Los milagros

Los Evangelios relatan unos cuarenta milagros obrados por Jesús: veintidós, Mateo; diecinueve, Marcos; catorce, Lucas y siete (número sagrado), Juan. No siempre son los mismos: de los siete que cuenta Juan, seis no los mencionan los otros tres. Pero todos indican que hubo otras intervenciones milagrosas, «muchas», dice Juan. La mayoría se refieren a curación de enfermos: ciegos, paralíticos, leprosos, sordomudos y una mujer que padecía hemorragia crónica. Otros milagros desafían las leyes de la Naturaleza: Jesús calma la tempestad, multiplica los panes en el desierto para las multitudes y hace resucitar a los muertos.

Las únicas fuentes de información sobre estos milagros son los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Un texto judío, el Talmud babilónico, indica, no obstante, que Jesús fue ejecutado por practicar la «hechicería», lo que, cuando menos, podría confirmar que ejercía una actividad similar a la de los curanderos y exorcistas.

Si nos guiamos por la extensión de los relatos que los evangelistas les consagran, vemos que éstos atribuían cierta importancia a los milagros. Sobre todo, Marcos: dejando aparte los capítulos de la Pasión, la descripción de los milagros ocupa el 47 por ciento de su texto. No obstante, detalle interesante, los evangelistas nunca utilizaron para describirlos la palabra griega terata, que significa «prodigios asombrosos», sino la expresión más modesta dynameis, es decir, «actos de poder» o también, Juan, sêmeia, «señales».

Ciertamente, a veces se entusiasmaban, se les iba la mano multiplicando estos actos de poder. La curación de un ciego y un poseso que relata Marcos se convierte en la de dos ciegos y dos posesos según Mateo; las cuatro mil personas a las que, según uno, se alimenta de pan en el desierto, se convierten en cinco mil en el texto del otro. Y las sobras aumentan más todavía. Uno dice que llenaron cinco cestos y el otro, que llenaron doce. Lo que hace sospechar que, una vez escritos estos textos, otros fieles, movidos por un exceso de celo, bien pudieran haber introducido otros añadidos.

A juzgar por los Evangelios, la actitud del propio Jesús respecto de los milagros era ambigua. Por un lado, responde a los enviados de Juan que, efectivamente, él es «el que tiene que venir» y, para demostrarlo, enumera una serie de milagros (los paralíticos andan, los ciegos ven, etc.), lo que, en parte, es un cita de Isaías. Por otro lado, casi siempre hace milagros a la fuerza o, por lo menos, no por iniciativa propia. En ningún caso se comporta como un mago o un prestidigitador que intenta atraer a los transeúntes: ¡Acercaos y mirad lo que hago!.

Al contrario, Jesús se esconde. Le llevan a «un sordo y tartamudo» y él lo toma «aparte de la turba» para curarlo. En Betsaida le llevan a un ciego, rogándole que «le tocara». Él lo toma de la mano, lo saca fuera de la aldea, lo cura y lo envía a su casa con esta recomendación: «Cuidado con entrar en la aldea». Cuando un leproso se prosterna ante él, implorando la curación, y la obtiene, Jesús le pide que «no diga nada a nadie».

Con frecuencia, cuando se le pide que haga un milagro, como se pide a un embajador que presente sus cartas credenciales o a un sospechoso que acredite su identidad, él se impacienta. Marcos, inmediatamente después del relato de la multiplicación de los panes, cuenta que los fariseos exigen a Jesús una señal del cielo (como si aquello no les bastara, como si se resistieran a creerlo o vieran en aquella súbita abundancia de panes una señal venida no del cielo sino de otro sitio, de Satanás, por ejemplo).Entonces él, «exhalando un profundo suspiro, dijo: ¿Por qué esta generación pide una señal? En verdad os digo que no se dará ninguna». Lo que puede significar también: puesto que os obstináis en no creer, tened la seguridad de que no haré milagro alguno para complaceros; yo sólo me decido cuando ello tiene utilidad. Es el mismo lenguaje que Jesús utilizó con el diablo cuando éste le pedía que convirtiera las piedras del desierto en panes. La misma impaciencia manifiesta, en el mismo momento (después de la multiplicación de los panes), según el Evangelio de Mateo, pero de forma más amenazadora: «Por la tarde decís: Buen tiempo, si el cielo está arrebolado. Y a la mañana: Hoy habrá tempestad, si en el cielo hay arreboles oscuros. Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no sabéis discernir las señales de los tiempos. Esta generación mala y adúltera busca una señal, mas no se le dará sino la señal de Jonás».

Ante el milagro, nuestra propia generación observa dos actitudes. Unos están ávidos de misterios y prodigios, que reconfortan su fe en lo sobrenatural. Para otros, los milagros que relatan los Evangelios son más un obstáculo para la fe que una incitación a creer. No niegan la existencia de Jesús, lo que él dijo les interesa, hasta les entusiasma, y se sienten dispuestos a poner en práctica sus enseñanzas, en la medida en que les sea posible. ¡Pero los milagros…!

Lo extraordinario varía con el tiempo. Lo que para un contemporáneo de Jesús era un prodigio hoy puede parecer banal. La psiquiatría moderna explica o provoca curaciones que antaño hubieran sido consideradas milagrosas; concretamente, en sordos, ciegos, epilépticos o paralíticos, casos que se citan frecuentemente en los Evangelios. Pero resulta inoperante para la lepra o las discapacidades congénitas.

Lo extraordinario existe todavía. Muchas personas han experimentado, o presenciado, fenómenos inexplicables que les haría pasar por crédulas o desequilibradas. Y las explicaciones racionales de tales fenómenos recurren a tantas hipótesis y coincidencias fortuitas que acaban por parecer más fantásticas que el hecho en sí. Creemos firmemente en todas las virtudes de la ciencia, que ya ha explicado muchas cosas y estamos seguros de que acabará explicándolo todo, pero también sabemos que la ciencia enseña, junto a verdades indiscutibles y desmitificadoras, errores de peso. «Cuando, tras miles y millones de años, nuestra especie se extinga sobre la tierra, el hombre seguirá reducido a rumiar su ignorancia y machaconear su incomprensión».

Otra actitud, muy actual, es la de pensar que el milagro es «inaceptable para el hombre moderno», actitud que peca de exceso de globalidad; el retrato-robot del hombre moderno, dueño de sí mismo y del universo y seguro de su victoria, es muy engañoso.

Quien cree en la existencia de Dios no puede imaginar que no intervenga en ningún momento ni lugar, directamente o por delegación, en los asuntos del mundo y de los hombres. «Tener fe es contar confiadamente con que el poder de Dios no ha llegado a su límite cuando se han agotado las posibilidades humanas». En el lenguaje publicitario, podríamos decir que Dios es el «más» en todo, un «más» de proporciones infinitas.

El milagro, o lo que hemos dado en llamar milagro, no era muy sorprendente en el mundo antiguo. El hombre, que no conseguía dominar la naturaleza, trataba de halagarla para obtener sus favores, de conquistarla por la magia, de traficar con las fuerzas oscuras que la gobernaban, ofreciendo sacrificios a cambio de curaciones, de lluvia o de buen tiempo. Los magos, los brujos, los sacerdotes encargados del culto de los ídolos se esforzaban con ahínco por dominar a estas fuerzas oscuras, conjurar la suerte y leer el futuro.

Cierto, los judíos se distinguían de los otros pueblos de la cuenca mediterránea en que creían en un Dios único y no en decenas de ídolos. Para ellos, por lo menos, en principio, no tenía sentido consultar las entrañas de los pollos, lanzar piedras al agua ni ejercitarse en cualquier otra práctica de magia. Éstas, al igual que todas las formas de espiritismo o de adivinación, estaban castigadas con la muerte por la Torá. Sólo en principio, porque el Antiguo Testamento cuenta, entre otras, la historia de Saúl, el primer rey de Israel que, desesperado por la desgracia que se ceba en él, se disfraza para ir a implorar a una hechicera que consulte su espectro. Mala suerte: el que aparece es el profeta Samuel, que anuncia que Saúl, su dinastía y el ejército de Israel están condenados a desaparecer; y así sucede, a partir del día siguiente.

La historia religiosa de los judíos se configura, pues, en el continuado esfuerzo de profetas y sacerdotes por despojar a la naturaleza de las fuerzas oscuras que, según los primitivos, la habitaban y explicar a su pueblo que la magia no tenía poder para obligar al Dios único. Este esfuerzo constante era eficaz. Pero, a la menor desgracia, resurgía la mentalidad primitiva, que nunca quedaba extirpada del todo. Aún recorrían el país magos y adivinos (los rohé). Los exorcistas trataban de expulsar a los demonios, es decir, casi siempre de apaciguar a los nerviosos y a los perturbados. Los enfermos acudían en busca de la curación a los manantiales y piscinas milagrosas, como la de Betzata, la célebre piscina de cinco pórticos de Jerusalén, de la que habla el Evangelio de Juan. Se decía que el primer cojo, ciego o impotente que bajara a ella después de que «el ángel del Señor» agitara el agua, sanaba de su mal. Piscinas que prestaban poco más o menos el mismo servicio que ésta, existían en todo el mundo que había conocido la influencia griega. En Corintio, en el templo de Esculapio, dios de la medicina, se ha encontrado una inscripción, firmada por Hermódicos, que reza: «En agradecimiento por tus bondades, oh, Esculapio, te dedico esta roca, que he levantado con la sola fuerza de mis brazos y que será, a los ojos de todos, el testimonio de tu poder. Porque, antes de ponerme en tus manos y en las de tus hijos médicos de tu templo, yo sufría una enfermedad terrible: tenía un absceso en el pulmón y los dos brazos paralizados. Tú me  convenciste de que podría levantar esta roca; yo te obedecí y me curé». Algunos discípulos de Esculapio trataban a los enfermos de la misma manera que Jesús, imponiendo las manos, orando o pronunciando fórmulas misteriosas. Era la medicina de la época.

En este clima, los milagros atribuidos a Jesús sorprendían menos de lo que nos sorprenden a nosotros. Los hombres y mujeres a los que él se dirigía, continuamente oían hablar en la sinagoga del mar Rojo que se abría por la mitad, de la lluvia de fuego y del hundimiento de las murallas de Jericó. Comparado con esto, que un sordo oyera o que a la suegra de Pedro le bajara la fiebre, no tenía nada de impresionante. Si Jesús se hubiera propuesto demostrar algo con ello, no lo hubiera conseguido.

Pero los evangelistas no se cansan de explicar curaciones (silenciados, ora uno ora otro, milagros mucho más importantes, como la resurrección del hijo de la viuda de Naim, que sólo narra Lucas, o la de Lázaro, que no encontramos más que en el Evangelio de Juan).

También las comunidades cristianas primitivas atribuían mucha importancia a los milagros. Según los Hechos de los Apóstoles, después de Pentecostés, Pedro, que semanas antes no las tenía todas consigo, declara a los judíos que Dios ha «acreditado» ante ellos a Jesús el Nazareno «por los milagros, los prodigios y las señales que ha obrado a través de Él».

Detengámonos en la palabra «acreditado». Para los hombres y mujeres a los que se dirige Pedro este día, nadie puede ser considerado profeta si no hace milagros. Una y otra actividad van de la mano, incluso entre los falsos profetas. El mismo Jesús, cuando predice la ruina del Templo, las peores calamidades para Judea y una lluvia de desgracias para sus discípulos, anuncia la aparición de «falsos profetas que harán señales y prodigios para inducir a error, si fuere posible, aun a los elegidos».

En un primer momento, los Evangelios relatan pues las actividades milagrosas de Jesús, a fin de hacerlo reconocer, de «acreditarlo» como profeta. E insisten, incluso, con machaconería: Mateo asegura que «a todos los que se sentían mal los curaba». Después, cuando les parece que este extremo ha quedado claro, lo presentan como un profeta único en su género. Es una pedagogía orientada concretamente a griegos, que disponen de una pequeña multitud de dioses sanadores y salvadores.

Encontramos en los Evangelios cuatro grandes milagros sobre la naturaleza: el apaciguamiento de la tempestad, el caminar de Jesús sobre las aguas, la multiplicación de los panes y la resurrección de los muertos.

La mayoría de estos milagros presentan analogías con escenas del Antiguo Testamento. Dios, en el salmo 65, «aplaca el furor de los mares, y el estrépito de las olas y el tumulto de los pueblos». En el libro de Job, «camina sobre las crestas de la mar». En el relato del Éxodo, alimenta a los hebreos en el desierto esparciendo el maná. En el primer Libro de los Reyes, Elías resucita al hijo de una viuda y, en el segundo, Eliseo hace otro tanto con el hijo de la sunamita, una israelita notable (que ya se había beneficiado de un milagro, ya que Eliseo le había permitido engendrar a este hijo cuando ella, al igual que Isabel, la prima de María, desesperaba de ser madre porque su esposo era muy anciano). El mismo Eliseo llena milagrosamente de aceite unas vasijas vacías y multiplica veinte panes de cebada para alimentar a cien personas: «Así dice Yavé: Comerán y sobrará».

De todas estas similitudes, se podría concluir que los evangelistas, al contar estos «milagros sobre la naturaleza» quisieron mostrar que Jesús actuaba como los grandes profetas y poseía los poderes atribuidos a Dios en el Antiguo Testamento.

Referencias: “JESÚS” – Jacques Duquesne

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Una respuesta a Los milagros

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