El poder de la intuición (I)

Fue un genio en infinidad de campos; todo lo que tocaba se convertía en «oro». Su infinita curiosidad le llevó a buscar las respuestas incluso a preguntas que hasta el momento nadie se había planteado.

Cuando Leonardo nació, el Renacimiento italiano estaba brotando; y él sería uno de los titanes que le concedería mayor esplendor. En aquella época realmente todo se hallaba por descubrir.

Leonardo da Vinci abrió los ojos y vio. A partir de este momento, en lugar de formular preguntas a quienes no se las podían brindar, buscó las respuestas por sus propios medios. Las tenía a su alrededor. Observando fijamente, con la mente relajada, fue desarrollándose su intuición. ¡Mágica intuición!

Leonardo buscó la perfección, ¡y la obtuvo! Toda la vida la sometió a esta sublime empresa: la superación permanente. Para ello debió de entregarse a unas experiencias que constituyen una aventura casi épica, sobre todo en el terreno intelectual.

Leonardo nació a las tres de la madrugada de un sábado, que correspondió al 15 de abril de 1.452. Hacía mucho calor en la aldea toscana de Vinci. La casa no podía ser más humilde, debido a que Caterina, la joven madre, era una sencilla moza de taberna, acaso demasiado hermosa para su edad. Por eso había sido seducida por ser Piero (Messer Piero Fruosino di Antonio da Vinci), un joven notario, que se negó a casarse con ella, aunque asumió el compromiso de correr con los gastos de manutención de la criatura que viniese al mundo.

Las gentes comenzaron pronto a advertir que el bastardo era un joven demasiado singular. No le gustaba participar en los juegos de los otros niños, ya que prefería escapar al campo y a la montaña, donde llegaba a desaparecer días enteros. Pastores, leñadores y caminantes que pudieron verle, contaban que siempre se hallaba como abstraído, quieto y mirando a un mismo punto sin parpadear. Actitud que se consideró propia de un pequeño brujo.

Años más tarde, ser Antonio (padre de micer Piero) redactó un documento en el que hacía un reconocimiento público de su nieto. El jovencito se vio separado de su madre legítima, para que fuese educado en la gran casa de monna Lucia di Piero de Soni de Barcanetto, esposa de ser Antonio y, por tanto, su abuela paterna.

Cuando Leonardo comenzó a ir a la escuela, sorprendió a todos por la rapidez con que aprendió las letras y la escritura. Retenía las palabras que le interesaban sin olvidarlas, de ahí que ya supiera leer mientras los demás alumnos todavía estaban uniendo torpemente las primeras sílabas.

El maestro iba descubriendo que las continuas ausencias de Leonardo coincidían con la desaparición de algunos escritos y notas, que a los pocos días eran devueltos, a cambio de que faltasen otros papeles. Una circunstancia que le permitió comprender que el «jovencito brujo» se estaba autoenseñando, gracias a que sabía leer y, lo ideal, comprender el texto sin necesidad de que nadie se lo explicara.

¿Nadie? Leonardo se estaba sirviendo de la Naturaleza como su profesora. Ensimismado en el monte Albano, sus ojos se mostraban activos, no dejaban de seguir el desplazamiento de las nubes, del agua, de las hormigas o de las abejas revoloteando sobre suculentas flores. Cada uno de los fenómenos naturales respondía a un mecanismo misterioso, casi siempre lógico, cuyas alteraciones estaban directamente relacionadas con el sol, el viento, la lluvia y las cuatro estaciones del año.

En medio de la montaña, junto a los ríos, en las llanuras o al pie de los molinos de agua, había aprendido sus mejores lecciones observando el metódico comportamiento de los animales.

Un día que Leonardo paseaba sin rumbo fijo, quedó atrapado por una insólita realidad: la actividad de los albañiles que estaban comenzando a construir un gran edificio. Sin querer perderse ni un solo detalle de lo que allí estaba sucediendo, se tumbó en el suelo y comenzó a seguir aquella actividad. Y como su gran interés lo fue demostrando un día tras otro, terminó por llamar la atención de un arquitecto florentino llamado Biagio de Rávenna, que había aprendido su oficio al lado de Alberti, el más famoso constructor de iglesias y palacios de la Alta Toscana. Biagio quedó gratamente sorprendido por los bocetos que aquel chiquillo había plasmado en sus papeles mientras observaba absorto a los albañiles. Fascinado ante aquella genial intuición materializada en dibujos, convirtió a Leonardo en su compañero casi permanente durante más de diez meses. En ese tiempo le enseñó a manejar el goniómetro con el que se comprobaba el alineamiento de las piedras, a utilizar las distintas máquinas y, sobre todo, le introdujo en el terreno de las altas matemáticas, como el álgebra, la mecánica y la física.

A lo largo de aquellos diez meses de intensa relación entre el arquitecto y Leonardo, el hermoso edificio había terminado convirtiéndose en una enorme villa. Allí no faltaban los mayores lujos: jardines perfectamente trazados, estanques con cisnes, glorietas adornadas con rosales y otras plantas aromáticas y pabellones de recreo. Antes de que se separaran los dos amigos, el arquitecto Biagio consiguió que al joven se le dejara entrar en la Villa siempre que lo deseara.

Aquellas puertas quedaron abiertas a la curiosidad del precoz investigador, para el cual no existían misterios ante los que no se detuviera. Sabía que muchas veces sería incapaz de encontrar la respuesta definitiva, lo que jamás le quitó el sueño. Lo suyo consistía en plantearse el caso después de haberlo intuido, más tarde experimentarlo y, por último, esperar los resultados. Todo un puro ejercicio de sentido común.

Una noche de septiembre, en uno de sus múltiples paseos por su adorada villa, Leonardo se topó con un encuentro inesperado…

Agazapado tras unos parterres, en plena efervescencia de su pubertad (once o doce años), nuestro tímido Leonardo ojeaba a una bellísima joven; tan bella que resplandecía más que todas las lámparas de aceite que alumbraban la plazoleta. Radiante con su largo y negro cabello peinado con unas seductoras ondulaciones en los extremos, con una blancura de piel que envidiarían los cines y con unos ojos inmensos en los que cabían todas las más encendidas promesas del mundo. Ante él tenía el compendio de la belleza convertido en una joven.

¿Era amor lo que le atraía hacía esa hermosa joven llamada Florinda? Es posible. Lo angustioso fue que esta sublime emoción se viera lastrada por el miedo a ser rechazado. Porque Leonardo no abandonó el escondite en ningún momento, a la vez que suspiraba quedamente al objeto de su fascinación hipnótica. Sólo le quedó el consuelo de retener en su mente la imagen de la bella con una gran fidelidad.

Tanta fidelidad que son muchos los críticos que destacan el hecho de que Leonardo pareciera estar pintando a una sola mujer cuando llevaba al lienzo el rostro de las otras que le sirvieron de modelo desde el comienzo de su actividad profesional hasta su muerte. La imagen de Florinda se había impregnado en su mente con mayor intensidad que un tatuaje.

A los catorce años, nuestro chiquillo se encontró residiendo en una casa de la plaza San Firence de Florencia, a poca distancia del Palacio Viejo, donde se concentraba toda la diversidad artística de aquel centro urbano que ya era el eje cultural más importante de todos los principados de Italia y una de las ciudades más ricas de Europa. Un lugar fascinante, que se cuidó de recorrer de un extremo a otro, sin dejar de examinar hasta la más pequeña de las callejas.

En Florencia todos reconocían que no había hombre más sabio que Paolo del Pozzo Toscanelli. Este genio matemático, físico, naturalista, astrónomo y alquimista vivía completamente aislado de las aristocracias. Poseía los ojos más limpios de toda la región, al mismo tiempo que guardaba un corazón lleno de bondad. Sólo debía aparecer alguien que le supiera despertar los mejores sentimientos…

Leonardo fue esa persona, debido a que por vez primera el sabio se encontró ante un chiquillo que le escuchaba con la atención de un devoto. A las pocas semanas de relacionarse como maestro y alumno, se había creado tal grado de camaradería entre ambos que se abrieron todos los umbrales que conducían a los grandes secretos.

Durante algo más de cuatro años, aquel muchacho de ávida mente aprendió a leer en las estrellas, pudo fundir metales y manejar alambiques llenos de ácidos y venenos, leyó libros que jamás pudo creer que alguien se hubiera atrevido a escribir sin ser llevado a la hoguera y se familiarizó con todas las ciencias, sin rehuir las más negras. Junto a maese Toscanelli llegó a la conclusión de que los seres humanos se dejan engañar fácilmente por medio de la astrología, la magia negra y tantos otros recursos malignos. Lo suyo fue confirmar unos principios que había podido intuir años antes: a la verdad oculta se llega por medio de la sabia intuición, la tenaz experimentación, la comprobación de los resultados y la aplicación posterior de los mismos de acuerdo con el sentido común. Reglas de oro que constituyen los fundamentos de todos los tipos de investigación actual.

En el cerebro de Leonardo cabía todo; pero lo suyo era la pintura. En cualquier momento se entregaba al dibujo. Nada mejor para aprender las ciencias que tomar apuntes del original, buscando más las imágenes que las palabras, porque éstas debían cumplir la función de apoyo de lo que se mostraba. Así fue introduciendo el color, con lo que debió aprender a fabricarlo.

Y en esta gran aventura se embarcó Leonardo con una pasión que no le abandonaría hasta la muerte. Siempre estuvo experimentando nuevas técnicas, como si lo logrado en este terreno por sus predecesores sólo le sirviera de punto de arranque. Lo suyo era ir más allá, aunque en algunos casos cometiese errores imperdonables. Pero, ¿acaso no se aprende más de la equivocación que del acierto?

El siguiente gran paso para Leonardo en su formación «académica» fue ser admitido en el taller de Andrea di Verrocchio (Andrea di Michele di Francesco da Cioni). Este personaje se había ganado la fama de ser uno de los mayores orfebres de Florencia, lo que significaba que se le podían encargar todo tipo de obras de arte: joyería, escultura, pintura, arquitectura, música y cientos de cosas más. Un personaje que además poseía una habilidad muy especial para la enseñanza y sobe todo para la perspectiva, una técnica muy reciente que al empezar a aplicarse en la pintura originó una verdadera conmoción. Gracias a la perspectiva los cuadros adquirieron unas proporciones reales, el fondo cobró toda su importancia y la pintura dio el salto definitivo a la genialidad.

Leonardo fue admitido en el taller de Verrocchio en el mismo momento en que ser Piero enseñó los dibujos y pinturas de su hijo. Allí se suponía que iba a pasar los seis años de aprendizaje obligatorio. Pagó por la enseñanza, vivió en unas toscas habitaciones y se vio obligado a realizar trabajos de verdadero peón.

Allí se encontraban otros aprendices, también acudían jóvenes pintores, como los hermanos Pollaiuoli y Botticelli. Esto facilitaba el intercambio de ideas, las bromas y toda esa relación entre colegas que alivia los trabajos más duros.

Pronto se estableció entre alumno y maestro un grado de compenetración que fue en aumento. Ambos hervían en deseos de ampliar sus conocimientos sin ponerse límites: estudio de la anatomía, manejo de instrumentos musicales, técnicas hidráulicas, urbanismo, armamento, …

Leonardo comenzó a adquirir un prestigio que el maestro Verrocchio apoyaba solicitando el consejo de su aventajado aprendiz en el momento que él mismo se enfrentaba a cualquier complicación profesional.

Hacia el año 1.470 a Verrochio le encargaron los frailes del convento de San Salvi que pintase un cuadro del bautismo de Jesús. Pero le impusieron la presencia de dos ángeles y, sobre todo, que la composición respetase totalmente el mensaje evangélico. El bautismo de Cristo de Verrocchio.

Nos encontramos ante una obra que sigue el estilo tradicional, ése que mostraba a los personajes estáticos y con muy escasa expresividad. Sólo el famoso ángel de Leonardo (el de la izquierda) adquiere fuerza, debido a que parece sonreír, se muestra en el escorzo de alguien que está vivo y ha sido tratado con un gran dinamismo.

Durante su período de formación al lado de Verrocchio, Leonardo intervino en multitud de encargos realizados al taller. Es de destacar la creación del mausoleo de Pietro y de Giovanni de Médicis: un sarcófago de mármol blanco, verde oscuro y rojo, el cual se apoyaba en unas patas de bronce, de las cuales surgen unas hojas de acanto. Sobre todo el conjunto domina un arco de mármol, decorado con motivos de flores y frutas. ¡Toda una obra de arte! En ella supo unir maravillosamente al mármol y al pórfido una exquisita decoración naturalista en bronce, evidenciada por el fin y remate rozagante, con sus ojivales elegantes, sus patas de león y, además, sus realísticas tortugas que son el sostén de todo el conjunto. La red, también ella en bronce, que rellena el arco donde la tumba se coloca sabiamente, sirve a filtrar y graduar la luz. Cuando fue instalado en la iglesia de San Lorenzo, a mediados de 1.472, ni una sola persona de la ciudad dejó de ir a contemplarlo. Y todos lo elogiaron porque era digno de la justa fama de los Médicis.

Las habilidades de Leonardo fueron reconocidas por la Compañía de San Lucas, ya que le permitió inscribirse como pintor oficial. Toda una excepción, debido a que el periodo de aprendizaje debía prolongarse hasta los seis años y él sólo llevaba tres en el taller de Verrocchio.

la personalidad de Leonardo durante los diez años que permaneció en el taller de Verrocchio podríamos verla como un volcán no del todo apagado: humeaba, dejaba escapar algunas rocas y un poco de lava y en todo momento manifestaba que continuaba vivo; sin embargo, no terminaba de erupcionar.

De repente, igual que si ese volcán necesitara dejar patente su inmensa energía, Leonardo pintó en 1.475 «La Virgen del clavel«. Por primera vez se sirvió hábilmente de una pared con unas ventanas arqueadas, que dejan ver un paisaje montañoso. Esto permite que las dos figuras principales, la Virgen y su hijo, adquieran una gran fuerza y un volumen real, debido a la magistral utilización de la luz y los reflejos, unido al paisaje brumoso y fantástico del fondo. Pero son los pliegues del manto amarillo, del corpiño azul claro y del vestido rojo lo que confieren realismo a la figura central, cuyo cabello rubio está peinado al estilo florentino con una trenza en forma de diadema que cae libremente sobre la espalda. Mientras, los ojos parecen casi cerrados de tanto mirar al Niño Jesús, a esa criatura gordonzuela que en su regazo parece estar bendiciendo al mundo con los bracitos en alto.

Leonardo vivía dentro de un círculo muy reducido de personas, espacio y actividades. No se tienen noticias de que asistiera a las fiestas que se celebraban en Florencia, ni que tratase a otros jóvenes que no fueran los compañeros del taller de Verrocchio. Pero en todas partes hay enemigos, y hasta algunos que ni siquiera han llegado a ser conocidos por las personas objeto de tanto odio o envidia.

Por aquellos tiempos existía la costumbre de presentar denuncias anónimas. En Florencia podían depositarse en unos tamburis (buzones), que estaban situados en el Domo, delante del Palazzo-Vecchio. En una de estas denuncias, que iba dirigida a la Comisión de Costumbres, se acusaba a Leonardo y a otros dos jóvenes de haber practicado el «pecado nefando» (sodomía) con Jacopo Salterelli, un chiquillo de diecisiete años.

Llevados a juicio los implicados, se estimó que las pruebas aportadas resultaban insuficientes. Sobre todo se tuvo muy en cuenta que Salterelli era un ladronzuelo detenido en cuatro ocasiones, cuya declaración no podía ser considerada válida por venir de un mentiroso contumaz. El 9 de abril de 1.476, los acusados fueron absueltos en primera instancia y, dos meses más tarde, en segunda.

No obstante, pudo más en la resolución del caso el hecho de que el padre de Leonardo fuese notario, que trabajase en el taller del famoso orfebre Verrocchio y, en especial, que uno de los acusados, Leonardo Tornabuoni, perteneciese a la familia de los Médicis.

A partir de aquel momento, el iniciado en el arte, la ciencia y la filosofía se aisló más que nunca. Quizá comenzase a escribir de forma invertida y hacia la izquierda, de tal manera que para leer sus textos era necesario utilizar un espejo. La mejor manera de proteger sus ideas del asalto del enemigo.

Leonardo no comía carne, observaba una vida de asceta y no mantenía trato sexual con ninguna mujer, ni con ningún hombre. Para él sólo existía su propia realización como ser humano a niveles de individualidad.

Durante los últimos años que Leonardo permaneció en el taller de Verrocchio se dedicó a dibujar con una intensidad casi frenética. Todo le interesaba. Podía recorrer Florencia en busca de un rostro, de una figura o de un grupo de personas. Le atraían los viejos, las gentes de facciones exageradas y las que representaran los siete pecados capitales o todas esas emociones exacerbadas que bordean la locura.

También dibujó norias, máquinas, cañones y otros ingenios bélicos. Al carboncillo o con pluma bocetaba rápidamente, sin pensar en llevar estos temas en un cuadro. Lo que le importaba era obtener un recuerdo de lo que contemplaba. Algunos de los escritos dejan claro que aquellas semanas de gran violencia en Florencia le marcaron profundamente.

A Leonardo le horrorizaba el hombre cuando perdía el control, para transformarse en la fiera más salvaje de la creación. El león enloquecido ataca indiscriminadamente, pero nunca recurrirá a la traición, a la insidia, a la hipocresía y a la intriga. Todo esto sólo lo pueden conseguir seres que nunca deberían considerarse inteligentes, porque ponen su cerebro al servicio de la maldad absoluta: la que busca el aniquilamiento de los semejantes.

Cuando empezó a utilizar los cuadrantes y diferentes instrumentos de medida, poco tardó en mejorarlos. Sabemos que construyó una clepsidra y otras clases de relojes. Y en esos sueños que sólo pueden brotar en la mente de un genio, se propuso levantar toda la iglesia de San Giovanni, que debía pesar cientos de toneladas y tenía una altura de unos treinta metros y una anchura de casi cien, para mejorar sus cimientos. ¿Qué fabulosas grúas pensaba utilizar para elevar todo el conjunto? ¿Con qué medios cortaría la base del edificio religioso?

Lo desconocemos. Pero no estaba loco, lo que ha de llevarnos a suponer que contaba con los medios. ¿Podemos imaginarlos si tenemos en cuenta que en la actualidad no se dispone de ingenios, ni siquiera electrónicos, para realizar una obra semejante?

La mente de Leonardo era un inmenso prisma, cuyas infinitas caras proyectaban luz sobre los miles de temas sobre los que reflexionaba y, más tarde, sometía a la oportuna investigación.

Ahora sabemos que si Leonardo hubiera dispuesto de un motor, esa máquina voladora que diseñó fijándose en las aves, hubiera podido desplazarse en el aire. Lo mismo sucedería con muchos de sus inventos: se adelantó varios siglos. Siempre le faltó algo; pero el diseño era exacto, y no lo hubieran mejorado los especialistas actuales.

En 1.478, Leonardo comenzó a dar muestras de que ya se hallaba en disposición de abandonar el taller de Verrocchio. La prueba más contundente la mostró con el cuadro «La Virgen de Benois«. Una creación de aire juvenil, pero con una madurez artística insuperable. De nuevo el Niño Jesús aparece desnudo con una flor de jazmín en una mano, a la vez que María expresa una sublime maternidad, sin dejar de mostrarse tranquila.

Esta obra es una idealización del amor materno. Leonardo casi no pudo disfrutar de esta relación, por lo que plasmó en su pintura lo que tanto hubiera deseado. Una obsesión que le llevó a ofrecer en la pintura un aire de naturalidad y simplicidad que resulta de los más original, hasta el punto de que debemos considerarlo un ejemplo de la inquietud intelectual de su creador. Un cuadro digno del Renacimiento.

Leonardo dejó muchos trabajos incompletos. Como su mente era incapaz de centrase en un solo objetivo, establecía pausas para dedicarse a otras tareas científicas, filosóficas o humanísticas. Una conducta que entonces se consideraba normal en todo gran artista.

Leonardo se halla en una de las encrucijadas de su destino. Su padre ya estaba teniendo hijos de su tercera esposa, había fallecido su abuelo y el dinero escaseaba. La fértil dispersión de su mente le impedía cumplir con los trabajos y, por encima de todo, esa necesidad suya de superar a todos los artistas de la época, le rodeaba de una fama de «inconformista». Los poderosos estaban eligiendo a otros pintores y había llegado el momento de abandonar Florencia, porque la ciudad le ahogaba.

Reflexionó mucho sobre esta cuestión. Un buen número de príncipes, duques y otros hombres importantes estaban cumpliendo el papel de mecenas de las bellas artes. Pensó en todos ellos, hasta que fijó su atención en Ludovico «el Moro».

Leonardo partió hasta Milán en compañía del músico Atalante Migliorotti y de Masino di Peretola, al que apodaban «Zoroastro». Y cuando entraron en la capital de Lombardía, pudieron saber que se iba a celebrar un concurso de música libre. Todavía se podían apuntar los participantes.

Tres días más tarde, los seis concursantes se hallaban sentados alrededor del estrado. El maestro de ceremonias llamó al primero, que inició su actuación en medio de un expectante silencio. Las reglas de la competición exigían que se debía tocar una composición conocida, a elección, y después se exigía crear o improvisar una original.

Las intervenciones de los cinco músicos fueron muy aplaudidas, a pesar de que se pudiera advertir que les había faltado el chispazo de genialidad.

No ocurrió lo mismo al intervenir Leonardo, debido a que las damas allegadas a Ludovico «el Moro» parecieron quedar seducidas por la melodía. Entre ellas se encontraban Lucía Visconti, condesa de Melzi, y Cecilia Gallerani, hija de una noble familia milanesa y amante del duque de Milán. Las dos estaban rodeadas de su corte de damas y admiradores.

Mientras, el último concursante pulsaba la lira con dedos ágiles y seguros, lleno de inspiración. Una diferente, nítida y perfecta sonoridad se apoderó del silencio para transformarlo en emociones crecientes. Esto provocó unos susurros de admiración, que alguien acalló con unos siseos. Las veinticuatro cuerdas del instrumento, con forma de cabeza de caballo, magistralmente agitadas, consiguieron unos sones melodiosos que, a pesar de corresponder a una conocida pieza musical, sedujeron a todo el auditorio por las variantes que advertían. Por último, la ejecución fue recibida con un estruendo de aplausos.

Sin embargo, cuando se apreció la verdadera calidad de la música de Leonardo fue al interpretar su improvisación. Las notas ágiles, sentidas, de misteriosa y subyugante melodía, se esparcieron por el amplio salón, despertando evocaciones de un mundo diferente y fascinante.

Al final, no se escucharon unos aplausos convencionales, sino una ovación atronadora, espontánea, propia de quienes todavía no han conseguido superar una especie de trance hipnótico. Excelente manea de que Leonardo, el vencedor, ganase una bolsa de monedas de oro y, sobre todo, pudiera entrar con el mejor pie en la corte de «Ludovico el Moro».

Esa misma noche, Ludovico y Leonardo cenaron juntos. Una cena que dio como resultado una carta-propuesta escrita por Leonardo para Ludovico «el Moro». Una carta que parecía más propia de un ingeniero militar que de un genial artista. Leonardo ofreció a Ludovico la construcción de toda una serie de ingenios bélicos.

En la carta se mencionan unos carros cubiertos cargados de piezas de artillería, detrás de los cuales la infantería se encontraría a salvo. Aquí tenemos un anticipo de los tanques, que comenzaron a utilizarse en la I Guerra Mundial. Ideó un carro blindado, al que equipó con hoces y cuchillas. Se movía con un ingenioso sistema de engranajes giratorios. También contaba con una torreta de observación. Las ruedas eran accionadas por un mecanismo de trasmisión. Y estaba provisto de unos cañones. Siglos más tarde, unos ingenieros italianos construyeron este carro blindado, de acuerdo con los planos de Leonardo, y pudieron comprobar su funcionamiento. Pero en aquellos tiempos, hacia 1.917, ya existían unas máquinas bélicas superiores.

En el terreno del armamento los talleres de fundición de Milán eran de los más avanzados del mundo. Leonardo aportó muchas de sus ideas en este terreno, además de una gran grúa gigantesca para desplazar los cañones por medio de cabrías y palancas.

Tampoco se olvidó de las técnicas de asedio y de defensa. En este terreno ideó un sistema de palancas, que recorrían las almenas para destrozar las escalas del enemigo.

Ludovico «el Moro» encargó a Leonardo que esculpiera la estatua en honor de Francesco Sforza. Pero no se olvidó de las demás ofertas. A su debido tiempo, le iría exigiendo que cumpliese las misiones de ingeniero, arquitecto y, singularmente, de organizador de las fiestas de palacio y de la ciudad.

A los pocos días, ya estaba el genio de Vinci estudiando minuciosamente el comportamiento de los caballos y su anatomía. Al mismo tiempo se adentraba en las técnicas de fundir el bronce. Hasta el punto llegaron sus conocimientos en las dos materias que escribió y dibujó unos libritos o Tratados, que constituyen una exposición tan nítida y perfecta de las materias que los especialistas actuales no conseguirían superarlos.

Cuando Leonardo ya estaba instalando la estructura sobre la que iría montando el yeso del gigantesco caballo, el 25 de abril de 1.483, la Confraternidad de la iglesia de San Francisco de Milán le pidió que participase en un gran cuadro. Iba a ser una especie de tríptico, que compartiría con los hermanos Predis, Ambrogio y Evanngelista. A él le correspondería la parte central. El resultado: «La Virgen de las Rocas«.

Con el cuadro de «La Virgen de las Rocas» Leonardo dejó patente todo su arte. Si él escribiría que «la pintura es universal», debemos reconocer que cuando la interpretaba su pincel se convertía en filosofía, música y poesía. No reflejaba el mundo, sino que lo interpretaba para conferirle luminosidad sirviéndose, con una magistral habilidad, de las sombras. La Virgen se asemeja a un director de orquesta que marca las pautas del conjunto, ya sea en relación con el pequeño San Juan que con el niño Jesús. La magia se localiza en el genial empleo de los claroscuros, ya que dan un gran relieve a las figuras principales y, al mismo tiempo, éstas sublimizan las tinieblas.

En Milán, la música era más apreciada que la pintura y la escultura. Se contaba con una de las mejores orquestas de Europa, aunque casi todos sus componentes fueran holandeses. El cargo de maestro de solfeo recaía en Franchino Gaffurio, que a su vez dirigía el coro de la catedral. Leonardo trató mucho a este personaje, especialmente cuando estudió el órgano para comprobar las calidades tonales de cada uno de los tubos. Debemos de resaltar que sabía cantar, tocaba varios instrumentos y componía letras, hasta llegar a improvisar con gran facilidad. Una habilidad que le venía de muy joven, como la de inventar chistes y fábulas. Como resultaba tan buen conversador, sus interlocutores siempre esperaban una de sus agudezas.

El genio de Vinci diseñó un timbal de percusión mecánica regulado con un mecanismo de ruedas dentadas; un badajo automático para tocar las campanas; una zafonia; y la viola tan empleada por los mendigos de la época que tocaba por sí misma.

Las gentes de Milán debían ser gratamente sorprendidas; y se vieron envueltas en unos espectáculos encadenados que nunca olvidarían. Como el dinero no faltaba, Leonardo llenó las calles de sátiros  y ninfas, cuyos disfraces el mismo diseñó. En cada calle, plaza y edificio importante fueron situados grupos de músicos, que se alternaban con recitadores de versos.

Ante el Domo se alzaba una colina provista de unas gradas, en cuya cima destacaban unas cortinas de terciopelo. Allí se encontraba el «Paraíso», que era una semiesfera dorada toda llena de estrellas. Encima de la misma aparecían los doce signos del Zodiaco totalmente iluminados.

Al caer la noche, dio comienzo la función teatral con unos discursos de Apolo y Júpiter. En el momento que éstos se callaron, aparecieron siete actores representando a los planetas. Todos ellos declamaron loas en honor de Isabel. Y cuando el numeroso público creía que el número había finalizado, se desprendió del cielo una gran esfera solar, que rodando fue a situarse delante de la homenajeada y, al querer ésta tocarla, se abrió sorprendentemente para que salieran de la misma una docena de palomas blancas.

Esta apoteosis de la fiesta fue premiada con una explosión de aplausos. El triunfo de un gran maestro de escena, que por vez primera había recurrido a un ingenio de relojería, casi un autómata, para controlar el desplazamiento de la esfera y, en el momento preciso, conseguir que se abriera para dejar escapar  las aves.

Ahora si que podemos entender la causa de que el caballo de bronce todavía no estuviera terminado. Por aquellas fechas sólo era un inicio de estructura, además de un gran número de estudios y bocetos. Leonardo cumplía muchos otros servicios, lo que lamentamos sus admiradores. En realidad, al encargarse de los festejos no dejaba de cumplir el papel de un gran histrión, lo que en cierta manera halagaba su vanidad de ser humano.

To be continued

Referencias: Leonardo da Vinci – Sara Cuadrado

Esta entrada fue publicada en Historia y etiquetada , , . Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s