie ni denunciéis falsamente, y contentaros con vuestra soldada» (frase muy reveladora de las costumbres de aquellos tiempos).

Es tal el éxito de este profeta inquietante y exigente  que su fama se extiende hasta Jerusalén. Los notables deciden enviar una comisión de investigación, compuesta por sacerdotes y levitas, a la que él empieza por decir lo que no es: ni el Mesías, ni el Cristo, ni el profeta Elías revivido. Ellos se impacientan: «Dinos quién eres pues, para que podamos dar respuesta a los que nos envían». Estos delegados son buenos subalternos, no son jefes, y no tienen más que una preocupación: no volver con las manos vacías, lo que no propiciaría su ascenso. Respuesta: «Soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, según dijo el profeta Isaías».

Juan, el evangelista, que es el único que relata esta comparecencia ante la comisión de investigación, no dice más. Pero son de imaginar los interrogantes y las dudas de sus componentes: ¿Se trata de uno de los muchos iluminados que hoy andan por todo el país? ¿Qué quiere decir con eso de enderezar el camino del Señor? De buena gana concluirían que se trata de un perturbado. Sólo que bautiza. Y el bautismo que administra significa otra ruptura con el Templo, un segundo desafío que le lanza.

El símbolo del agua existe en casi todas las religiones y brilla con especial fulgor entre los pueblos que viven en el desierto o que lo han atravesado. Tal era el caso de los judíos. Cuando los textos de la Biblia describen un lugar paradisíaco o, simplemente, grato, hacen brotar fuentes de agua viva. Y la religión judía había multiplicado los ritos de purificación por el agua. Así, por el agua, el judío se separaba del no judío, del impuro. Pero no por ello conseguía la salvación prometida por Dios, y tenía que repetir los ritos de la purificación una y otra vez.

He aquí, pues, la revolución que provoca el hirsuto profeta llamado Juan: el bautismo por inmersión salva de una vez por todas, después de la confesión de los pecados. Es único y definitivo. Es él, Juan, quien lo administra, y en público (los ritos de purificación habituales se practicaban en privado). Es un formidable desafío al Templo, ya que se puede obtener el perdón de los pecados fuera de él, de sus ritos y de sus hombres. Quien desee profesar su fe y su adhesión profunda a Dios ya no debe soportar los fuertes gastos ni las penalidades de un viaje a Jerusalén, para llevar sus ofrendas al Templo y pagar tributos a los sacerdotes: basta con un arrepentimiento sincero y una firme voluntad de enmienda (que no es poco, desde luego) y dejarse sumergir en las aguas saltarinas del Jordán. Evidentemente, los hombres del Templo no podían ver con muy buenos ojos el éxito de Juan.

Por aquellos tiempos en Israel existían otros movimientos que se podrían calificar de baptistas. Por ejemplo, un extraño grupo llamado «los bañistas matinales» tomaban un baño todas las mañanas, con lo que hermanaban higiene y espiritualidad, a la vez que polemizaban con los fariseos. Este bautismo por inmersión no podía compararse con el que administraba Juan, puesto que había que repetirlo a diario. Los esenios también practicaban numerosos baños rituales. Hubo un tiempo en el que llegó a decirse que este Juan cuyas ideas estaban afines a las de ellos, que predicaba y bautizaba no lejos de su monasterio de Qumrán, pertenecía a este particularísimo grupo, y que sin duda de ellos había recibido su formación religiosa.

Que Juan conocía a los esenios y había mantenido contacto con ellos parece probable. Que fuera educado por ellos es muy discutible. Algunos así lo piensan, fundándose en una alusión a su infancia contenida en el Evangelio de Lucas, según la cual él «crecía y se fortalecía en espíritu, y moraba los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel». Flavio Josefo señala que los esenios solían adoptar niños para adoctrinarlos. Pero es posible que sólo estuviera con ellos durante los años que precedieron a su «manifestación a Israel», es decir, después de cumplir los veinte años, cuando Juan vivió en los desiertos, cuyas cuevas no estaban habitadas únicamente por esenios. Por otra parte, cabe preguntarse si Zacarías, que pertenecía a la casta sacerdotal, hubiera confiado su hijo a unas gentes para las que todos los sacerdotes eran escoria. Finalmente, el bautismo que administraba Juan poco tenía que ver, aparte de la inmersión, con el practicado por los esenios, cuyas abluciones no tenían otro objeto que el de la purificación, se repetían a diario y estaban vedadas a los miembros del grupo que no llevaran, por lo menos, dos años de noviciado.

Lo que hace Juan el Bautista nadie lo ha hecho antes. Abre una vía nueva. Pero este revolucionario no trabaja por cuenta propia. Anuncia a Jesús. Él lo conoce, por una buena razón, si hemos de creer a Lucas: son primos.

Yo no soy nada, dice a las multitudes que acuden a él, pronto vendrá otro «al que no soy digno de soltarle la correa de las sandalias». Hecho notable, por insólito: los cuatro evangelistas utilizan prácticamente la misma expresión. Y también Justino, el filósofo nacido hacia el año 100 y martirizado en Roma en el 164 o 165, que ha dejado algunos textos sobre Jesús. Como si a todos les hubiera llamado la atención la alusión a las sandalias.

Las sandalias eran un calzado muy común en aquello época, salvo entre los ricos, que preferían botines de piel de hiena o de chacal o zapatos rojos de puntera levantada, y entre los romanos, que las consideraban afeminadas. Pero, ¿quién suelta la correa de la sandalia? Cuando el señor llega a casa, cansado, un criado o un esclavo se agacha a sus pies y la desata.

El mensaje de Juan es, pues, doble: el que viene no se comporta como un poderoso, pero es tan importante que yo, al que todos habéis venido a ver, no soy digno de servirle como un criado o un esclavo. Es fácil imaginar la perplejidad de sus oyentes, poco habituados a oír palabras tan paradójicas.

No obstante, ni el propio Juan Bautista cuando así habla, mide el excepcional destino de Jesús. En efecto, al verlo llegar, dirá, según Juan, el evangelista: «Yo no lo conocía». En otras palabras: ignoraba quién era en realidad.

Juan no sospecha el alcance del mensaje que va a predicar Jesús. Para él, la venida del Mesías ha de traducirse en juicios y condenas severas. Lo afirma sirviéndose de imágenes de campesino: Jesús «tiene en su mano el bieldo para limpiar la era y almacenar el trigo en su granero, mientras la paja la quemará con fuego inextinguible». El Salvador prometido por Dios es, pues, a los ojos de Juan, alguien que quemará la paja, una vez separada del grano; la sociedad que Él anuncie se regirá por la condenación y el juicio. Pero Jesús predicará un mundo regido por el amor y el perdón. Algo que sus contemporáneos, y hasta los hombres de hoy, difícilmente comprenderán. No es, pues, de extrañar que el Bautista no estuviera en sintonía.

No lo estará hasta que Jesús venga a él. Entonces dirá: «Éste es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Y no volverá a azotar al mundo con la amenaza de la condenación.

La expresión «cordero de Dios» ha suscitado muchos comentarios y múltiples interpretaciones. La más corriente identifica a Jesús con el cordero del sacrificio: Dios envió a Jesús a soportar los peores sufrimientos y la muerte en el mundo, para «borrar la mancha del pecado original y apaciguar la ira de su Padre», como reza el viejo cántico Minuit chrétien. Pero, ¿se puede imaginar a un Dios de amor que no consintiera en perdonar a los hombres las tonterías de la primera pareja más que enviando a su Hijo para que se le ofrezca en sacrificio? Es una visión terrible, de un Dios bárbaro y sediento de sangre que sacrifica a su propio Hijo a su sed de venganza. Esta imagen nada tiene que ver con el mensaje de Jesús. Que ni una sola vez evoca el pecado original. El mal del mundo sí, lo que es totalmente diferente.

¿Cómo interpretar entonces este «cordero de Dios»? De una manera mucho más simple. Israel sacrificaba animales continuamente, casi siempre, corderos, para mantener contacto con Yavé, restablecer su vínculo con él. La venida de Jesús hace inútiles estos ritos: Él mismo establece contacto con Dios, crea una línea directa. Él es el cordero enviado por Dios con este objeto. Si el cordero pascual sirvió para la liberación de los judíos cautivos en Egipto, así también Jesús es el liberador del pueblo.

Referencias: “JESÚS” – Jacques Duquesne

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2 respuestas a Juan, el Bautista

  1. maria rosa dijo:

    estoy de acuerdo que el Señor es todo AMOR y MISERICORDIa,asi como un padre cualquiera perdona a sus hijos ,Dios que es Padre Bondadoso y en su corazon solo existe AMOR comprendera a la humanidad y nos dara la ocasion en el ultimo momento de arrepentirnos de nuestros pecados y ahi tendremos la oportunidad de decir si o no de querer estar a su lado.

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