Contra el Templo

En el atrio de los gentiles (paganos, goïm), explanada gigantesca, situada a la entrada del Templo, bulle siempre una turbamulta, abigarrada marea de velos de colores, turbantes rojos y chales rituales blancos, y suena siempre el mismo fragor sordo, bronco, mezcla de imprecaciones, rezos, disputas, cánticos y gritos de los animales dispuestos para el sacrificio. Las voces estridentes de los cambistas ofrecen la moneda del Templo, con la que los peregrinos pagarán, «para la redención de su alma», el impuesto a satisfacer a la casta sacerdotal, ya que cualquier otra moneda, griega o romana, es impura y profanaría el recinto sagrado. Más allá, los levitas venden la sal, el pan, el incienso y el aceite para las ofrendas. Hay colas en los puestos en los que se compran los sellos, el sello del cordero, el del carnero, el del cabrito, a canjear por el animal para el sacrificio.

El dinero pasa de mano en mano, tintinea y casi siempre cae en la bolsa de los sacerdotes, que controlan prácticamente todo el comercio, cuando no lo ejercen de forma directa. Tal familia sacerdotal detenta el monopolio de los perfumes, tal otra, el de los «panes de proposición» (que deben ofrecerse en número de doce, el de las tribus de Israel, dispuestos sobre una mesa de mármol en dos hileras de igual longitud y que sirven de alimento a los sacerdotes). Como es de rigor, la familia de Anás y Caifás, los grandes sacerdotes, se lleva la parte del león de estas transacciones.

La mayoría de los peregrinos lo saben y Jesús no lo ignora. Esta cacofonía y esta feria le son familiares desde que, siendo adolescente, María y José lo trajeron al Templo por primera vez. Es posible que en aquella ocasión le asombrara y hasta le divirtiera el espectáculo. Ahora, cada vez que viene a Jerusalén, se indigna.

Para todos los judíos, si un lugar hay en el mundo en el que se pueda encontrar a Dios, es éste. Yavé está presente y ausente a la vez. No obstante, no hay imagen alguna ni en el Templo ni en sus alrededores, lo que no deja de sorprender a los paganos, acostumbrados a adorar a dioses con forma humana o animal. Yavé es tan grande, tan diferente, que no puede ser representado ni contenido en parte alguna, ni siquiera en el sanctasanctórum, el corazón del Templo. Pero, si existe un punto de encuentro con la divinidad, es éste; si existe un lugar en el que sea indispensable distinguir lo sagrado de lo profano, lo puro de lo impuro, es éste.

Esta vez, Jesús ataca. ¡Fuera de aquí! ¡Basta de profanar el Templo, basta de comerciar, basta de enriquecerse con la piedad de un pueblo fervoroso pero que se siente explotado! Jesús quiere limpiar de traficantes este lugar, sean sacerdotes o levitas, sobre todo si son sacerdotes o levitas.

El evangelista Juan, el teólogo que en ocasiones se hace periodista, cuenta que Jesús se hizo un azote de cuerdas, arremetió contra los que vendían bueyes, ovejas y palomas y «los arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; derramó el dinero de los cambistas y derribó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: Quitad de aquí todo eso y no hagáis de la casa de mi Padre casa de contratación».

Que este incidente, narrado también por los otros tres evangelistas, ocurrió realmente lo admiten casi todos los especialistas. Pero el relato plantea dudas.

En primer lugar, la de la fecha exacta: Juan sitúa su «reportaje» entre los primeros capítulos de su Evangelio, inmediatamente después del milagro de Caná, mientras que, según los otros tres, el hecho acontece después de la entrada espectacular de Jesús en Jerusalén, en el episodio de Ramos. La mayoría de historiadores se decantan por esta última hipótesis: si Jesús hubiera atacado tan directamente al Templo desde el principio de su predicación, ésta no hubiera podido prolongarse durante mucho tiempo, ni él, volver varias veces a Jerusalén sin grandes tropiezos.

Si Juan sitúa la escena en este momento es porque constituye una especie de resumen de la historia de Jesús. Él no sólo quiere purificar el Templo de Israel, donde Dios quiso morar entre su pueblo, sino, además, anunciar que la verdadera morada del Padre, el verdadero Templo, es él. Y esto es lo que revela el relato a continuación. Vemos en él a unos «judíos», esto es, «naturales de Judea» o, más concretamente, «fariseos y gente del Templo» que preguntan a Jesús qué es lo que le autoriza a obrar así. Respuesta: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Los «judíos»: «Cuarenta y seis años se emplearon en edificar este templo ¿y tú vas a levantarlo en tres días».

Observamos, de paso, que la construcción de este gran Templo fue iniciada por Herodes el Grande, padre de Herodes Antipas, el 20 o 19 antes de nuestra era, por lo que la escena debió de tener lugar en el 27 o 28 y, suponiendo que Jesús naciera hacia el 6 antes de nuestra era, debía de tener a la sazón treinta y tres o treinta y cuatro años.

Los «judíos» no salen de su asombro. Es comprensible. ¿Reconstruir este Templo, levantar de nuevo estas columnas griegas, volver a colocar estas piedras enormes, en tres días? Esto es difícil de admitir incluso en un mundo en que lo maravilloso no produce gran asombro. Dirán que Jesús es un perturbado, un fanfarrón, un personaje inquietante. El evangelista Juan agrega: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús había dicho».

Está claro: una vez más se advierte que éste es un relato escrito por alguien que conocía lo que vendría después y quería hacer un resumen. Juan que, evidentemente, es muy aficionado a los prefacios agrega aquí un tercero, después de su célebre prólogo («En el principio era el Verbo…») y del relato de Caná. Cabría preguntarse, por otra parte, si todo su evangelio no será sino una larga introducción al relato de la Pasión y la Resurrección. Pero esta escena, a diferencia de la de Caná, corroborada por los otros tres Evangelios, parece históricamente más sólida. Lo que plantea otros interrogantes.

En primer lugar, el de su importancia real. Si nos atenemos a la letra de los Evangelios, Jesús solo la emprende contra los traficantes y los animales, y los echa. Los discípulos están presentes, puesto que después le oirán discutir con los «judíos», pero están presentes como testigos inactivos o medrosos. Tampoco se habla de la reacción de la multitud, y el lector tiene que preguntarse por qué ni los alguaciles del Templo ni los romanos, que vigilan desde lo alto de la cercana torre Antonia, creen necesario intervenir, cosa que podrían hacer sin cometer sacrilegio, ya que este barullo tiene por escenario el atrio de los gentiles.

También hay señalar que una persona, por dinámica que fuera, no hubiera podido, sin ayuda, como se supone que hizo Jesús, expulsar de su casa de cambio a toda una colección de comerciantes y a sus clientes. Es una imposibilidad material indudable. Quizá Jesús ejecutó su acción con ayuda de un número indeterminado de sobreexcitados partidarios, y sin duda hubo en la escena violencia y pillaje. Porque es fácil imaginar a los peregrinos precipitándose a recoger las monedas caídas de los cajones de los cambistas o de los pupitres de los vendedores de sellos. Pero una trapatiesta semejante, inevitablemente, hubiera provocado la intervención policial. Cuando Marcos y Lucas describen a Pilato invitando a la multitud a elegir entre Jesús y Barrabás, dicen que este último había sido «encarcelado con sediciosos que en una revuelta habían cometido un homicidio». Podemos, pues, preguntarnos justificadamente si esta vigorosa iniciativa de Jesús en el Templo no sería un asunto bastante más grave de lo que hacen suponer los Evangelios.

Debemos preguntarnos por qué Jesús no fue arrestado durante estos disturbios, como lo fueron «Barrabás y los otros sediciosos». Quizá los discípulos prestaron a Jesús un apoyo considerable, y la policía del Templo o no se atrevió a intervenir o fue rechazada. Este apoyo habría salvado a Jesús pero no a Barrabás y los otros.

La conclusión que podemos hacer de este pequeño debate es que lo más probable es que el asunto del Templo no fuera más que un pequeño incidente que pasó inadvertido para la mayoría. Salvo para los espías de los sacerdotes que seguían a Jesús como su sombra. Y cuyos amos debieron de decirse que esto no era sino el principio, que había que poner coto a esta agitación antes de que pasara a mayores y que habían estado acertados al decidir su muerte. Ahora importaba no demorarla.

Otra cuestión se refiere al lugar en el que se desarrolló el incidente: el atrio de los gentiles, al que tenían acceso los paganos, estaba situado en el Templo, pero antes de la barrera, de la puerta que separaba lo puro de lo impuro. Por lo tanto, no se puede ver en la intervención de Jesús un afán de purificación, puesto que el santuario propiamente dicho no estaba profanado por el comercio de los cambistas y los traficantes. Al fin y al cabo, tenía que existir un sitio en el que lo impuro se separara de lo puro, en el que se sustituyeran las monedas impuras de los romanos y los griegos por la moneda del Templo, un sitio en el que pudieran adquirirse los animales, garantizados «sin mácula». El atrio de los gentiles era este lugar, algo así como la esclusa de descompresión de un submarino. Pudiera ser que Jesús la emprendiera con los comerciantes del lugar no para purificar las prácticas del Templo sino para atacarlos directamente y reprobar el ritual de los sacrificios.

La hipótesis de semejante ataque frontal contra el Templo es congruente con la lógica de las enseñanzas de Jesús. Por otra parte, hay que señalar que también otros deseaban purificar el atrio de los gentiles y que no les parecía ilógico tal propósito. Años después, se tomaron medidas para alejar del recinto del Templo el comercio de las ofrendas.

El debate es importante. Si se deduce, como suele hacerse, que Jesús únicamente quería purificar el Templo, ello significa que no lo ponía en tela de juicio. Si se admite la tesis del ataque frontal, se comprende mejor la extrema tensión de los días sucesivos. Ahora bien, varios Evangelios atribuyen a Jesús profecías sobre la destrucción, el fin del Templo: «¿Veis estas grandes construcciones? No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea demolida». La mayoría de historiadores consideran que, detrás de las palabras transmitidas por los evangelistas, entre las que se deslizan algún que otro añadido y deformación, existe una frase real pronunciada por Jesús sobre la destrucción del Templo. Esto es lo que anuncia mientras vuelca las mesas: no se trata de purificar sino de sustituir. Jesús quiere manifestar a todos que el lugar de encuentro con Dios ya no es el Templo sino él; y ésta será para las autoridades judías la razón religiosa oficial de su condena. Pero, al mismo tiempo, él choca con el poder político de la aristocracia sacerdotal y ataca también su poder financiero; y ésta será la razón no confesada de su condena. Y la población judía, especialmente la de Jerusalén, adicta al Templo y a sus ritos, lo abandonará.

La hipótesis del ataque frontal parece tanto más probable cuanto que (excepto Juan) los evangelistas sitúan después de este incidente gestos y palabras de Jesús que apuntan a la ruptura: el milagro de la higuera seca, la parábola de los viñadores asesinos, la de los invitados a la boda que se excusan, las maldiciones a escribas y fariseos, el anuncio de catástrofes para Jerusalén y, finalmente, el constante: «Ha llegado la hora y el Hijo del Hombre es entregado».

Durante todos estos días acuden peregrinos a Jerusalén. Y cada mañana Jesús aparece en el Templo. Los grupos lo descubren, acuden, lo rodean. Con estas gentes se mezclan sacerdotes, fariseos y agentes del Templo. Discuten, polemizan, le tiran de la lengua. Y él ya no toma precauciones con el lenguaje. Les amonesta severamente: «Vino Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no habéis creído en él, mientras que los publicanos y las meretrices creyeron en él».

O les cuenta la historia del hacendado que planta una viña, la cerca y levanta en una torre, la arrienda a unos viñadores y parte de viaje. Cuando llega el tiempo de la recolección, envía a sus criadores a pedir su parte; pero los viñadores golpean a uno de ellos, matan a otro y apedrean a un tercero. Les envía a otros mensajeros, en mayor número, y los viñadores hacen con ellos lo mismo. Finalmente, les envía a su hijo, pensando que por lo menos a él lo respetarán. Pero ellos le matan. Conclusión: el dueño arrendará la viña a otros viñadores que le entreguen los frutos a su tiempo. Y Jesús cita entonces las Escrituras:

La piedra que rechazaban los constructores

han sido puesta por cabecera angular,

Obra de Yavé es ésta,

y es admirable a nuestros ojos.

A continuación, Jesús explica, según Mateo: «El Reino de Dios os será quitado y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos».

No puede estar más claro. Israel es desposeído de su mandato, de su misión.

Sus oyentes, sobre todo las gentes del Templo, le comprenden bien. Conocen un texto de Isaías que también alude a la torre y al lagar, pero cuya viña sólo produce uva agria: «La viña de Yavé de los ejércitos es la casa de Israel […]. Esperaba de ellos juicio, pero sólo hubo sangre vertida. Esperaba justicia y hete aquí gritería». Pero Jesús va mucho más lejos que Isaías. Él se presenta como Hijo de Dios. Y anuncia a la autoridad del Templo que en lo sucesivo ella ya no será la piedra angular.

Cuenta entonces la historia del banquete de bodas organizado por un rey cuyos invitados se escabullen. Pero el rey no se desanima, y la fiesta se celebrará de todos modos. Envía a sus criados a invitar a todo el que encuentren por los caminos, «malos y buenos». La puerta está abierta para todos. Ciertamente, cuando cada cual ha recibido su invitación, cuando los invitados se han instalado, el rey, paciente hasta el momento, hace expulsar a uno que no ha respetado las reglas y no se ha puesto traje de boda… Lo esencial de la historia está claro: el reino no está abierto sólo a Israel, que se ha negado a entrar, sino a todos los que acepten sus mandamientos. Y la tensión sigue aumentando.

Jesús la hace aumentar un poco más. Los escribas, dice, afirman que el Cristo es hijo de David. Imposible, puesto que el propio David le llama Señor. «Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?». Conclusión: el Cristo está cerca de David, si, pero es superior a él, porque posee la autoridad de Dios. Afirmación que, como no podía ser menos, escandaliza a los fariseos y a la aristocracia del Templo. Por otra parte, esta manifestación defrauda a los que habían creído encontrar en Jesús a un jefe político: el Mesías que expulsará al ocupante y establecerá su reino, ha de ser hijo de David… En este momento Jesús  pierde a otros posibles aliados.

Él no quería que le llamaran Mesías, por temor a la confusión política, porque sabía bien que sus oyentes esperaban a un Mesías nacionalista y militar. Pero ellos podían pensar que era por prudencia, para esconder su juego antes de que llegara el momento del enfrentamiento decisivo. Y este momento se acerca, el pueblo lo sabe, y Jesús sigue rechazando este título. No lo entienden.

Él ya está más allá. Advierte a sus compañeros que serán perseguidos por causa de él. Finalmente, declara: «Es llegada la hora en que el Hijo del hombre será glorificado».

Esta expresión, «Hijo del hombre» que los evangelistas utilizan noventa y dos veces y ponen en boca de Jesús noventa veces, ha hecho cavilar mucho a los especialistas. Para la casi totalidad de ellos, no todas las menciones del «Hijo del hombre» corresponden a frases pronunciadas realmente por Jesús. A los ojos de la mayoría sólo son auténticas las que se refieren a su futuro, su glorificación, su ascensión a la diestra de Dios.

Los judíos que escuchaban a Jesús, por lo menos, los más instruidos, conocían el término. Se utiliza en la Biblia de dos maneras:

– Para designar al hombre como ente distinto de Dios. Éste se dirige, por ejemplo, a Ezequiel y a Daniel llamándoles «Hijo de hombre» o «Hijo del hombre».

– En otros textos, la expresión reviste un sentido totalmente distinto. El mismo Daniel habla de un «Hijo de hombre» que es servido por «gentes de todos los pueblos, naciones y lenguas» que posee «una soberanía eterna que no pasará». No obstante, no se trata de una encarnación de Yavé. En el Antiguo Testamento no las hay, el Mesías esperado no es sino una especie de delegado de Dios.

¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Parece que el título de «Hijo del hombre» subraya a la vez dos atributos de Jesús: por un lado, él posee el poder, por otro, es rechazado, será torturado y crucificado. Participa a la vez de la condición humana y de la condición divina.

Durante estos últimos días, Jesús y sus compañeros viven en un estado febril. Por la noche, están en Betania o en el monte de los Olivos; de día, Jesús, incansable, vuelve al templo, anuncia la Palabra y les dice cuatro verdades a sus adversarios.

Los discípulos no siempre entienden. Confían en él, por supuesto. Quizá se interrogan acerca de su estrategia. Están un poco sorprendidos, sin duda, por su agresividad para con el Templo. Como la mayoría de los judíos, sienten resquemor hacia la aristocracia clerical. Pero han sido educados en el respeto a la Ley. Y comprenden que, al atacar al Templo, Jesús también pone en tela de juicio la Ley. Actúa en nombre de Yavé, sí. Pero, ¿y si estuviera equivocado? Son muchos los que han acabado por creerlo así y se han apartado de Jesús. Ellos se han quedado; pero es posible, incluso es probable, que algunos duden, que sientan la tentación de abandonarle. Con honda aflicción, quizá. Pero abandonarle. Dejar de vivir en la semiclandestinidad, errantes, perseguidos. Volver junto a la esposa, los hijos, los hermanos.

Se han quedado. Vacilando, quizá. Porque él es tan desconcertante como seductor. Así estaba la noche en que encontraron refugio en una casa amiga. Hay momentos de reposo, respiros que de vez en cuando mitigan las fatigas de esta vida de caminantes. Estaban en la casa de Lázaro y sus hermanos. Una de las mujeres, una «pecadora», según Marcos y Mateo, María, al decir de Juan, derrama sobre la cabeza o los pies de Jesús, que después enjuga con sus cabellos (lo que tampoco les parece bien), un frasco de nardo, perfume precioso, esencia de una planta procedente del Himalaya. Es un gesto sorprendente. Tanto más cuanto una mujer, por decoro, no podía soltarse el pelo en público.

Uno de los Doce protesta. Judas. Es el que lleva las cuentas. Qué manera de derrochar el dinero: trescientos denarios o quizá más; poco más o menos, lo que gana un trabajador del campo en todo un año. Algunos, según Marcos, murmuran. Pero el único que protesta abiertamente es Judas. ¿Por qué no haber vendido este perfume y dado el producto a los pobres? Juan agrega: «Esto decía, no por amor a los pobres sino porque era ladrón y, llevando él la bolsa, hurtaba de lo que en ella echaban». Curioso: si ya había metido la mano en la bolsa, una bolsa que nunca debía de estar muy llena, ¿cómo no se habían dado los otros? Aquí parece que Juan (que es el único que habla así) carga las tintas criticando a Judas, quizás quiere explicar por qué entregará a Jesús: por codicia. Es verdad que el mismo Juan, un poco antes, tras el sermón de Cafarnaúm, que ha provocado una grave crisis en el movimiento ya ha calificado a Judas de «diablo». Y un poco después escribirá, evidentemente sin percatarse del contrasentido, que «el diablo hubiese ya puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle» comenzada la Cena.

Jesús, menos severo que Juan, ha visto que no era Judas el único que rezongaba. Porque responde dirigiéndose a todos, dice «vosotros»: «Porque pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre». Lo que no significa que este constante defensor de los pobres se resigne de repente a que siempre los haya, sino que sus compañeros deberán ocuparse de ellos siempre, mientras que él, Jesús, pronto los dejará.

La frase, según Mateo, Marcos y Lucas, no convenció a Judas. Al final del relato de esta escena, indican que el tesorero del movimiento fue a hablar con los hombres del Templo, para entregarles a Jesús.

¿Era realmente necesario que les fuera entregado, cuando todos los días aparecía por el Templo o sus alrededores? Única respuesta posible: su arresto público podía provocar disturbios. Por lo tanto, había que prenderlo con discreción. Porque, una vez terminada su predicación, él desaparecía entre los peregrinos, algunos de los cuales, lo mismo que su red de simpatizantes de Jerusalén probablemente le ayudaban a burlar a los agentes del Templo. Uno se imagina a Jesús y los suyos disimulándose entre los grupos, corriendo por callejones, cruzando patios, saltando terrazas, jadeantes, acosados, dispersándose para no llamar la atención, dándose cita para la noche en una casa amiga, en una cueva en el monte de los Olivos, donde, como todas las noches, Jesús se escondería. Juan, por otra parte, indica que los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes para que «si alguno supiese dónde estaba, lo indicase, a fin de echarle mano». Y Judas, por supuesto, sabía día a día dónde pensaba refugiarse Jesús.

Judas. He aquí un personaje que ha suscitado muchos interrogantes e hipótesis, una plétora de literatura por el misterio que envuelve tanto su persona como sus razones.

Por supuesto, hay que desechar toda idea de predestinación, que, a los ojos del historiador, tiene poco sentido. Y no mucho más a los ojos del teólogo: la idea de que era necesario un traidor para entregar a Jesús y que Dios había atribuido el papel a Judas, idea que se ha defendido en alguna ocasión, no encaja con las enseñanzas de Jesús y del Antiguo Testamento sobre el don de la libertad que hace Dios a cada persona.

También se ha dicho que Judas era un agente del Templo, una especie de espía que seguía a Jesús desde que éste había empezado a darse a conocer y que había logrado «infiltrarse» en su movimiento, como se dice hoy en el lenguaje de la policía política. Es una hipótesis atractiva. Pero nada la confirma. Y no nos explica por qué, después de cumplir su misión y recibir de sus jefes, además de una prima, la felicitación correspondiente, tuvo que ahorcarse. A menos que la consecuencia de su acto, la muerte de Jesús entregado al ocupante romano, le causara sorpresa, consternación y aflicción. Pero esto no son más que conjeturas.

Se ha pensado, en fin, que obraba por avaricia: treinta siclos de plata (y no treinta denarios) no era una suma pequeña: equivale a ciento veinte denarios, el precio normal de un esclavo. Pero representa solamente cuatro meses de salario de un trabajador agrícola. Una prima que no justifica la traición a un personaje de la importancia de Jesús. Si Judas metía la mano en la bolsa, como dice el Evangelio de Juan, sin duda había tenido ocasión de lucrarse mucho más.

En realidad, la alusión a los treinta siclos de plata aparece sólo como referencia a una profecía de Zacarías, al que los evangelistas recurren con frecuencia, porque había sido pródigo en alusiones al esperado Mesías. En uno de sus textos, bastante complicado, unos «traficantes» que se interesan por un rebaño, pagan treinta siclos de plata a un pastor, y el Señor dice a éste: «Tira al tesoro el rumboso precio en que te han tasado». Es decir, que resulta difícil creer que Judas obrara por afán de lucro.

Más crédito ha tenido otra explicación. Se funda en el nombre que el Evangelio da a este personaje: «Judas Iscariote». Se ha dicho que «Iscariote» podría equivaler a «sicario». Los romanos llamaban «sicarios» a bandidos y rebeldes, entre los que no hacían distinciones. Ello da pábulo a dos hipótesis. Primera: Judas, rebelde, se siente defraudado por Jesús, al que esperaba ver encabezar una insurrección liberadora, y quiere inducirle a la acción, obligarle a pasar el Rubicón. Piensa que la amenaza de un arresto inminente le hará ordenar el recurso de las armas. Segunda hipótesis: Judas, rebelde desengañado, al ver que Jesús, no violento, arrastra al pueblo hacia un callejón sin salida, piensa que es preferible apartarlo, aunque sea traicionándole. Todo esto es muy ingenioso, pero ni los lazos de Judas con los rebeldes ni sus sentimientos patrióticos están demostrados. Y hay que hacer constar que, según Flavio Josefo, los sicarios no se manifestaron de forma apreciable hasta después del año 50.

Por otra parte, Juan puntualiza en dos ocasiones que Judas es hijo de un tal Simón Iscariote, el cual, por lo tanto, respondía a este nombre muchos antes de que se hablara de los sicarios. Iscariote podría significar, simplemente, «hombre de Keriot», un pueblecito situado más allá de Hebrón.

¿Entonces?

A la gente le gusta creer en un sentimiento de celos, en una disensión interna. El especial odio contra Judas que se observa en el Evangelio atribuido a Juan confirma esta hipótesis. En el seno de la comunidad de los apóstoles no reinaba una perfecta armonía. Y Judas era el único del grupo que procedía de Judea.

¿No sería el amor el verdadero móvil, no un amor radiante y desinteresado como el de Pedro y los otros diez sino una pasión absorbente que genera celos y arrastra a las peores aberraciones, un amor que raya en el odio, que bruscamente puede convertirse en odio y que una vez cometido lo irremediable, se recupera con dolor y desesperación?

Podríamos añadir que Judas, al igual que sus compañeros, creía a pies juntillas en el advenimiento del reino terrenal de Jesús. En los Hechos de los Apóstoles se relata incluso que éstos, comiendo con Jesús después de su muerte y resurrección, aún preguntaban: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar a la realeza en Israel?» Por lo tanto, Judas pudo pensar, como los otros discípulos, que el Reino iba a establecerse por un acontecimiento fulminante. Con una lógica radical, en vista de que Jesús se obstinaba en abstenerse de toda intervención espectacular, Judas pasa a la acción, a fin de acelerar los acontecimientos. Al entregar a su Maestro a las autoridades del Templo, ¿no lo introducía en la fortaleza de sus adversarios, cual Sansón en el templo de los filisteos? Entonces Yavé, con su poder, daría un golpe de efecto para liberar e imponer a su mesías. Pero la estratagema fracasa: no se produce nada de esto, y Jesús es condenado a muerte.

Queda la explicación fundamental y misteriosa: el mal que anida en el corazón del hombre.

Jesús, que lo sabe, no maldice a Judas. Le compadece: «Ay del hombre por el  que el Hijo del hombre será entregado».

Referencia: Jesús – Jacques Duquesne

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