Nuestro querido y admirado Leonardo deseoso de cambiar de mecenas, encuentra en el joven, ambicioso y populista César Borgia las ganas de trabajar que le faltaban.
Mientras seguía a César Borgia, fue construyendo palacios, iglesias, bibliotecas y escuelas en las ciudades que se iban conquistando. En la fortaleza de Castel Bologuese edificó un gran cuartel. Se encargó de que el puerto de Cesenatico volviera a ser operativo. También fabricó nuevas máquinas de guerra: mejoró las bombardas, inventó los explosivos múltiples y alargó las lanzas de la infantería para que tuvieran mayor longitud que las utilizadas por los suizos.
Durante uno de esos cortos periodos de tregua, se desconoce en qué lugar, Leonardo conoció a Nicolás Maquiavelo. Un joven de fácil palabra, que había llegado al campamento militar como representante de la República de Florencia. Por vez primera el genio de Vinci no supo definir a un hombre en el momento de empezar a tratarle. Comprendió que se hallaba ante un personaje que deseaba agradar, aunque nunca bajaba la guardia. Prefería escuchar a hablar, y con su media sonrisa transmitía un cinismo que, al momento, encontraba la manera de ocultar.
A las pocas semanas, adivinó que era un espía o algo similar. Cosa que no quiso descubrir, porque hubiera sido traicionar a un paisano, pues los dos habían nacido en la Alta Toscana. Curiosa amistad la que establecieron, labrada con vivas discusiones que, al final, cerraban con un abrazo. Todo por ese concepto de Maquiavelo de que «el hombre es el ser de la creación más vulnerable por la cantidad de defectos que le aquejan; cualquier gobernante que supiera manejar esos defectos del pueblo, podría convertirlos en corderos que comerían en su mano».
La muestra de hipocresía terminaba por enfurecer a Leonardo, brotaba la discusión verbal y, cuando éste se daba cuenta de que su interlocutor no había dicho ninguna mentira, surgía la reconciliación. En realidad el joven pretendía servirse de los elementos más bajos del hombre, a la vez que le alertaba de lo fácil que resultaba manipularlo.
El 13 de junio de 1.502, César Borgia entró triunfalmente en Roma. Ocho días más tarde ya era dueño de todo el estado de Urbino. En seguida llamó a Leonardo, para que se encargara de la construcción de escaleras y canales, de efectuar distintas reparaciones y otras obras. Además se le propuso pintar un «Arquímides» para Pietro Barozzi, el obispo de Padua, ya que se quería homenajearle por su condición de gran científico.
El 18 del mismo mes, el genio de Vinci fue contratado, por medio de un documento oficial, como arquitecto e ingeniero en general de todas las fortalezas de los estados de César Borgia.
En el verano de 1.503, Roma se vio azotada por una epidemia de malaria. Las gentes morían a cientos. La enfermedad invadió el Vaticano. Fallecieron varios obispos, camarlengos y cardenales. Uno de los últimos en verse mortalmente afectado fue el Papa Alejandro VI. Con su fallecimiento puede decirse que el final de los Borgia ya estaba dictado.
Libre de todo compromiso con César Borgia, Leonardo acudió a la llamada de la ciudad de Florencia que le reclamó en su guerra contra Pisa. Leonardo se entregó de inmediato a estudiar el sistema de asedio al que estaba siendo sometida la ciudad de la Torre Inclinada.
En seguida comprobó que los habitantes podían resistir porque les llegaban las provisiones. Como el río Arno pasaba por el interior de la misma antes de desembocar en el mar, lo que se debía era cortar las líneas de abastecimiento. Para lograrlo organizó un canal a base de una serie de esclusas, las cuales servirían para superar los obstáculos naturales.
Como complemento de lo anterior, proyectó túneles, inventó unas excavadoras, grúas y calandrias. En seguida se iniciaron los trabajos, hasta que unas lluvias inesperadas provocaron grandes corrimientos de tierras. Así quedó arruinado el proyecto.
Los pisanos se rendirían cinco años más tarde, debido a que el pirata Bardella bloqueó la salida al mar con sus embarcaciones. Algunos de los ingenios de Leonardo se utilizarían para elevar el baptisterio de Florencia, con el fin de colocarlo sobre un pedestal más alto.
Leonardo odiaba y amaba la pintura, en una contradicción de sentimientos que tenía mucho que ver con su lucha permanente por conseguir la perfección. Cuando se enfrentaba al lienzo o a una pared, con el fin de realizar un fresco, se entregaba a tal proceso de investigación que no encontraba la manera de detenerse.
El espíritu del genio de Vinci se hallaba modelado por los conceptos de la pintura. Era inevitable que volviera a ella. La ocasión se la proporcionó Maquiavelo al conseguirle la realización de un fresco para la Sala del Gran Consiglio del Palazzo Vecchio. El tema que se eligió fue la batalla de Anghiari, en la que los florentinos derrotaron a los milaneses.
El cartón comenzó a dibujarse en octubre de 1.503. Dado que siete meses más tarde no estaba terminado, la Signoria que representaba a quienes financiaban el trabajo exigieron que la obra quedase finalizada en febrero de 1.505. En diciembre de 1.504, Leonardo pudo mostrar el cartón terminado y, de inmediato, dio comienzo la pintura.
¿Cuántos cartones dibujó el divino artista a lo largo de su vida? Fueron cientos, lo que nos lleva a deducir que la mayoría representan obras pictóricas no realizadas, que se han perdido o quedaron inacabadas. Ahora sabemos que estos cartones escapaban de las manos de su autor, debido a que algunos de sus ayudantes u otras personas cercanas se cuidaban de enmarcarlos, con el fin de ponerlos a la venta. ¡Eran tantos los compradores que esperaban estas ofertas!
Para «La batalla de Anghiari» Leonardo se propuso reflejar la violencia despiadada, el estallido de la irracionalidad de unos guerreros y unas bestias, sus caballos, mezclados en un conjunto apocalíptico, donde se diría que todos van a sucumbir. Cada uno de ellos quiere aniquilar al adversario, y para conseguirlo se funden en un choque de espadas levantadas, rostros desfigurados por la furia y la más terrible desesperación. La frase «debo matar para que no me maten» quedó plasmada con una fuerza extraordinaria.
El fresco que pintó Leonardo se perdió. Cometió el error de cambiar de técnica, acaso porque la utilizada en «La Santa cena» no terminaba de convencerle. Recurrió a una ideada por Plinio. Durante los primeros meses, llegó a creer que al fin había dado con la solución porque los colores no se apagaban en aquella pared «bien acondicionada». Sin embargo, en el momento que decidió secar su obra, que ya había sido terminada, se fue a encontrar con que la zona superior quedaba demasiado oscura, mientras la inferior.. ¡Se estaba derritiendo!
Toda esa parte de la pintura se deshizo en chorretones que cayeron al suelo. Pero algo debió quedar que merecía la pena. Tenemos esa certeza porque el 17 de agosto de 1.549, Anton Francesco Doni elogió el conjunto de caballos que se habían pintado en la Sala Grande, «pues resultan una cosa milagrosa». Años después no se debió pensar lo mismo. La pintura de Leonardo fue borrada, para colocar en su lugar una decoración de Vasari.
La situación de Leonardo debía ser poco importante en Florencia, cuando permitió que se le sometiera a un duelo con el escultor y pintor Miguel Ángel. Éste contaba veintinueve años, acababa de terminar la colosal estatua de David y era uno de los hombres más famosos de la ciudad, casi tanto como el genio de Vinci.
Miguel Ángel había recibido un encargo similar al de Leonardo. Pero eligió el tema de los soldados sorprendidos mientras se bañaban, al creer que la batalla se había tomado un respiro. De esta manera pudo desarrollar toda su maestría al mostrar los cuerpos al natural, con esa tensión que provocan la sorpresa, la indefensión, el deseo de escapar a una muerte inevitable o el querer luchar aunque falten las armas. Gracias a que este fresco («La batalla de Cascina«) si que se conserva, hemos de comprender que todos los florentinos se inclinaran a favor del pintor más joven.
Leonardo no se sintió derrotado. Contaba más de cincuenta años, había demostrado repetidamente su genialidad y estaba convencido de que se aprende más de los errores que de los aciertos. Durante los meses siguientes, dibujó varios cartones de desnudos que nada tenían que envidiar a los de Miguel Ángel, porque eran distintos. Si éste prefería mostrar atletas bien musculados, el genio de Vinci se inclinaba por la perfección anatómica de un hombre bien dotado.
El 30 de julio de 1.505, Leonardo fue autorizado por su Señoría para desplazarse de Florencia a Milán durante tres meses. Debía realizar unos trabajos para Charles d’Amboise, señor de Chaumont-sur-Loire, que era el gobernador francés de la ciudad lombarda. Allí permanecería más tiempo del estipulado. Toda la labor que realizó debió ser tan excelente, que el mariscal Amboise lo reconoció en un escrito que envió al genio de Vinci.
Hemos de admitir que Leonardo no «fue profeta en su tierra» en otros terrenos distintos a la pintura. Tuvieron que ser los franceses y, más tarde, los ingleses quienes le otorgaran la cualidad de «genio en casi todas las disciplinas del pensamiento y la imaginación». Los franceses se convirtieron en sus mayores admiradores.
Leonardo permaneció en Milán hasta el 15 de septiembre de 1.513. Se tiene la certeza de que durante este tiempo siguió ampliando todos sus conocimientos sobre Anatomía, para lo cual mantuvo largas charlas con el anatomista veronés Marco Antonio della Torre.
En 1.510, visitó las universidades de Padua y de Pavía en su empeño de seguir investigando en el terreno de la hidráulica. Inventó una máquina para elevar el agua.
Los dibujos que aparecen en sus cuadernos de notas son tan perfectos, que merecen el título de precursores por los muchos caminos que abrieron a tantos otros científicos posteriores. Planteó conceptos que nadie antes se había atrevido a exponer, y casi siempre con un gran acierto. Por ejemplo, comenzó a estudiar la fonética, que hoy día es considerada una ciencia. Continuó los trabajos de desecamiento por medio de canales de los terrenos inundados. Descubrió el principio de la frotación, planteó la teoría del reflujo del agua y cómo se forman los remolinos en el río.
Al mismo tiempo que se ocupaba en hacer navegable el canal de la Martesana, desde el lago Como hasta Milán, volvió a preocuparse del cuadro de «Santa Ana», cuyo cartón realizó diez años antes, y pensó en el de «Leda».
Sus investigaciones no conocieron jamás ni un momento de tregua. Se adentró en la geología, sin dejar la anatomía, la cosmografía, la óptica, la acústica, la mecánica y las matemáticas. Levantó los planos de diferentes edificios antiguos. En el mes de agosto de 1.516 anotó las medidas de la basílica de San Pablo.
Sólo las personas que se hallaban cerca del genio de Vinci conocían sus fabulosos trabajos. Para los demás lo único que contaban eran las pinturas y la escultura, junto a algunos proyectos fallidos. Las críticas a su supuesta inactividad iban en aumento.
Leonardo no se cansaba de afirmar: «La pintura es una poesía que se ve». Una frase que él convirtió en axioma al finalizar el cuadro de «La Gioconda«. Mucho se ha escrito sobre la dama misteriosa, a la que durante mucho tiempo se llamó «la cortesana del velo de gasa». Un siglo más tarde del fallecimiento del genio florentino, alguien identificó a la modelo como Mona Lisa del Giocondo.
A partir de ese momento surgieron infinidad de leyendas, como esa tan hermosa de que Mona Lisa era la hija de aquella primera jovencita que le fascinó en la villa de la familia Rucellari. Nos estamos refiriendo a Florinda, cuyas facciones se habían repetido, con una prodigiosa madurez, en sus descendientes.
También se cuenta otras más indignas, que preferimos ahorrarnos. Los datos que podemos considerar «oficiales» es que la dama se llamaba Mona Lisa Gherardini, era una patricia de Florencia y estaba casada con Francesco di Bartholommeo di Zanobi del Giocondo, un personaje muy rico y famoso en su tiempo. La modelo debió estar posando durante cuatro años; lógicamente, en distintos periodos. Existe la certeza de que Leonardo contrató músicos para que su modelo no se cansara.
La impresión que este cuadro causó en aquella época, y en las posteriores, la reflejó perfectamente Jules Michelet en su «Historia de Francia»:
«Este lienzo me atrae, me invade, me absorbe; hacia él voy a pesar mío, como el pájaro hacia la serpiente… La Gioconda, ¡gracioso y sonriente fantasma! La suponéis atenta a los relatos desenfadados de Boccacio. ¡Desconfiad! El propio Vinci, el gran maestro de la ilusión, se ha dejado engañar: por años permaneció ahí, sin lograr nunca salir de ese laberinto móvil, fluido y cambiante, que ha pintado en el fondo del peligroso cuadro«.
Dentro de la leyenda que rodea esta divina obra, se cuenta que un posible comprador de la misma, sin poder frenar la pasión que sentía, quiso besarla. Ésto asustó tanto a Leonardo, que a partir de entonces la conservó con él casi hasta el mismo día de su muerte.
Leonardo ya había demostrado en otros retratos de mujeres que le importaba mucho la modelo. A pesar de que en su «Tratado de la pintura» aconseja que no es conveniente respetar el parecido exacto de lo que se copia, él lo respetó hasta la sublimidad. Porque no sólo realizó un retrato perfecto, sino que aportó «la vida de un carácter o de una psicología». Para ello se apoyó en la expresión del rostro y en la colocación de las manos.
A partir de Leonardo, los pintores debieron cambiar su técnica a la hora de pintar un retrato. Se debía ofrecer algo más, como lo lograrían Velázquez, Goya y otros grandes pintores. Bien es cierto que la «Gioconda» marcó un techo insuperable.
Acaso la clave de esta magia se encuentra en estos consejos que Leonardo ofreció en su «Tratado de la pintura»:
«Ten presente las calles, al atardecer, en los rostros de los hombres y de las mujeres cuando hace mal tiempo, que gracia y que dulzura tienen… y es que entonces el aire es perfecto…
Mira la luz de la vela y contempla su belleza; cierra los ojos y mírala de nuevo; lo que ves ahora no existía antes y lo que existía ya no está ahora. Has de saber que las sombras dan vida a los objetos, que las formas se modifican continuamente con el juego del claroscuro que es finura y suavidad«.
En la «Gioconda»el sfumato (técnica de difuminar ligeramente las formas) adquiere su más excelsa magnitud. El pintor halla y esconde al propio tiempo el misterio de la existencia y provoca a nuestra imaginación para que tome parte activa en la alquimia de esta «mágica» transformación de la realidad.
Se diría que Leonardo hubiese cubierto de unos tenues velos la pintura, con la intención de que el espectador se cuide de levantarlos, si es capaz, ya que de esta forma conseguirá descubrir, más allá de las tinieblas, la luz, los ojos, la boca y esa sonrisa insinuada, los enigmas de la vida.
A esa mirada tan cargada de misterio, a esa sonrisa indefinida, se ha unido un paisaje intencionadamente fuera de perspectiva. Los trucos válidos, soberbios, de un superhombre que nos conocía a todos mejor que nadie. Ahí esta su obra inmortal, para asombro de todas las generaciones. ¿Cuántos miles de millones de admiradores y admiradoras ha tenido la «Gioconda» desde que fue creada? ¿Qué nos contarían sobre las reacciones en el momento en que se sitúan delante de esta gran obra arte?
Por aquellos tiempos comenzaron diversas sublevaciones en Venecia y Padua, dando lugar a multitud de batallas que acabaron en tragedia. Leonardo no debió permanecer impasible, debido a que estaban falleciendo sus antiguos protectores. Pudo saber de la muerte de César Borgia, en 1.507; y un año más tarde de la de Ludovico «el Moro», al cual se le trasladó de una prisión a otra en un trágico peregrinaje.
El cartón para el cuadro de «Santa Ana» que Leonardo realizó unos diez años antes, cuando fue llevado al lienzo fue modificado sustancialmente por el autor. Si el primero ya era una obra de arte, el segundo adquirió unas dimensiones parecidas a las de la «Gioconda».
Sobre el fondo de un conjunto de montañas, queda algo difuminado por unos vapores que parecen anunciar la creación del mundo, un conjunto pintado de forma piramidal: Santa Ana, la Virgen y el Niño Jesús. Los tres juegan con un corderito. Las sonrisas vuelven a ser imperceptibles, y hemos de ver en las miradas femeninas un amor sublime, lo que supone un conjunto antológico de la armonía en la pintura.
Nos hallamos bastante lejos del enternecedor conjunto del primitivo cartón, lo que no desmerece la obra, ni mucho menos. Esa Virgen que pretende coger al Niño, mientras a éste le preocupa más el cordero, ofrece una serie de acciones o movimientos enlazados con el conjunto. Toda una invención que inspiraría a infinidad de pintores, algunos de ellos de la categoría de Rafael y de Miguel Ángel.
Como siempre, el cuadro o tabla se halla incompleto. Son muchos los críticos que aprecian la intervención de los ayudantes, especialmente en los pies descalzos y en el cuerpo del cordero. Esto no resta mérito a una obra magnífica. Actualmente se le ha dado el nombre de «Virgen con el Niño y Santa Ana».
A primeros de mayo de 1.509, Leonardo se puso al servicio del rey de Francia. Su comportamiento no puede ser considerado una traición, porque era florentino y su tierra se hallaba lejos de cualquier peligro. Aquellos eran tiempos en los que muy pocos se consideraban «italianos», debido a que este país no existía como tal al hallarse todo el continente excesivamente dividido.
Los franceses ya andaban detrás del genio de Vinci desde principios del 1.501. Ocho años más tarde, le pagaron todas las deudas que había contraído en Milán y en Florencia, hasta compensaron a los servitas porque no se hubiera terminado el cuadro de «La batalla de Anghiari». También le permitieron recuperar su viña, que andaba en pleitos. Ante tanta generosidad, el mismo Leonardo comentó: «Cuantos favores me pagan por tan pocos servicios».
Una vez instalado en Cassano, el genio de Vinci comenzó a realizar infinidad de estudios y proyectos sobre armamentos. Por sus dibujos se adivina que siguió muy de cerca los acontecimientos militares, debido a que aparecen esbozos topográficos y la explosión de un fuerte. Además, fue consejero de varios pintores milaneses. Pese a su colaboración en las operaciones militares, la guerra le parecía una «bestialísima locura».
Hasta tal punto llegó la admiración que sentían los franceses por Leonardo, que cuando entraba en una ciudad lombarda levantaban arcos de triunfos y ponían alfombras en las calles.
Sin dejar de estar al servicio de los franceses, Leonardo consiguió vivir medio año en Florencia. Se alojó en casa de un escritor apellidado Rustici. Como compensación le asesoró en los trabajos de fundición de una caldera de bronce.
En aquella vivienda se organizaban fiestas para artistas, a las que se daba el nombre de «club de la caldera». Una de las extravagancias consistían en colgar la comida en las ramas de un árbol que ocupaba el centro de la habitación principal.
Leonardo se dedicó durante este tiempo a clasificar sus papeles, como si pretendiera publicarlos. Se hallaba enfrascado, además, en la construcción de una prensa para imprimir, que estaría regulada por engranajes y sería dotada de un estereotipo sobre el cual se deslizaría el papel con mayor facilidad.
Nada mas volver a Milán, se entregó a la realización de sus últimos cuadros: «Baco» y «San Juan Bautista». Las dos pinturas presentan algunas similitudes, lo que ha llevado a creer que intervinieron demasiado los ayudantes. El maestro jamás hubiera repetido los pies, ni otros detalles. También se reprodujo la sonrisa de la «Gioconda».
A principios de 1.513, Luis XII se vio obligado a dejar Milán, bajo la presión de los ejércitos mandados por el Papa. Y Leonardo se dijo que había llegado el momento de viajar a Roma, una ciudad que siempre había estado en su mente.
El 24 de septiembre de 1.513, Leonardo salió de Milán en compañía de Gian Francesco de Melzi, Salai, Lorenzo y Fanfoia. Por fin se había decidido a aceptar una invitación del cardenal Giuliano de Médicis, «el Magnifico». Ya contaba con la suficiente experiencia humana para comprender que se le llamaba porque era el único de los grandes artistas italianos que faltaba en Roma. Eran aquellos tiempos en los que el Vaticano había conseguido dar forma a un «Olimpo», pues se hallaban presentes todos los grandes creadores.
Podía darse el hecho de que Giuliano le quisiera emplear en otros trabajos, debido a que desempeñaba el cargo de jefe de las milicias pontificias. El hecho es que Leonardo fue tratado como un príncipe: se le alojó en un edificio construido por Inocencio VII, en una de las zonas más altas del Vaticano, próximo al Belvedere. Allí pudo instalar sus oficinas y sus estudios. Bajo las ventanas se extendían las grandes praderas del castillo de Sant’Angelo.
Dado que contaba con las autorizaciones necesarias, el genio florentino cambió totalmente el lugar: rehizo cinco balconadas, construyó armarios, estanterías, bancos y mesas y modificó parte de los suelos.
Se cree que empleó una gran parte de su tiempo en construir ingenios mecánicos. Tuvo a su lado a los dos especialistas alemanes con los que había trabajado en Venecia.
Pronto se vería envuelto en un proyecto de gran magnitud: la desecación de las Marismas Pontinas. Lo que se pretendía era que la Vía Appia no siguiera estando rodeada por aguas estancadas, que casi todo el año desprendían unos hedores nauseabundos. Los planos y los principales estudios fueron de Leonardo; sin embargo, la dirección de los trabajos iniciales correspondieron al monje Giovanni Scotti de Como, al que ayudaron un grupo de famosos geómetras.
Las obras se abandonaron con la muerte del cardenal Giuliano.y del Papa León X. Cuatro siglos más tarde se realizarían por completo, al canalizarse las aguas estancadas hasta llevarlas a las zonas bajas de las marismas; y desde aquí conducirlas al río Ufente. Éste fue desviado de su curso para que desembocara en el mar, en las proximidades de la Torre di Badino. Se tuvieron muy en cuenta los estudios realizados por Leonardo, que ya era un gran especialista. Recordemos que realizó proyectos similares en Milán, con el propósito de desviar el río Arno. Y meses antes de morir, se embarcó en otro proyecto similar pero en Francia.
Todos valoraban sus grandes conocimientos, lo que nadie dejaba de tener en cuenta es que desde el cuadro de «La Santa Cena» continuaba sin coger los pinceles para volver a asombrar al mundo.
Esa era la realidad. Los que aman el arte deben olvidarse de ser exigentes con Leonardo. Realizó pocas pinturas y menos esculturas; sin embargo, se entregó a unas investigaciones científicas de un valor incalculable. Pocas veces erró en sus deducciones, abrió infinidad de caminos a las generaciones venideras y dejó la sensación de que nos hallamos ante un titán del pensamiento, frente a una intuición que lo percibía todo y a una mente tan brillante que nunca dejará de deslumbrar a quienes empiezan a conocer su apasionante biografía.
Es tiempo de los primeros achaques. Súbitamente, Leonardo cayó enfermo de malaria. Era la primera vez que le sucedía. Se curó por sus propios medios, aunque le quedaron unos achaques. Sabemos que sus servidores no le atendieron muy bien, debido a que en sus cuadernos de notas aparecen muchos reproches en este sentido. A partir de este momento su humor se volvió más ácido y agresivo. El hecho de saberse vulnerable a las enfermedades, sumió la mente de Leonardo de imágenes apocalípticas. Sus dibujos comenzaron a recoger fabulosas nubes de tormentas, terremotos y otros cataclismos. Eran la muestra de la desesperación que le afligía. Su mente se hallaba muy herida. Tendría que salir de Roma para recuperarse parcialmente.
El 17 de marzo de 1.516, murió de tuberculosis Giuliano de Médicis, «el Magnífico». Leonardo se quedó en Roma sin su protector. Entonces creyó que allí nadie le quería y a finales de ese mismo año decide abandonar Roma, ciudad a la que nunca más volvería. Su nuevo destino era Francia, un país que sentía por él una auténtica veneración…
Leonardo nunca abandonó la ciudad eterna por la envidia que sentía hacía Miguel Ángel. Estos dos colosos del arte se encontraban demasiado por encima de los hombres y mujeres de su época. En el Olimpo había espacio suficiente para ambos. Nada les diferenciaba, excepto que Leonardo poesía una mente más abierta a todos los conocimientos, ofrecía un mayor sentido de lo universal.
Leonardo se puso al servicio de Francisco I de Francia. Al parecer, en una de las fiestas celebradas por el reencuentro, el genio de Vinci fabricó un autómata fabuloso: un león que dio unos pasos y se detuvo a una prudente distancia del monarca galo; entonces, se le abrió el pecho, para que salieran banderolas con los colores propios de la monarquía gala. El mecanismo del autómata era de relojería. Lástima que no se conserve. Conocemos su existencia por diferentes escritos de la época.
Leonardo llevaba consigo los cartones de «Santa Ana», dos cuadros terminados, «Leda» y la «Bella Ferronnière», y otros a punto de finalizar, la «Gioconda» y el «San Juan». Como se encontraba tan a gusto con los franceses, no le importó dejar en Fontainebleau sus tres primeras obras. Las otras seguirían a su lado.
Una de sus principales ocupaciones era seguir la evolución pictórica de Francesco, sin importarle que le estuviera imitando el estilo hasta el punto de que algunas de las obras de éste han sido consideradas de aquél, su maestro.
Se desconoce en qué momento Leonardo advirtió que sus brazos no le obedecían. Cuando una parálisis parcial le impidió coger el pincel, recurrió a métodos que conocía: sumergir el brazo en una mezcla de agua caliente, hierbas silvestres y unos componentes químicos. En vista de que no se curaba, se puso en manos de los médicos del rey de Francia, que nada pudieron hacer por restablecerle.
Resignado al conocer las secuelas de la vejez, se dedicó a aconsejar a Francesco y a otros jóvenes. Se diría que deseaba que pintasen lo que él tenía en la cabeza. Fruto de esta colaboración fueron los cuadros «Vertumo y Pomona» y la «Colombina».
Lo suyo no puede considerarse un acto de vanidad. Quiso dejar a la posteridad su último autorretrato. Debió suponerle un gran esfuerzo por culpa de la parálisis. El hecho es que colocó un gran espejo en una mesa y se dibujó a la sanguina, lo que no resultaba tan complicado como servirse de los pinceles y la paleta de colores.
Lo que nos legó fue el rostro de un anciano majestuoso e impresionante, tanto que muchos ilustradores lo han tomado como referencia para dar imagen al mago Merlín, el de la Tabla Redonda, o a otros personajes fantásticos. Los ojos, la boca severa y disciplente y las arrugas de la cara, que no queda oculta por una barba blanca, delata los grandes combates mentales que estaba librando Leonardo. Se diría que es un Moisés frustrado, aunque se niegue a reconocerlo, debido a que en su ascensión del monte Sinaí no ha encontrado el apoyo de Jahvé.
Tan cercana la muerte, el genio de Vinci había vuelto la mirada a la religión. A poco más de dos años de su fatídico desenlace, se dedicó a dialogar con algunos sacerdotes. Uno de los últimos reproches que se hizo fue el de no haber empleado más tiempo de su arte en plasmar los resortes del espíritu.
Durante el invierno de 1.518-19, Leonardo supo que le quedaban pocos meses de vida. Redactó su testamento ante el maestre Guillerme Boreau, notario real en la corte de la Bailía de Amboise. Lo escribió el maestre Espíritu Fleri, vicario de la iglesia de San Dionios. Y fueron testigos Guillermo Croysant, hermano y capellán; dos monjes italianos de la orden de los Hermanos Menores; y Francesco Melzi, hidalgo de Milán.
Una de las peticiones del genio de Vinci fue que se le enterrara con ciertos honores, sobre todo debían acompañarle sesenta pobres de la comarca llevando cirios encendidos. Todos ellos tendrían que ser bien recompensados.
Consiguió reconciliarse con sus hermanastros y demás familiares, de los que se había distanciado por culpa de unas herencias. Una acción muy generosa por su parte, debido a que había sido víctima de la codicia de todos ellos. Falleció el 2 de mayo de 1.519.
Referencias: Leonardo da Vinci – Sara Cuadrado