En 1.490, Leonardo da Vinci llegó a Pavía junto a Amadeo y Francisco Martini da Siena. Se proponían comprobar los trabajos que se estaban realizando en la catedral. Se alojaron en la «Hostería del Moro», donde la Fábrica del Duomo de la ciudad les había reservado unas habitaciones. Porque el genio de Vinci era el responsable del edificio religioso, como lo demuestran los dibujos que todavía se conservan.
Nos hallamos ante la primera obra arquitectónica de Leonardo. Es difícil hablar de originalidad. Aprovechó ideas ajenas, para materializarlas con una precisión matemática. Años más tarde se atrevió a prolongar el crucero para que finalizase en un hemiciclo, y a levantar una planta octogonal con ocho ábsides. En esto sí que aportó un toque muy personal, porque le encantaban las dificultades.
Al encontrarse con el Teatro de la Antigüedad, una de las joyas de Pavía, comenzó a idear una misa organizada de forma teatral con el fin de que todas las otras, hasta las convencionales, resultaran más amenas. Para ello dibujó un templo compuesto de tres naves con una columna en el centro a manera de púlpito. No contento con este proyecto, planificó un mausoleo superior a cualquier edificio conocido: una pirámide de tierra provista de tres grandes escaleras exteriores. En su interior irían tres cámaras mortuorias y un centenar de urnas, todas ellas revestidas de granito. Al contemplar los planos, lo único que se nos puede ocurrir es que la obra era digna de un Faraón.
Dentro de un plano más modesto, se atrevió a presentar el plano de un burdel, que contaría con unos accesos muy discretos. Esto permitiría que las prostitutas y los clientes mantuviesen el anonimato. También proyectó unos establos con red de alcantarillado, acaso para Severino, que era el hombre que le había proporcionado diferentes caballos, con el fin de que los estudiase mientras preparaba la estatua ecuestre en honor de los Sforza.
No se sabe si Leonardo permaneció mucho tiempo en Pavía. Existe la posibilidad de que realizase trabajos de ingeniería en el Castillo, además de pintar algunos cuadros, todos los cuales se perdieron con la explosión del palacio ducal. Lo que si realizó fueron decenas de dibujos, que se encuentran en el Manuscrito B. Entre éstos podemos destacar el diseño de unos baños para los duques, que constituyen todo un prodigio hidráulico.
Mientras trabajaba en cualquiera de los encargos, el genio de Vinci siempre encontraba la manera de dialogar con los grandes filósofos que vivían en la ciudad. También frecuentó los cursos de Anatomía. Se entregó con tanto entusiasmo a esta tarea, que al tropezarse con los jóvenes que acudían allí a perder el tiempo escribió:
«Merecerían un discurso de reprimenda todos estos estudiantes impertinentes».
En 1.483, se declaró la peste en la ciudad de Milán. Resultó tan cruenta que afectó a todas las casas y llevó a la tumba a un tercio de la población. En vista de que nada podía hacer por aquellas gentes, Leonardo, que ya había vuelto de Pavía, pensó en reconstruir toda la ciudad de Milán en las proximidades de un río de aguas limpias. En lo alto estarían las viviendas y las calles para peatones, y en la zona baja se moverían los caballos y los carruajes. Las dos plantas quedarían unidas con unos canales, por los que llegarían las provisiones hasta las bodegas.
El proyecto era tan fabuloso por su originalidad, a la vez que demasiado caro, que nunca fue realizado. Sin embargo, quedó en los planos, dando idea de un moderno urbanismo: Leonardo no olvidó un sistema de alcantarillado, llevar el agua a las casas y aislar a los seres humanos de los ruidos y, sobre todo, de la suciedad.
Leonardo pretendió enseñarles que debían ser limpios, disponer de cloacas y no convivir con los animales. Algo que ya habían realizado con éxito los antiguos griegos y romanos, lo mismo que los egipcios. Pero nadie le hizo caso.
Una vez Milán quedó libre de toda amenaza, el genio florentino pudo dedicarse a finalizar el castillo de Ludovico. En estas tareas colaboró con Bramante, un extraordinario arquitecto, pintor y escultor, al que en muchos aspectos se parecía. También era artista protegido por el gobernador de la ciudad.
Leonardo conoció la alquimia y la magia negra con sus dos primeros profesores; pero, como ellos, repudió todo lo que pretendía engañar a la gente. Lo suyo era la ciencia pura. Se movía con las reglas básicas de la investigación: observar a fondo, comprobar los medios disponibles y la propia capacidad, experimentar honestamente y, por último, esperar los resultados. Y en caso de fallar, intentar localizar el error, para repetir todo el procedimiento, sin descanso hasta llegar a la meta establecida.
Los proyectos del genio de Vinci de construir nuevas villas, los aparatos para destilar, los molinos de viento con techumbre giratoria o las prensas tipográficas significaban muy poco para el ambicioso duque de Milán. Por eso se negó a financiarlos. Curiosamente, sólo se le permitió que construyese una sauna para la duquesa y una moderna granja. En realidad lo que se esperaba de él es que terminase la estatua para la que había sido contratado.
Leonardo pretendió que su caballo fuese el más grande que se había conocido. Y en esas pretensiones si que le apoyó Ludovico. Tras multitud de estudios sobre equinos y técnicas de fundido en bronce, se inclinó por colocar la montura levantada sobre las patas traseras, al mismo tiempo que el jinete alzaba una mano en señal de victoria. Todo el conjunto medía de altura 12 brazas (7,64 metros) y su peso alcanzaba las 2.000 libras.
En 1.493, dio por concluido este coloso en yeso, que todo Milán acudió a contemplar con la admiración de quien sabe que se halla ante una obra muy superior a todas las esculpidas hasta el momento.
Pronto las malas lenguas comenzaron a decir que la estatua jamás podría ser fundida, debido a que no existían hornos tan grandes. Su creador ya había pensado en este problema. Iba a utilizar cuatro inmensos hornos de fusión que verterían el metal al mismo tiempo, para después ensamblar perfectamente las piezas. Lo peor surgió en el momento de solicitar que se le proporcionaran doscientas mil libras de bronce. Porque la petición fue a coincidir con unos presagios de guerra, lo que aconsejaba emplear el dinero en pagar a mercenarios y comprar armamento.
Así el Caballo quedó en el patio de armas del palacio ducal, pero en yeso. Nunca sería de bronce y, por el capricho de unos soldados ignorantes, sería destruido.
Al observar el gran número de mujeres que Leonardo pintó, hemos de admitir que poseía una sensibilidad muy especial para captar detalles que a otros hombres le hubiesen pasado desapercibidos. La delicadeza de los tocados, la tonalidad de los cabellos, el detalle de las joyas, la profundidad de los corpiños y las manos. Éstas eran las máximas preocupaciones del genio de Vinci, y jamás las descuidaba.
Hacia 1,485 le fue encargado el retrato de Cecilia Gallerani, una de las amantes de Ludovico «el Moro». Y a esta tarea se entregó de una forma profesional, ya que necesitaba cumplir con su trabajo. El resultado fue «La dama con armiño«, que está considerado como uno de los retratos más hermosos de la pintura universal. La modelo aparece en escorzo, el rostro ligeramente vuelto sobre el hombro izquierdo, al mismo tiempo que lo sujeta con la mano izquierda. El animalito simboliza la pureza y, además, al ducado de Milán.
Por el hecho de que el fondo sea completamente oscuro, la figura adquiere tal volumen que parece ir a salirse del cuadro. Hay tanta luz sobre el rostro de rasgos delicadísimos, que resulta imposible evitar enamorarse de ella. No sólo representa a una querida, ya que parece una joven que nunca ha conocido el placer carnal, es toda una «virgen» intocable. Y por vez primera aparece la expresión enigmática, que tanto se ha elogiado en un cuadro posterior, «La Gioconda», porque se diría que la boca femenina sonríe, lo mismo que hacen sus ojos; pero la cosa no queda tan clara.
Y esa luz indirecta que tan sabiamente utilizaba Leonardo otorga a la pintura una realidad llena de vida. Viéndola nadie puede contener un suspiro. ¿Es posible que esta sublime hermosura, retenida en un instante, haya podido ser herida por la vejez y la muerte? No, por favor, alejémonos del pesimismo. Mientras el cuadro exista, Cecilia Gallerani, «la dama con armiño», será así, igual que si para ella se hubiera congelado el tiempo.
¿De qué te quejas, de quién tienes envidia, Naturaleza?
De Vinci, que ha retratado a una de las estrellas…
Bellincione
El genio de Vinci era incapaz de dedicarse a un solo objetivo, tampoco a dos o tres. Necesitaba mantener su cerebro ocupado en multitud de asuntos. Ahora sabemos que en aquellos tiempos trabajaba en la mejora del Duomo de Milán, cuya estructura arquitectónica consideraba «enferma». Para él los primeros arquitectos se habían equivocado al calcular los pesos y las fuerzas de todo el edificio.
Sus planos fueron considerados válidos; y se autorizó su realización. Pero, de nuevo, otros trabajos desviaron su interés. Jamás volvió a pensar en el Duomo. Le preocupaban otros proyectos de hidráulica y desecación para la ciudad de Vigevano, donde tenía su residencia veraniega Ludovico «el Moro». También realizó unas correcciones en los grandes molinos de viento.
Se cree que en estos meses recibió el obsequio, por parte del duque de Milán, de un viñedo de dieciséis hectáreas en las proximidades del foso de Porta Vercellina. Su primera idea fue la de construir allí una casa, en la que pasaría largas temporadas. Como siempre, cambió sus intenciones al poco tiempo. Prefirió alquilar el viñedo al milanés Giovanni Battista da Oreno.
Leonardo ya era reconocido en Milán como el artista más grande. Nadie discutía su forma de comportarse, porque no daban motivo para las críticas, aunque si para los elogios de quienes le conocían de verdad. Que estuviera mostrando una cierta generosidad con sus jóvenes ayudantes era una cuestión personal.
En el momento que apareció Giacomo en la vida de Leonardo, comenzaron a producirse unas pequeñas anormalidades que las gentes de la época no consideraron criticables; sin embargo, algunos historiadores las han utilizado para inventarse una pedofilia, es decir, atracción sexual por los niños que nosotros rechazamos en todos los sentidos.
Giacomo era un ladronzuelo mentiroso, cabezota y glotón. A pesar de este comportamiento, Leonardo le siguió teniendo a su lado durante muchos años. Y aquel niño continuó robándole, sometiéndole a algunas pequeñas traiciones y otras fechorías. Giacomo, al que se le terminaría dando el apodo de Salai por el famoso moro Saladino, era un chiquillo muy guapo, de pelo ensortijado y ojos grandes. En ciertos momentos se dedicó a pintar, y fue modelo de su protector en diferentes ocasiones.
La relación que se dio entre Leonardo y Salai fue la de un padre con un hijo díscolo. Salai aceptó trabajar en el taller de su protector y terminó aprendiendo el oficio hasta un discreto nivel; pero siempre fue incapaz de mantener la mano quieta cuando veía unas monedas delante. Ante la contumacia en el delito hemos de aceptar que la paciencia de Leonardo resulta muy exagerada. Claro que en las cosas de los afectos se dan unas relaciones de lo más singulares.
La muerte en 1.492 de Lorenzo «el Magnífico» da lugar a una época de intensa agitación política. Leonardo se estaba dedicando a una serie de investigaciones bastante sorprendentes. Después de examinar fósiles de las montañas próximas a Milán, llegó a la acertada conclusión de que el valle del Po había estado cubierto muchos siglos atrás por el mar.
Al explicar estos temas a sus alumnos comparaba la Naturaleza con un organismo vivo, poseedor de un alma vegetativa. Leonardo estaba cumpliendo el papel de sus grandes maestros, sobre todo el de Verrocchio, al que nunca pudo olvidar porque fue el que más le enseñó. Por aquellos tiempos eran seis personas las que vivían en el hogar del genio de Vinci: el ladronzuelo Salai, Boltrafio, Marco, una criada, el mismo maestro y… ¡Caterina!
¿Quién pudo ser esta Caterina? Por los diarios de Leonardo sabemos que entró en la casa el 16 de julio de 1.493; y que le pagaba un sueldo. Algunos historiadores han pretendido ver en esta mujer a la madre del genio de Vinci, la cual había querido terminar sus últimos años junto a su hijo. Podría ser cierta esta teoría, debido a que ella falleció dos años más tarde. Y su entierro fue de primera, es decir, Leonardo se cuidó de que recibiera el mejor trato «que mujer alguna pueda merecer».
Quienes opinan que sólo se trató de una criada, se apoyan en la bien demostrada generosidad de Leonardo. De una u otra manera, de esta Caterina se sabe muy poco; y dado que no ha quedado constancia de la muerte de la verdadera madre de Leonardo, caben todas las conjeturas.
Una de las pinturas más famosas de Leonardo es «La Santa cena».
Se cuenta que da Vinci había concluido ya el Cristo y los once apóstoles; pero de Judas sólo había hecho el cuerpo, y la obra no adelantaba. El prior, impacientándose, se fue a quejar al duque de Ludovico. El duque, presa de irritación, llamó en audiencia al pintor. Leonardo explicó que todavía no había logrado dar con un rostro de bribón que respondiese a lo que Judas representaba. Ante la insistencia de Ludovico y del prior, Leonado pronto encontró la figura que estaba imaginando y en seguida terminó el cuadro.
¡¡Ni que decir tiene que el rostro de Judas fue el del prior!!
Nos encontramos ante una obra magistral, que acaso se encuentre entre las cinco pinturas más importantes del mundo. Un mérito que se ha ganado más por lo que han contado de ella quienes la vieron cuando ofrecía todo su colorido. Baste decir que en el momento que Francisco I, rey de Francia, la contempló quedó tan impresionado que quiso comprarla. Sin embargo, al ser un fresco se hallaba unida a una pared, y los técnicos no encontraron la forma de cortarla sin que se desprendieran los ladrillos, la argamasa o los otros materiales.
Con el paso de los años, ese refectorio fue convertido en caballeriza. Las defecaciones de las bestias, la paja, el agua y tantas otras materias en putrefacción fueron generando unos vapores que terminaron por deteriorar la pintura. Por este motivo hoy la encontramos en un estado tan calamitoso. Conviene resaltar que se ha intentado restaurar en varias ocasiones, y por este motivo todavía sigue en el muro original. Quizá sin tanto esfuerzo no quedase ni una sombra de la misma.
«La Santa cena» fue encargada por Ludovico «el Moro» para el refectorio de Santa María delle Grazie. Leonardo tardó tres años en realizarla. Y de nuevo nos encontramos con una obra incompleta, porque el autor no se atrevió a dar una expresión definitiva a Jesús al considerar «que no existía hombre en el mundo capaz de reflejar la calidad divina de Cristo». Pero dejó una cara que, dentro de su aspecto no definitivo, ofrece la grandeza del Hombre que se halla por encima de todas las pasiones humanas.
Porque lo que el fresco pretende reflejar es aquel momento tan inquietante en el que Jesús anunció que uno de ellos lo iba a traicionar. Entonces se produjo una conmoción entre todos los apóstoles. Las manos se agitan. Pedro se atreve a empuñar un cuchillo, Judas aprieta la bolsa llena con las monedas de su delito, un dedo de Tomás se alza interrogador, Mateo, Simón y Tadeo buscan una respuesta, alguien derrama una copa…
La inquietud se muestra además en los rostros, en los cuerpos y en todo el conjunto. Un drama que el espectador capta a la perfección, debido a la soberbia perspectiva del fresco: un gran cuadro central y dos pequeños en los extremos, para que las líneas diagonales y perpendiculares se encuentren en el centro, precisamente en el rostro de Jesús. Con este procedimiento totalmente geométrico, la perspectiva logra que al contemplar el motivo central, Jesús, se vea todo el conjunto.
A este golpe de magia se llega porque el punto de fuga coincide con el ojo del espectador. Le introduce en la pintura, para que no pierda ni uno solo de sus detalles. He aquí el triunfo de un artista genial que, al igual que el mago más honesto, conocía todos los recursos para fascinar sin trucos. Lo que deseaba contar se halla en el fresco, y lo ofrece a la gente, al mundo y a la inmortalidad, para que lo deguste con todos sus sentidos, especialmente con el «sentido común».
Cuando Ludovico «el Moro» fue informado de que Leonardo había finalizado «La Santa cena» se llenó se júbilo. Corrió a contemplarla y, después, ordenó que se celebraran fiestas en honor de la «pintura más sublime que Milán había conocido».
Grande debió ser su impresión, ya que no le importó que este fresco resultara muy superior al retrato de su familia que guardaba en su refectorio.
En el año 1.498 Luis XII, recientemente nombrado rey de Francia, llega triunfante a Milán tras derrotar Ludovico. A Leonardo se le encargó la organización de los festejos de tal recibimiento. Leonardo era un artista universal, por lo que se hallaba fuera de todo conflicto político.
En los últimos años que Leonardo permaneció en Milán no le importó realizar trabajos menores. Le pertenecen los adornos de la bóveda de la «sala delle Asse», que pertenecía al castillo de Milán. Realizó una celosía trenzada por medio de las ramas de unos árboles frondosos y pámpanos, con lo que creo la sensación de encontrarse bajo la bóveda de un bosque que estuviera recibiendo la luz solar desde abajo y no desde arriba. Todo un ejercicio de fantasía, en el que los investigadores han querido ver representada la complicada personalidad de Ludovico «el Moro».
No dejó de dedicarse a las matemáticas, animado por el fraile franciscano Luca Pacioli. Se cree que Pacioli ayudó a que el genio de Vinci descubriese las proporciones del cuerpo humano. El canon de la figura humana creado por Leonardo fue aceptado por todos los artistas. Y como tal debía ser utilizado en las academias de dibujo y pintura de todo el mundo.
Leonardo fue un maestro con el compás y la escuadra, dos elementos claves para trazar figuras geométricas. Mientras iba completando sus cuadernos de notas, a pesar de escribir «al revés» porque seguía queriendo encerrar sus textos en el misterio, estamos convencidos de que deseaba que terminaran por ser conocidos.
Cuando empezó su «Tratado de la pintura», se advierte que no se dirigía a sí mismo, como puede hacer quien redacta sus memorias. El tratado se iba a componer de diez libros; sin embargo, como en todo lo que Leonardo planificaba, la obra quedó incompleta. En el siglo XVII fue impresa por primera vez, para que el mundo entero descubriese al más grande de los maestros de las bellas artes.
¡Fructíferos años los últimos que Leonardo vivió en Milán! Ya lo habían sido para la pintura, las matemáticas, la arquitectura y las ciencias. En este último campo, se entregó a la construcción de lentes y gafas. Antes había estudiado la luz y la óptica. Sus textos, que datan del año 1.488, son tan acertados que se nos ocurre preguntar: ¿Existía algo ante lo que la mente de Leonardo se detuviera? Estamos convencidos que lo que dejó sin investigar se debió a la falta tiempo. Era un ser humano que envejecía y que, como todos, terminaría por fallecer.
Leonardo había cumplido cuarenta y ocho años cuando dejó Milán, pasó una corta temporada en Mantua y llegó a la Serenísima República de Venecia. Allí se disfrutaba de tanta riqueza que no había pobres. En medio de sus canales, admirando sus espléndidos palacios e iglesias, cualquier visitante, más si era un hombre inteligente, caía en la cuenta de que no se hallaba en Italia. Aquella ciudad se parecía más a las orientales, como Bizancio, sin dejar de ofrecer grandes influencias de los europeo. Toda una mezcolanza que provocaba la admiración y, al mismo tiempo, desconcertaba.
Las autoridades al ser informadas de la presencia de tan famoso artista, le invitaron a mantener una entrevista. Después fue contratado como ingeniero, para que comprobase las defensas de la ciudad ante el inminente ataque de los turcos, ya que éstos se encontraban en Friul y no dejaban de navegar frente a las costas dálmatas.
Pocas semanas después, Leonardo ideó un fabuloso sistema de esclusas móviles o soportes dentados para inundar voluntariamente toda la zona. Esto impediría la invasión.
Un sistema parecido sería empleado dos siglos más tarde por los holandeses para detener a las tropas francesas de Luis XIV. Sin embargo, el Consejo Veneciano de los Diez lo rechazó, porque lo consideró arriesgado y, sobre todo, excesivamente costoso.
Es posible que por aquellas fechas Leonardo inventase el traje de buzo, con el fin de que se pudieran sabotear los barcos enemigos sin ser vistos por los vigilantes. En el Códice Atlántico dejó Leonardo el testimonio de su invento. Los ingenios que permitirían a los «buzos» respirar sumergidos serían un saco lleno de aire, al que se añadiría un círculo de hierro para mantenerlo separado del pecho. Esto acompañaría a una coraza del tipo capuchón, un chaleco, unas calzas pesadas y un odre para los orines. Todos los detalles aparecen minuciosamente descritos. Por eso sabemos que el «buzo» llevaría un cuchillo para cortar las redes y un taladro, inventado por Leonardo, para abrir vías de agua en los cascos de las embarcaciones.
Actualmente, se considera muy válido el proyecto, a pesar de que nunca se llegó a realizar. Por otra parte, a su inventor terminaría por remorderle la conciencia, ya que decidió mantenerlo en secreto ante el temor de que los hombres «movidos por sus malas inclinaciones, lo utilicen para asesinar en el fondo de los mares, al destruir las naves y echarlas a pique, junto con los tripulantes que en las mismas se encuentren».
Son muchos los ingenios para la guerra naval que Leonardo diseñó en aquellos meses de gran actividad. Uno de ellos fueron unos barcos-bomba, que se debían llenar de pólvora y astillas, para que estallaran en el momento de ser encendidos. También ideó unos botes provistos de un espolón y una enorme palanca, que terminarían fijándose junto a la línea de flotación de los navíos enemigos con el fin de cortar las cuerdas de amarre de éstos.
Una tercera idea provino de su estudio de las técnicas de los buscadores de perlas de la India. Diseñó unos caparazones para nadar, que debían ser utilizados en un ataque naval. Podríamos considerarlos una especie de «submarinos individuales, que disponían de un cierre hermético, un tubo de cuero que se obturaba por medio de una tapa, chalecos salvavidas y unos petos blindados con mallas de hierro». Esto permitía luchar cuerpo a cuerpo en el agua.
El Consejo de los Diez continuó sin apoyar estas ideas, aunque fue bastante generoso en los sueldos que pagó al genio de Florencia.
Leonardo cruzó los Apeninos y llegó a la Alta Toscana, su tierra natal. Las llanuras, los montes, los ríos y los valles eran los mismos: torrentes de recuerdos, exploraciones que no por realizadas dejaban de invitar a repetirlas. Sin embargo, las gentes habían cambiado. Los que llegaban a reconocerle le hablaban con un tono receloso; y no lo hacían porque le temieran. El enemigo era peor: el fanatismo religioso de Savonarola.
Este tétrico personaje, la inquisición representada por un monje despiadado, había dividido a la población en dos grupos antagónicos: los fundamentalistas y los desesperados.
Leonardo parecía haberse alejado de la pintura porque le cansaba. Nada más llegar a Florencia pudo retirar un dinero, con el que estaban viviendo más sus ayudantes y criadas que él mismo. En el momento que se encontró con problemas económicos, debió recurrir a los servitas que se encargaban de la iglesia de la Annunziata para que le encargasen una pintura. Pero ya se había elegido a Filippino Lippi, aunque éste cedió el trabajo a su maestro nada más conocer la situación.
Unos problemas matemáticos vinieron a distraer al genio de Vinci, lo que a los frailes disgustó porque desconocían el comportamiento de quien era incapaz de concentrarse en una sola tarea. Después de una serie de recriminaciones, lograron que les entregase unos cartones con los dibujos de la futura pintura. Y al verlos quedaron tan asombrados, que en seguida corrieron a exponerlos en el claustro.
Millares de florentinos admiraron las figuras de santa Ana y de la Virgen como un anticipo de lo que suponían iba a ser otra obra maestra del autor de «La Santa cena». Debemos entender que se sintieron muy disgustados al comprobar que el genio de Vinci no iniciaba el cuadro. Tardaría más de diez años en tomar el pincel para llevar a un lienzo ese cartón maravilloso.
Isabel de Este había quedado tan impresionada con las pinturas de «La dama del armiño» o Cecilia Gailerani y del «Retrato de mujer» o Ginevra Benci que necesitaba a Leonardo. Necesitaba al pintor, y no al ingeniero, matemático, arquitecto, humanista, filósofo, músico, poeta, maestro de escena, etc. Por eso no dejaba de escribir a todos los lugares donde sabía que acababa de llegar. Como en él era habitual, tardaría varios años en pintar el cuadro de Isabel de Este.
Vivía tiempos en los que pensaba en buscar un nuevo protector. Y había fijado sus ojos en César Borgia, para el que trabajaría preferentemente como ingeniero militar.
Referencias: Leonardo da Vinci – Sara Cuadrado