A las 5 en punto de la tarde fue desencajonado el toro llamado Neo en la Plaza de Toros de Matrix. Pertenecía a la ganadería de Providencia, con 6 años justos de edad y 572 Kg. de peso. Negro más mulato que zaino, ligeramente bragado y meano; de aparatosa cornamenta corniabierta, cornalón, corniveleto y astifino, salió encampanándose hacia los tendidos, acudiendo a los discretos cites que le hicieron desde burladero y amagando, pero no rematando franco contra tablas. La apariencia simbólica exigible al toro bravo de lidia quedaba cumplida en atención a su espectacular cabeza, raza y bravura.
La modernidad no debe suponer olvidar que, precisamente, nuestra identidad se basa en ciertas herencias culturales, sociales y económicas que nos marcan como pueblo desde tiempos remotos. Incluso religiones antiguas como nuestro conocido mithraísmo ya promulgaban la fuerza de la naturaleza encarnada en el toro (concepto compartido por muchas culturas mediterráneas). Son conocidas las creencias primitivas mediterráneas de corte tauromórfico. El toro era un símbolo mitológico y venerado en algunas culturas. Ahora pasa a ser dominado, que no domesticado.
El toro bravo tiene trapío, su estampa, su planta, su presencia causan respeto independientemente de su tamaño. El toro con trapío tiene un peso acorde con su alzada, carnes justas y musculadas, las propias de un ser atlético; pelo brillante y limpio, fino y bien sentado; morrillo grueso, patas finas, pezuñas redondeadas y pequeñas, cornamenta bien conformada y limpia, cola larga y espesa. Ojos negros, vivaces, sin defectos. Tiene energía y viveza de movimientos que indican su nervio.
La apreciada bravura es la característica esencial del ganado de lidia. La bravura es un instinto de defensa provocada por la cólera del toro en el instante de ser molestado, o como miedo o cobardía ante lo desconocido, o como una misteriosa y natural violencia del toro que ataca a cuanto se mueve o le excita. Una de las características de la bravura es crecerse al castigo, en lugar de huir. El toro verdaderamente bravo antes de acometer a su presa, le avisa. Jamás ataca a traición. Se cuadra y se coloca en rectitud ante quien quiere ahuyentarle, le mira fijamente, adelanta las orejas, levanta la cabeza y, a veces, retrocede o avanza a leves pasos antes de arrancarse. Embiste con prontitud, con nobleza, sin cabecear, siguiendo con fijeza al objeto que persigue para cornearlo, sin cansarse, aunque nunca logre alcanzar a su enemigo.
«Entre todas las criaturas del reino animal no hay ninguna que reúna caracteres tan bellos y a la par misteriosos como el toro bravo. Algunos son agresivos y fieros, otros tienen el encanto de la nobleza y la fidelidad, unos atraen por su fuerza, por la armonía de su estampa o su pelaje, y también los hay majestuosos y altivos».
Solo el toro de lidia es, al mismo tiempo, poderoso, arrogante y armónico, bondadoso y agresivo; algo así «como un guerrero que lleva escrito en sus genes el mensaje de la bravura y tiene una crianza lujosa hasta su madurez, justo el momento en que debe morir».
Con pasos lentos, seguros y marchosos y bamboleando un musculoso cuerpo de donde sobresale un masivo morrillo que soporta una testuz armada con una mortífera cornamenta (perfecta arma natural de defensa y ataque), el toro ibérico rodeado por un harén de vacas marcha tranquilo en el campo, como a sabiendas de que su genética bravura y las de sus compañeras, que pudiera haber causado su extinción, por el contrario se convirtió en la razón de la supervivencia de su especie.
El salvaje toro bravo o de casta, original de la Península Ibérica, y que hoy subsiste en esplendoroso cautiverio en sus dehesas, las de Francia, México y las de varios países de Hispanoamérica en donde la fiesta brava se efectúa, nos ofrece un caso peculiar de la domesticidad de una especie salvaje. El hombre, desde tiempos prehistóricos, ha manejado a placer el reino de los animales, para ajustar la existencia de estos a sus necesidades, unas veces domesticando las especies salvajes, otras eliminándolas cuando han existido conflictos territoriales o coexistiendo cuando estos conflictos han sido pocos o no existentes. El toro bravo, además de ser un caso especial de supervivencia en una época cuando la humanidad no sentía la responsabilidad moral de conservar las otras especies, forma parte de nuestra cultura por el papel estelar que juega en la tauromaquia y por su simbolismo que se refleja en nuestra lengua, arte y folklore. Por estas razones el toro bravo evoluciona de ser un animal salvaje regido por las leyes naturales, a ser una especie protegida por razones comerciales. Con su crianza se intentan perpetuar, aumentar y modificar los genes bravos de esta especie.
Toros bravos y mansos coexistían separadamente al mismo tiempo, y fue esta separación lo que los dotó de una diversidad genética que los distinguirían a la manera como los lobos se diferencian de los perros. La descendencia del toro bravo actual se asocia con un tipo de ganado salvaje que placía desde los tiempos prehistóricos por los campos de Europa.
Existen datos que aluden a que los romanos cazaban a estos toros para que los gladiadores pelearan con ellos en sus circos. También se utilizaban para ritos religiosos y para alancearlos como entrenamiento para la guerra. La primera corrida histórica aconteció en el año 1133 y desde entonces estas funciones se repetían a menudo requiriendo un abastecimiento continuo de toros para poder celebrarlas.
Se desconoce de como al comienzo de la era taurina se suplía esa demanda. Se especula que al principio se hacían redadas para cazar vivas a las reses y llevarlas a las plazas. Este método aparentemente no era suficiente para suplir la demanda, y por primera vez la historia anota que en el año 1616 el ganadero Francisco Menese lidió toros en Madrid y que los señores Antonio Moscadero y Francisco Reoli criaban ganado bravo en la provincia de Toledo. Así esta fecha marca la aparición de los ganaderos de reses bravas, que de aquí en adelante explotarían comercialmente la bravura y la mejorarían por un procedimiento de selección genética. Hoy el toro bravo constituye un patrimonio zootécnico exclusivamente hispano. La crianza del ganado de lidia es el único caso de domesticidad cuyo proceso en vez de amansar el instinto salvaje de una especie lo preserva y lo modifica.
Sus criadores tienen que evitar que estos animales se acostumbren al contacto con el hombre, con quien tarde o temprano se tendrán que enfrentar en los ruedos. Para evitar ese contacto al ganado bravo se le mantiene en el campo en grandes haciendas rodeadas por cercas alambradas que retienen al toro dentro y al hombre, que no tenga una misión que cumplir en la hacienda, afuera. En este aspecto la vida y la conducta del ganado bravo se asemeja a los animales salvajes que hoy viven protegidos en la reservas naturales, aunque a estos se les permite que evolucionen naturalmente con la mínima intervención humana.
Los ganaderos de bravo son los responsables de que exista el toro de lidia tal y como se concibe en la actualidad, porque durante estos últimos siglos han conseguido transformar un toro semisalvaje en el toro doméstico que hoy conocemos. Este cambio espectacular sólo se puede conseguir con una correcta metodología, mediante la selección y la mejora genética que han cambiado la fiereza indómita del animal antiguo por la bravura controlada del toro moderno; de esta forma los ganaderos han mejorado con brillantez el comportamiento del toro de lidia, consiguiendo un animal actual más bravo y más noble que el antiguo. Los ganaderos de lidia tienen, hoy en día, la obligación de criar un toro que, además de movilidad y fuerza, sea bravo y noble; y los animales verdaderamente bravos son los que tienen en su código genético la orden de luchar con denuedo y que se crecen ante el castigo y las dificultades de la lidia, dando una apariencia de falta de sufrimiento, e incluso de disfrute en los diferentes lances de la prueba.
El matador tiene que dominar al toro por su conocimiento y por su arte, y en la medida en que lo consigue con gracia resulta hermoso de contemplar. La fuerza le es de poca utilidad, salvo en el preciso momento de matar.
A lo largo de la historia de España, los argumentos con los que se ha venido combatiendo la fiesta de toros procedían de diferentes ámbitos, y cada etapa de esa historia ha tenido su caballo de batalla, característico y concreto, sobre la conveniencia o no de su permanencia. En los tiempos actuales para algunas personas de distintos sectores de la sociedad resulta de gran importancia, como símbolo de falsa modernidad e inconformismo, el hecho de declararse abiertamente anti-taurinos, aludiendo razones de moralidad y de sensibilidad para con los animales; a pesar de la fuerte aceptación y seguimiento que tienen los festejos taurinos, en general, y los populares, en particular, por parte de la sociedad española, cuyas fiestas y tradiciones difícilmente se pueden explicar al margen del toro de lidia. Estos festejos populares constituyen uno de los principales focos de demanda de la producción ganadera (encierros de toros de lidia, sueltas de reses, toros embolados o de fuego y toros enmaromados o ensogados). La ganadería de lidia se distingue de los demás tipos de explotaciones ganaderas porque posee un elemento diferencial en su oferta: el toro bravo, o más bien, su bravura. En esta época, y más concretamente en los tres últimos lustros, la tauromaquia popular ha tomado un impulso relevante, movida por el indudable interés que despierta en la sociedad tanto de los innumerables aficionados practicantes como de los cada vez más numerosos espectadores que acuden a las plazas pagando una entrada para presenciarlos.
El futuro de la ganadería brava se debe asociar al futuro de la Fiesta y el futuro de ésta va a depender fundamentalmente de la existencia del auténtico toro de lidia.
La cría del ganado de lidia es una cría natural, en extensivo, y, por tanto, racional y ecológica, y que si esta actividad no existiera habría desaparecido una agrupación racial genuinamente española y, posiblemente, también amplias zonas de dehesa que se mantienen gracias a que en ellas se aloja el ganado bravo.
Acercarse a la fiesta de los toros es en primer lugar, abandonar en parte este mundo. El planeta de los toros es, efectivamente, un espacio especialísimo de la cultura española, universalmente difundido, confundido y mal interpretado hasta la saciedad, de tal modo que para el neófito, adentrarse en una plaza de toros es penetrar en un mundo desconocido y casi incomprensible, donde parece que no ocurre otra cosa que la persecución de un bello animal hasta su muerte.
Las fiestas de los toros fueron en un principio exactamente eso, luchas con el toro. Sólo a partir de su celebración en plazas construidas a propósito para celebrar espectáculos taurinos tuvo lugar la evolución que ha dado lo que es hoy la fiesta: un espectáculo en el que la lucha entre hombre y animal subsiste, pero ha quedado relegada ante otros valores. Hoy en día lo que empezó como combate ha dado lugar a algo casi completamente diferente. Hay que tener en cuenta esta evolución si se desea mostrar correctamente el sentido de la fiesta. De otro modo, si nos quedamos en la superficie del enfrentamiento entre hombre y animal difícilmente podremos hacer ver la verdadera riqueza de la fiesta.
La celebración es también espectáculo en su sentido más teatral. En la plaza de toros tiene lugar una obra de teatro, con unos protagonistas y un argumento perfectamente definidos. Una obra de teatro en la que se ventilan temas tan hondos y graves como la relación del hombre con los ciclos de la vida y la muerte, o el enfrentamiento eterno entre naturaleza, razón, pasión, etc. Por la misma naturaleza de la fiesta, es la corrida de toros un espectáculo teatral especial, pues en ella la representación se tiñe de verdad, saltando, de forma fascinadora, poderosa, la barrera de lo que es verdad y mentira. En los toros sólo es admisible torear con «verdad», sin fingir, paradójicamente, sin escamotear la enjundia de lo que se está tratando delante del toro. No es un espectáculo deportivo, y sin embargo está muy cerca de serlo en la misma idea en que hoy en día pueda considerarse un deporte la caza. No obstante, es un espectáculo lejos de los deportes competitivos, en los que interesa, por encima de todo, ganar.
El toreo está, inevitablemente, más cerca del arte: no importa tanto vencer sobre el toro, sino hacerlo de una determinada forma, de una forma que tenemos que calificar, a falta de otra palabra mejor, artística. El espectáculo de los toros es, naturalmente, danza, pues la danza es en el fondo el lenguaje del toreo. Lenguaje del cuerpo del torero y el toro, que deben moverse de forma armoniosa, acompasándose el uno y el otro alrededor de la estela efímera de la muleta o el capote que agita el hombre ante la cara del animal. Y como el toreo es danza, la música es un elemento importante: los pasodobles populares que amenizan la espera antes de la salida del inicio del espectáculo y que adornan las mejores faenas, a veces exigidos a gritos por el público. Un público que entiende que la danza no puede ser muda.
La vida y la muerte, la razón y la naturaleza, lo masculino y lo femenino son los conceptos básicos que intervienen en la fiesta. Por un lado, el triunfo del torero sobre el toro supone el triunfo de la vida sobre la muerte. Remárquese al respecto el simbolismo cromático de los participantes: el torero viste un traje de colores vivos, donde dominan los tonos cálidos y de entre estos el amarillo («oro» en el argot taurino) y las diversas tonalidades del rojo y el marrón (color «tabaco», por ejemplo), pero también el verde (verde oliva, verde botella); el toro en cambio suele ser de pelaje negro (si bien no son raros los marrones e incluso el blanco). A veces también el traje del torero puede ser en parte negro (color «azabache»). En todo caso el traje del torero se denomina «traje de luces». El torero representa la vida y el toro la muerte, pero también la razón y la sinrazón, respectivamente, o la civilización y la naturaleza. En este sentido, la victoria del torero es un recordatorio de cómo el hombre vence a la naturaleza, impone su razón sobre la misma y la domina para ponerla a su servicio, incluso eliminándola. Pero toro y torero inician una danza en el ruedo. El torero no somete al animal sin más para preparar su muerte, sino que lo hace mediante una danza que no puede calificarse sino como seducción. Existe en el toreo un componente erótico evidente.
El toro, con su fuerza, su bravura, su energía salvaje y libre, simboliza al entrar en la plaza la pujanza masculina, el poder erótico sin dominar, sin socializar, sin ser sometido a las reglas de la sociedad, donde el erotismo se vive dentro de un orden familiar, por ejemplo destinado a la procreación. El torero representa a la comunidad, a la conciencia social de la misma que doma ese instinto para reconducir esa energía en un sentido positivo. El torero al matar al animal adquiere su energía y la transforma para hacerla socialmente aceptable. El espectáculo del toreo se presta, sin embargo, a interpretaciones ambiguas, pues también es posible entender que el torero, al matar el animal, penetra con su espada, símbolo fálico, en el toro, convertido en una simbólica mujer. No en vano el lugar por el que penetra la espada del torero se llama el «ojo de las agujas», es un pequeño espacio con forma de hoyo en lo alto del animal que evoca rápidamente los órganos sexuales femeninos. En todo caso, en la danza del toro y el torero se da un extraño y fascinante juego de seducción, de sorprendentes resonancias, donde amor y muerte parecen unirse misteriosamente, más todavía si la danza se ejecuta con perfección, con armonía.
Como puede verse, el sentido original de lucha del hombre con el toro debe resituarse en la perspectiva de una lucha simbólica de conceptos, por lo que el simple ejercicio de dominio sobre el toro se trasciende hasta lindar con los terrenos del arte, pues el rito ha traspasado su sentido religioso, social, hasta colocarse en el terreno de la representación, es decir, del arte. El aficionado acudirá siempre a la plaza para disfrutar de la destreza con la que se lleva a cabo la representación. El final, por conocido, importa menos, importa el cómo se lleva a cabo todo. Quizá por eso no se torea sino que se interpreta el toreo, como si fuera música. El premio no es la muerte del animal por sí misma, sino que ésta debe ser el lógico colofón a una faena, que así se llama la actuación ante el toro, un colofón que dé sentido a todo lo que se ha hecho antes.
Queda además la cuestión de la supuesta crueldad del trato dado al animal. La fiesta es cruel si se la desprende de su dimensión ritual, en la que el castigo adquiere sentido, si se deja de lado que el animal puede defenderse y que no está permitido que el torero disfrute de ventajas que el animal no pueda contrarrestar, aunque la mayor inteligencia del hombre determine su victoria sobre el toro, y, por lo tanto, la muerte, casi siempre, de éste. No es menos cruel la muerte dada a los animales destinados al consumo de carne, al contrario: éstos jamás serán tratados al nivel de un animal sagrado como lo es el toro. Por otro lado, ningún aficionado acude a la plaza a disfrutar de un espectáculo de tortura, o ensañamiento con un animal. El espectador está situado en otro lado, quizá en esa dimensión donde se cruza rito, misterio religioso y arte, por lo que el supuesto sufrimiento del animal queda trascendido. Y decimos sufrimiento porque, sin rechazar la idea de que exista dolor y sangre en la fiesta, hablar del sufrimiento del toro es un abuso del lenguaje, pues atribuye al animal una capacidad y sensibilidad propias de un ser humano, no de un mamífero con el desarrollo cerebral propio del toro.
Mediante el capote y la muleta, también llamados engaños, el torero se oculta del toro, le hurta su cuerpo para que el animal en su embestida no le arrolle. El torero agita brevemente el engaño ante el toro (a este acto se le llama citar) para provocar su embestida. El torero usa la muleta y el capote para dirigir la embestida del toro o para acompañarla si no se ve capaz de dominar el movimiento del animal. Del uso de la muleta depende la belleza de la danza de toro y torero. Pero torear es bastante más, pues a través de los engaños, de los movimientos del cuerpo y de otras operaciones, se puede y se debe controlar la embestida y el comportamiento del animal, para que resulte lo más satisfactorio posible. Como decía un famoso matador, el toro cuando sale a la plaza no sabe embestir, el torero es el que debe enseñarle. Torear consiste por tanto, en el dominio del animal.
Independientemente de las raíces profundas y antiguas de la Fiesta, que se remontan al principio de los tiempos, al alba de la historia de los hombres, de la tradición, la cultura literaria, la cultura popular, artística, monumental, poemas grandes y pequeños, refranes, lenguaje cotidiano, obra literaria de todos los estilos y tendencias, e igualmente tomando en consideración valores como el respeto al medio ambiente y conservación de la naturaleza. Por encima de análisis cuantitativos y cualitativos, se halla una forma de vivir y sentir, un manera de ser «nosotros», de todos los que lucharon y luchan por cambiar, para que la esencia de la Fiesta no cambie. Igualmente, y como prueba palpable de que la Tauromaquia transciende lo cotidiano y usual para convertirse en algo excepcional se encuentran aquellos hombres y mujeres que participaron en la evolución y mejoramiento de la Fiesta Taurina, y de todos aquellos, muchos, que dejaron su vida en la arena de una plaza de toros. Por ellos, y a pesar de muchos, damos testimonio desde antiguo de que «somos porque existimos».
Donde se ponga una buena corrida que se quita el fútbol, ¡Y los toros!
Saliste a la arena del night club
y yo te recibí con mi quite mejor
Estabas sudadita
pues era una noche que hacía calor
Te invité a una copita
y tú me endosaste el primer revolcón.
Tenías querencia a la barra
y tuve que tomar tres puyazos de ron
para sacarte a los medios
con el beneplácito de la afición
que con olés me animaba
mientras me arrimaba a tan brava mujer.
Y yo bolinga, bolinga, bolinga
haciendo frente a la situación
con torería y valor.
Y allí en la arena del night club
citando sin ventaja y contento de ron
Te ceñí la cintura
palpando tu faja con garbo y valor
entre olés, ovaciones
y aclamaciones de satisfacción.
La culpa fue del Cha-cha-chá
que tú me invitaste a bailar
Embistiendo a mi capote
yo me asomaba al balcón de tu escote.
La culpa fue del Cha-cha-chá
sí fue del Cha-cha-chá
que me volvió un caradura
por la más pura casualidad.
Salimos por la puerta del night club
cogidos de la mano para celebrar
el triunfo verdadero
del arte torero y del cha-cha-chá
que nos unió para siempre
sentimentalmente por casualidad.
Por eso la culpa fue del Cha-cha-chá
yo sé que la culpa fue del cha-cha-chá
por eso la culpa fue del cha-cha-chá.
Referencias:
-
Bergamín, José, La música callada del toreo, Madrid, Turner, 1994.
-
Cossío, José María de, Los Toros, 2 vol., Madrid, Espasa-Calpe, 1995.
-
Delgado Ruiz, Manuel, De la muerte de un dios. La fiesta de los toros en el universo simbólico de la cultura popular, Barcelona, Ediciones Península, 1986.
-
Moral, Antonio del, José, Cómo ver una corrida de toros, Madrid, Alianza Editorial, 1994.
-
El planeta de los toros, Ricardo fernández Romero.
Cros, tu mejor post, en mi opinión, desde que te leo. Me ha gustado mucho, tocas todos los aspectos que puedan estar relacionados y todos los ámbitos del complicado mundo del toro. Por no mencionar la letra con la que cierras que me encanta y es un punto y final perfecto.
Claro, que todo esto lo digo porque a mí el toreo, me parece un bello arte. Entiendo perfectamente todas y cada una de las opiniones en contra del mismo. Todas son verdaderas, irrebatibles y racionales.
Quizás por eso me embriague la primera vez que estuve en una plaza de toros, todo era irracionalmente hermoso. El ambiente casi mágico, el público con señorío, la música envolvente, los bellos toreros, y la raza de ese animal. Los pases artísticos, el movimiento similar a la danza y ese momento en que cae la luz y ese traje empieza encenderse me hicieron soñar y confrontar mi razón y mi corazón como casi siempre me pasa.
No debería gustarme, soy una mujer sensata, inteligente y a favor de la vida. Pero no puedo más que compartir la frase de mi admirado Sabina, que creo que define muy bien, estos sentimientos contrapuestos.
«No me gustan los toros, ´porque no soy una vaca. Me gusta el arte del toreo.»
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