Dándole cuerda a mi viejo reloj de pared, rememoro mis andanzas adolescentes y mis estratagemas pubescentes en pos de conseguir que mi adorado y mimado péndulo volviera a oscilar armónicamente en la pared de mi salón.

Recuerdo que, tras llorar como una mujer lo que no pude defender como hombre, me esmeraba en dar cuerda a mi reloj sin saber a que hora ajustarlo. Elegía una hora al azar y tomaba nota de ella en mi cuaderno de trabajo.

Inmediatamente partía, raudo y veloz, camino de la casa de mi vecina (sin importarme el tiempo que tardaba en el trayecto) y cuando mi tierna vecina abría la puerta, clavaba mis ojos en su preciso reloj de pared. Anotaba minuciosamente en mi cuaderno de trabajo la hora que ese reloj había impreso en mis retinas.

Tras pasar un buen rato (corto o largo, eso da igual) en tan agradable compañía, me marchaba a mi casita dejando impreso en mi cuaderno la hora exacta de mi salida.

De vuelta a mi casa anotaba, por último, la hora que marcaba mi reloj a mi llegada.

Sea:

= Tiempo total desde que salí hasta que llegué a mi casa.

= Tiempo total que pasé en casa de mi vecina.

= Tiempo total que eché en el camino (ida + vuelta).

.

Como el Tiempo total que estuve fuera de mi casa lo conozco (conozco la hora que marcaba mi reloj al salir y al entrar), como conozco el Tiempo total que estuve en casa de mi vecina (conozco la hora a la que entré y salí de su casa):

.

Y la hora exacta a la que tengo que poner mi reloj es: .

Siendo = la hora a la que salí de casa de mi vecina.

Queda claro que las vecinas sirven para algo más que para pedirles sal.