A medida que él habla, las amenazas se multiplican. Un día come en casa de un fariseo y no tarda en suscitarse una discusión, porque Jesús no ha empezado por las abluciones de ritual. Su anfitrión se asombra y los doctores de la Ley (sus intérpretes titulados), también. Respuesta de Jesús a los fariseos: «Vosotros limpiáis la copa y el plato por defuera, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad». Y luego, a los doctores de la Ley: «Vosotros echáis pesadas cargas sobre los hombres y vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis».
La comida, por supuesto, termina mal. Jesús sale. Los otros, según el Evangelio de Lucas, «comenzaron a acosarle terriblemente» y a tenderle trampas «para sorprenderle en algo que saliera de su boca», ridiculizarle e inducirle a contradecirse o a blasfemar.
Un poco después, según el mismo evangelista, cuando Jesús va camino de Jerusalén, se le acercan unos fariseos para advertirle: «Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte». Quizá les mueven buenas intenciones. Pero los estrategas también podrían decir que practican la disuasión. En cualquier caso, no podemos dejar de observar la escalada del conflicto.
¿Por qué esta amenaza contra un hombre que repite en todos los tonos, de pueblo en pueblo, el mismo mensaje de amor total?
Hay varias respuestas a esta pregunta. La primera está relacionada con la actitud de Jesús hacia la Torá, la Ley de Moisés, actitud aparentemente contradictoria.
Por un lado, Jesús dice: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla». Y con frecuencia se comporta como un buen judío: cita las Escrituras, observa la mayor parte de las costumbres (aunque se toma libertades con el sábado), practica casi siempre las abluciones rituales de purificación (de lo contrario, los rigoristas fariseos nunca le hubieran invitado a su mesa) y lleva flecos en sus vestidos. Sí, se observan en él ciertas infracciones a la Ley y, sobre todo, a las reglas dictadas por los escribas y los doctores, pero no es el único, ni muchos menos: por ejemplo, ciertos judíos de la época consideran «intolerable» llevar flecos en el vestido. No olvidemos que este mundo está un tanto dividido incluso en lo que atañe a la observancia de los preceptos religiosos.
Pero he aquí la contradicción. En el célebre Sermón de la Montaña, Jesús proclama: «Habéis oído que fue dicho a los antiguos: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen». Y cinco veces repite el: «Pero yo os digo…». Él contrapone, pues, su propia autoridad a la de la Ley y los profetas. Ahora bien, Moisés no pretendía ser autor de la Ley: ésta le había sido trasmitida por Dios en el monte Sinaí. Los profetas no pretendían ser autores de sus palabras ni de sus imprecaciones; cuando enunciaban preceptos o denunciaban abusos, no dejaban de agregar: «Así habla Yavé», u: «Oráculo de Yavé». Jesús habla en su propio nombre.
Del mismo modo, perdona los pecados. Ningún profeta se hubiera permitido una audacia semejante, ya que, a sus ojos, ésta era prerrogativa de Dios. Ellos se limitaban a aconsejar a sus oyentes que hicieran penitencia, para que Dios les perdonara. Jesús manifiesta que le han sido perdonados los pecados a la mujer que le seca los pies con sus cabellos durante una comida en casa de Simón, el fariseo, que se escandaliza. Y ni siquiera le exige penitencia: «Sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho». Y a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Salva la fe, no la penitencia, ni el sacrificio. Pero los convidados se preguntan: «¿Quién es éste, para perdonar los pecados?».
Él se atribuye los poderes de Dios. Y se dice portador de una nueva revelación, de un nuevo mensaje de Dios a los hombres. «Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado». Esto aún podría pasar: así hablan los profetas. Pero él añade: «Yo y mi Padre somos uno». Y el evangelista Juan, siempre dispuesto a aprovechar la ocasión para hacer teología, explica: «No sólo quebrantaba el sábado, sino que decía a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios».
En realidad, la contradicción que acabamos de detectar importa poco. En efecto, si Jesús dice que viene a «consumar la Ley», ello significa que ésta no ha alcanzado su forma definitiva, que era un esbozo, un apunte, un grano de mostaza que debía desarrollarse. Tanto si la Ley está superada como si es cuestionada directamente ya no tiene autoridad: la Torá está menoscabada. Y, menoscabada la Torá, surge una nueva imagen de Dios y también podría estar amenazado el poder político-religioso del Templo. Con el tiempo, aunque los oyentes de Jesús no sean conscientes de ello, hasta la misma identidad nacional de Israel será puesta en tela de juicio por este desfase de la Ley.
La imagen que imperaba entonces es la de un Dios juez y legislador, que recompensa a cada cual según sus méritos (un comerciante con el que se intercambia una oración por una gracia). A cambio de un sacrificio o de una lamentación, él te concede automáticamente tu petición, una curación, un éxito, una reconciliación. La parábola de los obreros de la hora undécima, que cobran el mismo jornal que los de la hora prima, indica claramente que el Dios anunciado por Jesús no lleva la cuenta exacta de los méritos, que no está sujeto a una mecánica regulada de antemano según la cual la recompensa seguiría automáticamente a la buena acción y el castigo, a la mala.
La verdadera faz del Dios de Jesús es la del Padre. Cuando Jesús enseña a rezar a sus discípulos, les hace decir «Padre nuestro». Esta oración presenta analogías con el Kaddish, una de las pocas oraciones judías en arameo. Es la plegaria del judío Jesús, la paternidad de Dios no es tema dominante del Antiguo Testamento ni del judaísmo del siglo I.
La palabra «Padre» suscita muchas imágenes diferentes. Ahora bien, la mayoría de especialistas opinan que Jesús utilizaba más bien el arameo Abbá, que significa «Papá». El «Padre» del Evangelio de Lucas no sería la traducción griega de Abbá. La noche de Getsemaní, después de la Cena, cuando Jesús es presa del miedo a la muerte y de la sensación de fracaso, Marcos le hace decir Abbá antes de agregar la palabra griega. Abbá es palabra de niño.
Así pues, para abordar a este Dios hay que comportarse como un niño. El evangelista Marcos cuenta una escena que, a este respecto, dice lo esencial. Jesús está predicando, como de costumbre. Le llevan a unos niños, para que los toque, que les imponga las manos. Sus compañeros se oponen, tratan de apartar a las madres que se apiñan, llevando en brazos a niños que balbucean o quizá lloran. Y entonces Jesús se enfada. Se irrita. «Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él». Y entonces abraza a los niños y los bendice imponiéndoles las manos.
Hay que comprender a los discípulos. El niño, en aquella época y en aquella sociedad, no es un rey colmado de atenciones como hoy. Tiene más deberes que derechos: debe honrar al padre y a la madre, temer al padre y a la madre. «El hijo sabio es la alegría de su padre; el hijo necio, la tristeza de su madre», dice la Biblia. Y también: «La vara y el castigo dan sabiduría; el muchacho consentido es la vergüenza de su madre». Hay que señalar que, en materia de religión, los niños no ocupan sino un lugar muy pequeño, ya que no pueden respetar la Ley. Jesús, por el contrario, los sitúa en lugar preferente, ellos son los primeros en entrar en su nueva sociedad, el Reino de Dios. También tienen prioridad los ciegos, los cojos, los paralíticos, los leprosos, las prostitutas, todos los más o menos marginados y excluidos. Con la condición de que tengan alma de niño, es decir, que sean capaces de abrirse al don de Dios, el amor de su Papá.
El Padre del hijo pródigo no espera a que éste se arrepienta, se haga su siervo, se arrodille a sus pies o implore su perdón. No le sermonea diciendo: «¿Lo ves? Te empeñaste en hacer tu voluntad… Ya te lo decía yo». El Padre llora de alegría y abraza al hijo recuperado. Lo único que espera de él es que encuentre su alegría en la bondad de su padre. ¡Y que empiece la fiesta!
He aquí, pues, a un personaje, Jesús, que, al tiempo que subraya la exigencia de Dios (la exigencia del amor), desmiente la idea de un Dios juez y legista, tan útil para el mantenimiento del orden en este mundo. Además, el mismo Jesús no tiene empacho en decir: «Antes de que Abraham fuera, fui yo», que se atreve a hacerse «igual a Dios», como dice Juan, que reclama para sí el mismo tratamiento que para el Padre. Lo asombroso es que, en el mismo momento en que pronunciaba estas palabras, no fuera linchado por los judíos indignados, sin otra forma de proceso, y lapidado. Pero, si leemos atentamente los Evangelios, da la impresión de que varias veces Jesús escapó de milagro.
Semejante imagen de Dios y la afirmación de la íntima relación de Jesús con Dios no sólo parecían blasfemas a muchos de sus oyentes sino que tenían consecuencias muy prácticas para el poder político-religioso, el Templo. Porque, desde luego, un Dios semejante no necesita sacrificios: mucho después, éste será uno de los grandes reproches que un filósofo como Nietzsche hará al cristianismo. La tradición bíblica ya había suprimido el sacrificio humano al mostrar a Dios sujetando el brazo de Abraham que iba a sacrificarle a Isaac, su hijo. Pero Juan el Bautista marcó un nuevo hito al proclamar que tampoco el sacrificio de animales era necesario, algo que Jesús corroboró plenamente. A sus ojos, los sacrificios son idólatras. El llamado Evangelio de los ebionitas, por el nombre de una secta judeocristiana que negaba la filiación divina de Jesús, llega a atribuirle incluso esta declaración: «He venido a suprimir los sacrificios, y si vosotros no os apartáis de los sacrificios, la cólera no se apartará de vosotros». Muchos especialistas opinan que hay que situar esta frase en el contexto de una polémica entre los judíos y las primeras comunidades cristianas, pero la misma existencia de tales polémicas denota la importancia de la cuestión de los sacrificios. No son Juan el Bautista y Jesús los primeros en combatirlos. Antes que ellos, el profeta Oseas había dicho: «Prefiero la misericordia al sacrificio». Y los esenios pensaban lo mismo de los sacrificios rituales, por lo menos de los que se ofrecían en el Templo, ya que entre ellos también los practicaban.
La condena de Jesús es tajante y atañe tanto a las finanzas como a las prácticas religiosas del Templo, es decir, a su autoridad. Suscita la hostilidad de todos los que viven del Templo: desde el sumo sacerdote hasta los levitas, los vendedores de palomas y los habitantes de Jerusalén. Mucha gente. Para no hablar de los romanos, que encontraban muy cómodo apoyarse en la autoridad del Templo. Y cuando Jesús pase a la acción, cuando expulse a los mercaderes del templo, incidente limitado pero significativo, cuando anuncie su destrucción, provocará el odio sin paliativos.
Otros judíos, menos ligados al Templo e incluso críticos para con él, rápidamente engrosaron las filas de los adversarios de Jesús. Y es que su predicación, que convulsiona la religión de Israel, hace peligrar, piensan, la existencia misma de esta pequeña nación, ocupada por los romanos y aislada en un mundo mediterráneo dominado por la cultura griega. Estos fieles, estos obstinados, han mantenido contra todo y contra todos la fe en un Dios único y se han negado a hincar la rodilla ante los ídolos que eran adorados en todos los demás países, incluido el de sus conquistadores. Y lo consiguieron gracias, en parte, a un complejo andamiaje de creencias, ritos y obligaciones. Si estas obligaciones no se respetan o si se consideran sólo como secundarias, puede desmoronarse toda la estructura.
A los ojos de estos hombres, todo estaba ligado. Por ello, a los paganos que entraban en las comunidades judías les hacían aceptar todas las obligaciones de la Ley sin excepción. Contrariamente a lo que suele creerse, Israel no pretendía guardar a su Dios como una propiedad exclusiva. ¿No había prometido a Abraham bendecir en él a «todas las familias de la tierra»? Y ya es sabido lo que le pasó a Jonás, que fue castigado por haberse negado a ir a anunciar el Dios único a los paganos de Nínive. Pero no todos los judíos habían aprendido todas las lecciones. Algunos retenían de la Biblia sobre todo la frase del libro del Sirácida que se había convertido en uno de los textos preferidos del judaísmo: «Si haces el bien, sabe a quien lo haces, y se te agradecerán tus buenas obras. Haz el bien al piadoso, y hallarás tu recompensa, sino de parte de él, de parte del Altísimo […]. Porque el Altísimo detesta a los pecadores e infringe a los impíos el castigo que merecen. Da al bueno, pero no acudas en ayuda del pecador».
Todo lo contrario de la doctrina de Jesús. Pero esta rigidez puede explicarse por el conocimiento de ser depositarios de la verdad absoluta y albergar unos valores cuya calidad e importancia contaban mucho más que la existencia misma de las doce tribus de Israel. Para preservar este depósito había sido elegido este pueblo, y él y sólo él había concertado con Dios alianza tras alianza. Y ahora este Jesús podía comprometerlo todo lanzando al pueblo a la aventura. Sí, se podían admitir muchas de sus enseñanzas, se podían admirar muchos de sus actos, pero era un idealista, un utópico, inconsciente de los peligros que corrían la nación y su sagrado depósito. Si se le dejaba continuar, acabaría por arrastrar al pueblo, a los campesinos, a la gente de los pueblos, inculta y analfabeta, bastante proclives de por sí a apartarse de la Ley y de sus preceptos.
Así pensaban, concretamente, los fariseos. Porque ellos se sentían investidos de una doble misión: purificar el judaísmo de toda la escoria, de las desviaciones introducidas por la casta sacerdotal corrupta y prorromana de los saduceos, y también preservar su integridad. Estos pequeños notables, comerciantes y artesanos la mayoría eran unos seis mil, según el historiador Flavio Josefo, pero controlaban las sinagogas y, como vituperaban las costumbres disolutas de los saduceos, atraían a sus filas a muchos oprimidos, frustrados y envidiosos. Tanto más por cuanto que reivindicaban una mayor participación de los laicos en el ritual del Templo. Los fariseos habían conseguido de los sacerdotes algunas exigencias: «La opinión de los saduceos es […] que lo único que estamos obligados a hacer es observar la Ley -escribe Flavio Josefo-. Pero cuando son elevados a los cargos y honores, se ven obligados, incluso contra su voluntad, a amoldarse a la conducta de los fariseos, porque el pueblo no consentiría que se resistieran a ello». Que esta influencia daba cierta altanería a los fariseos es indudable: pretendían ser los verdaderos herederos de los profetas encargados de trasmitir la revelación divina, y excluían de esta función incluso a los sacerdotes.
Obsesionados por la necesidad de preservar esta revelación hecha por Dios a su pueblo, los fariseos consideraban que el estudio de la Ley y de los múltiples comentarios transmitidos de siglo en siglo era el primer deber y la más noble ocupación de todo judío, mucho más incluso que la construcción del Templo. Y como creían que todo el universo era sagrado, que cada gesto que se hacía y cada palabra que se pronunciaba afectaba a lo sagrado de una u otra manera, no cesaban de multiplicar los preceptos. Hasta caer en lo irrisorio y ridículo. Pero no siempre: porque trataban de evolucionar, de adaptar algunos ritos y preceptos a los movimientos de la sociedad. Los esenios, más intransigentes todavía, los tachaban de «buscadores de aligeramientos». Pero la mayoría de los esenios permanecían en su apartado Qumrán, mientras que Jesús iba de sinagoga en sinagoga y trataba directamente a los fariseos.
Es indudable que el celo religioso de éstos lo sedujo. Los fariseos, además, creían en la resurrección de los muertos, que él anunciaba, insistían también en el papel de la divina providencia y atacaban a la aristocracia del Templo, lo mismo que él. Con frecuencia, sus opiniones convergían. No obstante, una lectura rápida de los Evangelios los hace aparecer como los más encarnizados adversarios de Jesús.
Y es que todo movimiento, toda organización, está muy sensibilizada a la competencia del movimiento u organización más afín, ya que lo esencial es distinguirse. Ello se observa con claridad durante las campañas electorales. Por lo tanto, es probable que las primeras comunidades cristianas, cuyas creencias y opiniones forzosamente influyeron en la transmisión de los hechos y los gestos de Jesús y la escritura de los Evangelios, exageraban sus discrepancias con los fariseos. También es posible que algunas traducciones hayan deformado las palabras de Jesús.
Jesús muestra hacia algunos de ellos una severidad extrema: «Por fuera parecéis justos a los hombres, mas por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad».
¿Se trata de una condena general?
Para los esenios todos los fariseos estaban cortados por el mismo patrón: «Siguieron a falsos profetas y se tambalean como insensatos, pues sus obras no son sino mentiras». Pero no era éste el pensamiento de Jesús. Él sólo reprueba a los que dicen y no hacen. Tiene entre los fariseos amigos que le invitan a su mesa. Uno de los más influyentes, Nicodemo, que pertenece a una importante familia de Jerusalén y que hoy vendría a ser como un teniente de alcalde de esta capital, le hace este reconocimiento: «Sabemos que has venido como maestro de parte de Dios, pues nadie puede hacer esos milagros que tú haces si Dios no está con él». Pero Nicodemo se reúne con Jesús de noche, porque toda prudencia es poca, y ello da idea de los riesgos a los que se expone el galileo y quienes le siguen.
Es decir, entre los fariseos no hay unanimidad a propósito de Jesús, sino más bien «disensión», como dice Juan, al relatar una discusión que se suscita entre ellos después de que Jesús curase al ciego de nacimiento. Este caso denota cómo está cargándose la atmósfera en torno a él. Porque los fariseos, después de mucho discutir sobre el milagro, deciden hacer una investigación, antes de definirse. Cuando interrogan a los padres del ciego de nacimiento, éstos se inhiben: preguntadle a él, que edad tiene para responderos. Se llama entonces al hijo, que no puede sino decir que era ciego y ahora ve. Sí, pero ¿por qué? Y entonces el buen hombre: «Jamás se oyó decir que nadie haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si éste [Jesús] no fuera Dios, no podía hacer nada». Y ellos, furiosos, le echaron fuera.
Escena capital. Porque es ahí donde les duele a los fariseos. Que Jesús repruebe su santurronería, su archiescrupuloso respeto de los preceptos más injustificados, pase: no es el primero, no es una novedad. Que acuse a algunos de ellos de tener el corazón duro como una piedra y la cabeza más grande que una calabaza, a pesar de que pretenden alabar a Dios con humildad y respetar el mandamiento del amor, tienen que admitirlo, porque todo el mundo sabe que es la verdad. Pero que pretenda «venir de Dios» y que hasta un pobre diablo como este ciego de nacimiento (y, si lo es de nacimiento, será para expiar los pecados de sus padres, gentes, por lo tanto, poco recomendables) lo repita, es inaceptable. Así lo dicen a este desgraciado que, hasta su curación, se pasaba el día mendigando por los alrededores del Templo. Ellos son discípulos de Moisés, y Dios habló a Moisés y punto. Ahora bien, Jesús afirma que su poder le viene directamente de Dios, es decir, que está por encima de Moisés. También pretende perdonar los pecados, cuando Dios es el único que puede perdonarlos. Por lo tanto, injuria a Dios al usurpar su lugar. Intolerable.
Sin duda, en Israel, los fariseos se cuentan entre los más fervorosos, los má abiertos, pero esto no pueden admitirlo. Y así se lo reprocha Jesús a continuación de esta escena. Algunos permanecen a su lado cuando el ciego curado, después de que lo echaran, viene a contarle sus cuitas. Y estos fariseos le preguntan (no se sabe si en son de burla o con buena fe): «¿Somos nosostros también ciegos?». Respuesta: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero ahora decís: Vemos, y vuestro pecado permanece». Vosotros creéis saber, os obcecáis en vuestra certidumbre, creéis tan firmemente en el Dios de Moisés que no podéis aceptar el nuevo mensaje ni mucho menos al nuevo mensajero que él os envía y que no es otro que él mismo.
Jesús concluye: cometéis pecado.
Ellos concluyen: si se dice Dios, si se cree Dios, blasfema.
El judaísmo prohíbe la representación de Dios en imágenes o estatuas, por temor a la idolatría. El judaísmo recomienda no pronunciar el nombre de Dios, por respeto a su majestad. ¡Y ahora se propone a estos fariseos que reconozcan a un hombre como Dios! El simple enunciado de tan monstruosa hipótesis constituía una de esas blasfemias que impulsaban irresistiblemente [a los judíos] a echar mano de las piedras vengadoras. No cabía mayor blasfemia.
Por esta razón religiosa, los fariseos acabarán por aliarse a los saduceos y a los herodianos, a los que aborrecen, a las gentes del Templo que se oponen a Jesús por motivos políticos porque temen perder su poder. Aliarse o, quizá, simplemente, dejarles hacer, mantenerse neutrales. Lo que provocará la muerte de Jesús.
Referencias: “JESÚS” – Jacques Duquesne