Esta ciudad le odia, y él lo sabe.
Aunque Jerusalén vive, en gran medida, del turismo religioso, es una ciudad hosca, recelosa, encerrada en sí misma. Las grandes rutas comerciales pasan a lo largo de la costa o al este del Jordán. Judea, que la rodea, es una región más bien pobre. El gran comercio «y el tráfico que comporta», como dice Flavio Josefo, se desconocen aquí, y los contactos con el exterior son limitados. Se desprecian los oficios relacionados con el comercio y, por razones religiosas, ciertas importaciones (artículos de lujo de procedencia pagana y diversos productos agrícolas) están prohibidas o limitadas.
Desde la ocupación romana, la mayor parte de los servicios administrativos del estado han sido trasladados a Cesarea.
Queda el Templo, que es mucho, y es enorme. El Templo es el mayor creador de empleo de Jerusalén. Los artesanos de la ciudad baja, alfareros, bataneros, tejedores, picapedreros, no trabajan si no es para los notables y la casta sacerdotal de la ciudad alta, a los que envidian y cuyo favor se disputan. A ellos no les cabe más esperanza que la de acabar sepultados en la tierra que devorará sus cuerpos y no en los ricos sarcófagos que tallan en un solo bloque. Pero, si no existiera esta casta, ellos no tendrían ni la esperanza de poder alimentar a su familia al día siguiente. Si no existiera el Templo, no correrían mejor suerte los pequeños comerciantes y artesanos que venden recuerdos a los peregrinos o los explotan. Si no existiera el Templo, todos sus empleados, alguaciles y levitas, estarían en el paro y no podrían sino unirse a los mendigos, los tullidos y los ciegos que merodean en torno del soberbio edificio construido por Herodes y marchar en interminable columna a buscarse la vida en otro sitio.
Fuertes tensiones sociales crispan a Jerusalén. Pero Jerusalén hace piña alrededor del Templo, porque el Templo es la única razón de vivir de los más religiosos y el único medio de vida de todos.
El que ataque al Templo, trata de reducir su influencia y, por consiguiente, es enemigo de Jerusalén, de todos los habitantes de Jerusalén.
Por ello, los esenios vienen poco a la capital.
Por ello, los adversarios declarados del poder de Roma, aparte los que se mantienen en la clandestinidad, se quedan en zonas rurales.
Como Jesús.
Los cuatro evangelistas no coinciden en lo concerniente a sus desplazamientos por Galilea y Judea. Si siguiéramos sus relatos al pie de la letra, trazaríamos itinerarios diferentes. Pero es evidente que para ellos esto es lo de menos; lo que les apasiona es lo que decía y lo que hacía Jesús. Difieren sobre todo acerca de sus visitas a Jerusalén. Mateo, Marcos y Lucas dan la impresión de que no fue más que una vez, para morir. Juan, por el contrario, enumera cinco estancias en Jerusalén.
La mayoría de los especialistas se inclinan a dar la razón a Juan. Y es que Mateo y Lucas citan frases de Jesús que dan a entender que ha estado en la capital más de una vez: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos…!». Lucas, por su parte, repite varias veces, como un estribillo, que Jesús «subía a Jerusalén», pero sin hacerle llegar a ella hasta el episodio llamado de Ramos.
Algunos especialistas han supuesto que Juan intercaló a lo largo de todo su relato escenas diferentes de una sola estancia en Jerusalén. Pero el evangelista da fechas y detalles concretos de estas visitas. Por ejemplo, de una de ellas, muy interesante, dice que coincidió con la fiesta de los Tabernáculos, o Soukkot, que se celebra durante la semana que empieza el 15 de tichri (septiembre-octubre).
Soukkot, es una de las tres fiestas de peregrinación en las que los judíos subían a Jerusalén. En esta ocasión, los judíos construían cabañas o montaban tiendas en recuerdo del deambular del pueblo hebreo por el desierto, entre la salida de Egipto y el regreso a la tierra prometida. Y, como esta conmemoración coincidía con el final de la recolección, era una fiesta muy alegre, salvo si la siega y la vendimia habían sido calamitosas.
Aquel año, la fiesta estuvo un poco alterada.
Cuenta Juan que Jesús no quería ir a Judea, cuyos habitantes «le buscaban para darle muerte». Sus hermanos, a pesar de que tienen que ser conocedores del peligro, le instan a ir. Evidentemente, las relaciones de Jesús con su familia no son simples, y en este episodio no aparece María. «Nadie hace esas cosas en secreto si pretende manifestarse», dicen los hermanos, como si sospecharan cobardía en Jesús, o quisieran buscarle problemas o, en la mejor de las hipótesis, esperasen que al fin manifestara su poder.
Respuesta clásica: no ha llegado el tiempo. Jesús siempre adopta esta actitud cuando se le desafía, cuando se le pide una señal. Hace uso de su libre albeldrío. Pero, cuando ellos se marchan, también él se dirige a Jerusalén. En secreto. Es evidente que dispone de una especie de red de ayuda en la ciudad.
Nada más llegar, Jesús se entera de que la gente se interesa mucho por él. Los galileos que han venido a la fiesta son numerosos y locuaces. Los de Judea, que han tenido menos ocasiones de verle y de escucharle, les preguntan: ¿Qué dice? ¿Quién es? ¿Vendrá? Pero, todo, en susurros: «nadie hablaba libremente, por temor de los judíos».
Entonces Jesús se deja ver. No tiene elección: su movimiento está en crisis. Poco antes, al día siguiente del episodio de la multiplicación de los panes, predicó en la sinagoga de Cafarnaúm, levantada en medio de las casas de basalto, gracias a una suscripción a la que habían contribuido Herodes Antipas y hasta el centurión de la guarnición romana. Generalmente, esta ciudad acogía bien a Jesús. Pero esta vez él provocó el escándalo con frases tales como: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre». Afirmaciones inaceptables para la mayoría de sus oyentes. Entonces muchos de sus discípulos lo abandonaron. Una crisis aguda. Hasta el extremo de que Jesús preguntó a los más allegados, los Doce, si deseaban hacer otro tanto. La respuesta de Pedro es conocida: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».
Ya no son más que un pequeño grupo. A medida que Jesús explica quién es y cuál es el sentido de su misión, su auditorio disminuye. Por lo tanto, tiene que hablar y hablar, y arriesgarse, para explicar y convencer. Por eso va al Templo. A la boca del lobo, quizá. ¿Y qué? Allí es donde están los peregrinos. Allí late el corazón de Israel.
Jesús va al Templo y enseña, incansablemente. Al principio, impresiona a sus oyentes. ¿Cómo puede mostrarse docto este nazareno, si es sabido que los galileos, aunque más bien ricos, son bastante toscos? Además, que se sepa, no ha sido discípulo de ningún rabbi ¿Dónde ha aprendido todo esto? Respuesta: es Dios quien me hace decir estas cosas.
Esta respuesta aún es tolerable: también los profetas hablan en el nombre de Dios. Mientras no se dice Hijo de Dios, no hay escándalo. Pero, de todos modos, la gente se interroga. Los que le escuchan no saben muy bien a qué atenerse. Dice que habla en nombre de Dios, pero no ha observado el sábado. ¡Curioso profeta! ¿No le inspirará un demonio? Hay quien lo presenta como Machiah, palabra que será traducida al griego por Kristos que literalmente significa «Ungido», «Consagrado» (en sentido figurado, «Mesías», «Salvador»). Pero, a los ojos de la mayoría, esto es imposible, ya que viene de Nazaret, y «el Cristo, cuando venga, nadie sabrá de dónde viene».
Éstos son los cometarios. Y pronto los oyentes se asombran. ¡Qué extraño, pero qué extraño, los príncipes de los sacerdotes le dejan predicar libremente!. ¿Será, quizá, que han reconocido en él al Cristo?
Los príncipes de los sacerdotes, informados por sus escuchas de que entre la muchedumbre parece cundir esta idea, deciden cortar por lo sano y envían a sus alguaciles. Éstos no muestran prisa por intervenir. Con un personaje de esta índole, nunca se sabe lo que puede pasar. ¿Y si los que están a su alrededor toman partido por él? A veces, este oficio es peligroso. Los alguaciles, prudentes, empiezan por escuchar a este galileo sobre el que tantos rumores circulan, quizá acechan la ocasión, una frase realmente escandalosa que justifique su intervención a los ojos de la multitud. Y se dejan seducir.
Es el último día de la fiesta y hay en torno a Jesús la animación de siempre. Él grita: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba». Sus oyentes saben lo que es la sed. También saben lo que es el símbolo del agua: los rabinos de la sinagoga no cesan de repetir, sábado tras sábado, que el agua simboliza el Espíritu que vendrá al fin de los tiempos.
Así pues, las palabras de Jesús no pueden suscitar unanimidad sino todo lo contrario. Los alguaciles podrían aprovecharse de la situación, prender a este agitador, incluso explicar que lo hacen por el bien de todos, para evitar la intervención de los romanos, siempre alerta y en guardia durante las fiestas, como todos saben. Pero no. Prefieren retirarse. Y sus jefes les apostrofan, poco más o menos: ¡Hatajo de ignorantes, si conocierais la Ley un poco mejor, no os habríais dejado embaucar, ni toda esta gente, tampoco! «Pero esta gente que ignora la Ley son unos malditos».Eso es. La eterna distinción entre los que saben, o que creen saber, porque han leído los libros y escuchado a los maestros, que se parapetan en sus conocimientos y que desprecian, y aquí incluso maldicen, y los que no poseen la ciencia infusa sino ojos y oídos prontos a abrirse.
Se alza ahora la voz de un justo. Es Nicodemo. Puesto que ellos invocan la Ley, él les recuerda que la Ley, «nuestra Ley», debe ser respetada, en primer lugar por los que la invocan. Y la Ley prohíbe que se juzgue a un hombre sin oírle. Pero Nicodemo es sospechoso y hasta será tachado de «galileo», a pesar de ser un notable y una de las grandes fortunas de Jerusalén. Los otros le contestan que más le valdría leer atentamente las escrituras y vería que de Galilea no ha salido profeta alguno. Estos hombres prefieren los textos y los conceptos a los hechos. Las ideas les impiden ver la verdad, como siempre.
Pero esta vez no deciden nada. Se separan.
Seguramente piensan que, si los alguaciles han sido seducidos, también lo habrá sido la multitud y que un arresto levantaría mucho revuelo. Cada uno espera su hora. Ésta ya no tardará.
Tres meses después, si nos atenemos al Evangelio de Juan, Jesús está otra vez en Jerusalén, con motivo de la fiesta de la Dedicación, que conmemora la nueva consagración (en el 164 a.C.) del altar del santuario que había sido profanado tres años antes. Es invierno. Jesús va y viene por el pórtico de Salomón, una galería lateral del templo que tiene la ventaja de estar protegida del viento por una muralla. Más adelante, los apóstoles se reunirán con frecuencia en este sitio. Pero ahora son los enemigos los que interpelan a Jesús: «si eres el Mesías, dínoslo claramente». Jesús: «Os lo dije y no lo creéis […]. Yo y el Padre somos una sola cosa». El muy blasfemo. Esto colma la medida. Recogen piedras para lapidarlo. Pero vacilan, dando tiempo a Jesús para que haga alusión a un salmo por el que Dios se dirige a unos jueces, a los que trata con dureza («¿Hasta cuándo juzgaréis falsamente, haciendo con los impíos acepción de personas?») y agrega: «Yo digo: dioses sois, todos sois hijos del Altísimo y, no obstante, moriréis como hombres». Es decir, si estos jueces nombrados por Dios y que no son brillantes pueden ser considerados dioses, ¿por qué «aquel al que el Padre santificó y envió al mundo» habría de ser acusado de blasfemo por decirse Hijo de Dios? Desde luego, elocuencia no le falta. Es un argumento válido. Le vale, por lo menos, unos segundos. Tiempo suficiente para escapar de estos violentos.
Jesús se va a un sitio que conoce bien y por el que tiene predilección: al otro lado del Jordán «donde Juan bautizaba». Allí empezó la que se ha llamado su «vida pública». En esta región, su movimiento todavía es sólido y sus partidarios, numerosos. Le rodean, le escuchan. Último respiro. Pero respiro breve, porque vienen a buscarlo de parte de Marta y María, para que cure a Lázaro. Lázaro que, según le dicen, agoniza en Betania, a varios kilómetros de Jerusalén, en Judea. Y lo que ocurrirá entonces contribuirá a la exasperación de los enemigos de Jesús.
Van a celebrar una reunión decisiva. La autoridad suprema del Templo, el sanedrín, una especie de senado y de tribunal supremo de justicia, está presidido por el sumo sacerdote, pero vigilado de cerca por los romanos: Caifás, el sumo sacerdote de la época, pertenecía, sí, a la familia de Anás, su antecesor (que era su suegro), pero también debía el cargo al favor del ocupante. Al parecer, esta vez Caifás reunió sólo a una parte del sanedrín, que contaba setenta miembros en total, a los más seguros, los grupos de la mayoría parlamentaria, diríamos hoy.
Este Caifás es un buen político. Prueba de ello es que conservará el cargo durante diecinueve años. Toda una hazaña. Y es que, desde la llegada de los romanos, el cargo de sumo sacerdote es amovible. Él sabe complacerles. También sabe tratar con diplomacia a Anás, su anciano suegro, jefe de la tribu, hombre de gran experiencia, que lo sabe todo de las tradiciones y también de las torpezas y chanchullos de los hombres, en los que participa a veces, y que conserva gran influencia aunque ya no desempeñe función oficial. Caifás ha hecho mucho dinero y vive en la ciudad alta, en una gran mansión de marmol blanco, maderas preciosas y estucos, en la que el agua canta en las fuentes y los pájaros, en los árboles de los grandes patios. Quizá es aquí donde reúne a sus hombres de confianza.
El razonamiento de Caifás es simple: se acerca la fiesta de la Pascua, que trae a Jerusalén a multitud de peregrinos, lo cual pone muy nervioso a los romanos; lo lógico sería que ese agitador Jesús, contento de haber escapado con vida en la fiesta de la Dedicación, se hubiera quedado en su Galilea, a orillas del Jordán. Pero no; este asunto de Lázaro le ha hecho volver. Y de él puede temerse cualquier cosa. Está en juego la autoridad del templo y también el interés nacional. Por lo tanto, hay que resolver el caso urgentemente, antes de Pascua si es posible, para evitar disturbios que podrían acarrear represalias de los romanos.
Y Caifás no se anda con miramientos: «Vosotros no sabéis nada -les dice-. ¿No comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?» Los demás convienen en ello. Especialmente por cuanto que, en su calidad de sumo sacerdote, se le atribuye un cierto don profético. La Ley, ciertamente, dispone que todo acusado debe ser oído antes de ser juzgado. Pero, puesto que se trata del interés de la nación… la razón de Estado siempre ha prevalecido sobre la Ley y la justicia. La razón de Iglesia, también, a veces.
Así pues, el Templo ha decidido que Jesús debe morir. Y Lázaro también, dice Juan, pues es un testigo incómodo.
Jesús es prevenido (también tiene sus informadores) y se retira inmediatamente. Él no busca la muerte. Él hará lo que tenga que hacer, sin reparar en el peligro, pero no busca la muerte. Según Juan (los otros tres evangelistas no dicen ni palabra, ni evocan tampoco la reunión en la bella mansión de Caifás), Jesús se retiró con sus discípulos a Efrem, un lugarejo cercano al desierto y a Samaria, al noreste de Jerusalén.
Quizá los discípulos se sienten un poco más animosos, después de los hechos de Betania, pero es fácil imaginar el abatimiento de estos hombres. Hace meses que vagan por Galilea y, más raramente, por Judea, de aldea en aldea, siendo recibidos con consideración unas veces y otras, rechazados, rodeados de una multitud entusiasta y admirada o acosados por grupos hostiles, y siempre, espiados por agentes de los poderes.
¡Qué largo y duro es el camino! Cuando les lleva por su Galilea, aún puede soportarse. Hasta Judas, el único que no es de la región, aprecia la sombra de los nogales bajo la que discurren los senderos, el mosaico de los prados floridos, bordeados de setos de higueras y cañas, la paz de los valles donde pacen perezosamente cabras y corderos. Desde luego, nunca falta aquí un primo, allá un hermano, más allá una esposa, que les dice que tienen a un hijo enfermo, o que su padre está achacoso, o que en casa se echan de menos sus brazos, y su cabeza, y su corazón… ¿Y va a durar mucho todavía esa historia? ¿Hasta dónde y hasta cuándo van a seguir a ese rabbi Jesús? ¿Merece realmente esta ausencia? ¿No dicen algunos en el pueblo que es un charlatán, un cuentista, un perturbado que se cree profeta? Y Andrés, Pedro o Felipe tienen que justificarse, explicar, prometer… Sí, sí, estaré en casa para la siega; y, si el padre empeora, avísame y me acercaré unos días por lo menos. No faltaban las inquietudes ni las preocupaciones, desde luego, pero, por lo menos, uno estaba en casa, en galilea, y era bastante bien recibido, en resumidas cuentas.
¡Pero Samaria! No le habléis de Samaria. País de polvo, cardos y sol que hay que atravesar a paso ligero. Tierra de los enemigos ancestrales que tuvieron el atrevimiento de levantar en su monte Garizim un templo rival del de Jerusalén, rival del Templo del verdadero Dios y que, afortunadamente, los judíos destruyeron hace tiempo. Estos samaritanos llevan el odio en el corazón y los judíos les pagan con la misma moneda. Unos y otros se llaman renegados, traidores a la Torá y, si a mano viene, unen al insulto la pedrada. La mayoría de los judíos evitan pasar por allí y los galileos dan un gran rodeo para evitar Samaria cuando van en peregrinación a Jerusalén. Pero Jesús, no se sabe por qué razón, un día optó por cruzar esta tierra de infieles y hasta pidió de beber a una campesina que iba a sacar agua de un viejo pozo. A pesar de que los rabinos afirman que el agua de los samaritanos es más impura que la sangre del cerdo. Esto lo sabe todo el mundo, samaritanos y judíos. La mujer, en un primer momento, se asombra. La cosa empieza mal. Después, Jesús le explica, como ha explicado a los otros, que él es el agua viva. Y, cuando ella le recuerda todo lo que les separa («nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay que adorar»), él le anuncia la llegada de los nuevos tiempos: «Es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre […] pero los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». De este modo, la mujer tuvo la revelación de la misión universal de Jesús. Y se dejó convencer mucho más aprisa que otros. No obstante ser una mujer de poca entidad, que había tenido cinco maridos y vivía con un amante. Y el diálogo acabó bien a fin de cuentas. Pero aquella buena mujer sabía hacerse escuchar y hasta consiguió arrastrar consigo a la gente de su pueblo; ellos acudían a escuchar a Jesús, y le llevaban lechugas, tortas calientes y mermelada de violeta. Era como siempre, como en Galilea, como en Judea, las mismas preguntas, los mismos debates: ¿Quién eres? ¿Cómo es tu reino? ¿Y dónde está? Y atrás queda Samaria. Un buen recuerdo, por lo menos, pero un único buen recuerdo. Por lo demás, caminos candentes, la gargante seca, insultos de los pastores, de los arrieros que tiran de sus borricos sobrecargados y hasta de los niños.
Por fin, Judea. Pero el trato no es mejor, sino todo lo contrario. Las cuevas que bordean el camino de Jerusalén están infectadas de bandidos. Estas gentes desprecian a los galileos. Pronto se manifiesta el odio de muchos de ellos hacia Jesús y sus compañeros. En Jerusalén hay espías alrededor del Templo. Por todas partes, caras adustas de los provocadores, los discutidores, los tramposos que deforman y disfrazan la frase más insignificante… Hay que estar siempre en guardia, velar por la seguridad de Jesús, cuando se mezcla entre la multitud hostil. Y es que un mal golpe se da pronto. Él, tan paciente de ordinario, llamará a estos hombres y mujeres «generación incrédula y perversa». Él está agotado y ellos ya no pueden más, y ahora se acerca la prueba suprema.
Aún no ha llegado Pessah, la fiesta del Paso, de la partida de los judíos de Egipto, que es también la fiesta de los ázimos (panes sin levadura, porque tenían tanta prisa por dejar el país del faraón que no dejaron reposar la masa) y la fiesta de la primavera, porque marca el comienzo de la siega de la cebada. Así pues, todavía no ha llegado Pessah y, no obstante, ya hay mucha gente en Jerusalén. Hay judíos llegados de todas partes, de toda Palestina, pero también de Alejandría y de Siria. Hay «temerosos de Dios», es decir, no judíos que aún no han sido circundidados, pero a los que seduce la fe en el Dios único. Y hay turistas, como los habrá después en Fátima, Lourdes y Roma, deseosos de mezclarse a estas multitudes y asistir a unas ceremonias que les inspira curiosidad. En esta masa, hay no pocos griegos, algunos de los cuales han oído hablar de Jesús, al que les gustaría conocer y para ello se dirigen a Felipe, uno de sus compañeros, porque tiene nombre griego y vive en Betsaida, ciudad fronteriza y comercial en la que se debe de hablar su lengua. Y por supuesto, también hay galileos y judíos de las zonas rurales.
Éstos, sobre todo, los primeros, se preguntan si vendrá Jesús. A veces, las multitudes tienen un instinto, una especie de sexto sentido que les hace intuir el acontecimiento, lo importante, la tormenta. Y vendrá. Él no quiere, no puede, seguir rehuyendo el enfrentamiento decisivo.
No obstante, no le gusta llamar la atención. Según cuentan Mateo, Marcos y Lucas, envía por delante a dos emisarios: id al pueblo de ahí delante y encontraréis un asno que todavía nadie a montado. Desatadlo y traédmelo. Son posibles dos interpretaciones. La primera: es lo que haría el hombre que cuenta con una red de apoyo como el partisano, el clandestino que sabe que, a la entrada del pueblo, le han preparado un coche. La segunda se refiere al asno. Hoy en día a este pobre animal se le considera imbécil porque sabe lo que quiere y lo que no quiere. Pero en los tiempos antiguos era la montura de los dioses, lo mismo en la India, que en China, que en Mesopotamia. Uno de los más viejos textos de la Biblia, el cántico de Débora, se dirige a los «comandantes de Israel» en estos términos: «¡Bendecid al Señor, los que montáis en las asnas blancas, los que os sentáis en alfombras!», El caballo se convirtió en la más hermosa conquista del hombre mucho antes de la era cristiana, pero el asno conservó buena nombradía durante mucho tiempo. En la época de Jesús, aún se alaba su prudencia y su resistencia. Mateo, por otra parte, siempre preocupado por convencer a los judíos de que lo sucedido era conforme a las Escrituras, agrega inmediatamente: «Esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por el profeta: ‘Decid a la hija de Sión: He aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno, hijo de una bestia de carga'». Juan hace la misma cita, abreviada, pero, al leerle, da la impresión de que Jesús ha encontrado el asno por casualidad y se ha montado en él cuando a su alrededor ya se agolpaba la gente aclamándolo.
Sin duda, estos grupos son menos numerosos de lo que generalmente se imagina. Jerusalén no tiene más de veinte o veinticinco mil habitantes. Unos cientos de personas que se congreguen un momento en sus calles estrechas ya parecen una muchedumbre. Flavio Josefo dice que todos los años, en Pascua, son inmolados doscientos ciencuenta mil corderos, pero debe de tirar largo, como hacen hoy los organizadores de manifestaciones: si nos atenemos a este dato, habría que calcular que el número de peregrinos que se reunían en la ciudad y sus alrededores ascendía a los dos millones, lo cual parece poco verosímil. Por otra parte, si aquel día los que aclamaban a Jesús hubieran sido muy numerosos, la guarnición romana, reforzada para la ocasión y siempre ojo avizor, hubiera intervenido inmediatamente. Sus oficiales lo saben por experiencia: estas manifestaciones deben sofocarse en el embrión. Por otra parte, si Mateo habla de «muchedumbre» y Lucas de «multitud de discípulos», Mateo y Marcos agregan que se trata de «los que le precedían y los que le seguían». No es, pues, una masa. Pero se hace notar. Son verdaderos militantes del movimiento de Jesús, sobre todo galileos, no gentes de Jerusalén, seguramente. Juan explica que se trata de la multitud «venida a la fiesta». Así puede explicarse una contradicción aparente en estos relatos: son muchos los que se preguntan cómo la misma multitud que hoy aclama a Jesús, al cabo de unos días dirá a Pilato que lo haga matar. Respuesta: probablemente, no son las mismas personas. Los galileos (y también, según Juan, los amigos de Lázaro, los de Betania) desempeñan los principales papeles en el episodio llamado de Ramos, papeles que, en la condena y crucifixión, recaen en los habitantes de Jerusalén (y en los romanos).
Los Ramos también plantean un problema. Juan es el único que habla de palmas. Ahora bien, en aquella época, no había palmeras en Jerusalén, y sus habitantes tenían que hacerlas traer de fuera para la fiesta de los Tabernáculos, Soukkot, ya que la liturgia de esta fiesta exigía su utilización. Los otros Evangelios indican que los admiradores de Jesús extendían sus mantos sobe el camino que él debía recorrer, lo que era práctica corriente para honrar a un gran personaje. Pero Mateo se limita a decir que cortaban ramas de los árboles, sin más precisiones, y Marcos que «cortaban follaje de los campos».
La utilización de palmas confirmaría la existencia en Jerusalén de una red o de un grupo que las habría encargado por adelantado y la manifestación no tendría nada de espontánea. Especialmente por cuanto que, para los judíos, las palmas tienen un significado político: cuando Simón, sumo sacerdote, «estratega y jefe de los judíos», libera la ciudadela de Jerusalén en el siglo II antes de nuestra era, entra «con aclamaciones y palmas, al son de liras y címbalos, de cítaras, himnos y cantos, pues un gran enemigo había sido extirpado de Israel». Así pues, las palmas podrían considerarse, lo mismo que el asno, como un signo mesiánico: el aclamado es el liberador que expulsará al ocupante y establecerá su reino.
Los cuatro relatos evangélicos agregan que la multitud entona el Hosanna, que siempre acompaña al peregrino que va al Templo, seguido, como es costumbre en estas circunstancias, del «Bendito el que viene en nombre del Señor», que es un versículo de un salmo triunfal. Si nos atenemos a esto, podemos considerar que Jesús, simplemente, es incorporado en una procesión de peregrinos en calidad de jefe. Al llegar al Templo, un sacerdote bendecía todo el cortejo en la persona de su jefe. El trayecto ha sido corto y el pequeño cortejo no ha debido de inquietar a la guarnición romana.
Pero Juan, una vez más, va más allá. Según él, los entusiastas que rodean a Jesús gritan: «¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor y rey de Israel». Así lo confirma Lucas. Y parece lo más lógico, si la multitud portaba palmas. Pero uno piensa inmediatamente en el episodio de la multiplicación de los panes: en este momento, una «muchedumbre numerosa» quería, según Juan pero no según los otros tres, hacer rey a Jesús después de un gran milagro; esta vez, el evangelista alude claramente a otro milagro, la resurrección de Lázaro, e indica que la multitud ha visto la misma señal y sacado la misma conclusión. Juan, el teólogo, insiste aquí en el sentido político de lo que viene a continuación. Porque en los días venideros se hablará mucho del reino. La ambigüedad del título de rey dominará el debate entre Jesús, sus allegados y sus adversarios. Pilato preguntará a Jesús si es el rey de los judíos y de tal lo calificará en la cruz.
Aquel día, según Lucas, algunos fariseos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, según Mateo, se limitan a pedir a Jesús que calme a los que le rodean. Él los aparta, tranquilo y firme: «Si ellos callan, las piedras gritarán». Los otros comprenden que no pueden esperar nada de él y deben de pensar que tiene razón Caifás al sugerir que hay que matarlo por el bien de la nación entera. Porque los romanos, que este día no se han movido, podrían intervenir si este Jesús siguiera agitando a las multitudes.
Y en días sucesivos se multiplican los incidentes. Jesús se enfrentará directamente al Templo y afirmará más claramente que nunca su identidad.
Referencia: Jesús – Jacques Duquesne