La Cena

Todavía es la fiesta, la última fiesta. Todos lo saben o lo adivinan: cuando has escapado a mil peligros y sabes que dentro de poco vas a correr otros más, cuando has galopado por caminos y callejones, alerta, mirando a derecha e izquierda y atrás, buscando al posible perseguidor, al vigía que acecha, al espía, cuando por fin puedes pararte a tomar aliento, cuando te reúnes con los compañeros, y ves que están todos, y te alegras de que no falte ninguno, sobre todo, el rabbi, el Maestro, el único, por el que lo has abandonado y arriesgado todo y que está amenazado de muerte, entonces alivio, solaz, alegría, orgullo, afecto y amistad forman un ramo suntuoso cuyos perfumes aspiras con premura porque los intuyes volátiles.

A los judíos les gusta la mesa festiva. El ágape permite el encuentro, la comunión de los comensales en Yavé, fuente de toda vida. Son muchos los relatos del Antiguo Testamento que empiezan o terminan por una comida. Los pasajes evangélicos, también. Jesús (el comilón y el borracho) no desdeñaba la buena comida ni el buen vino. Además, este ágape está bañado en la luz de la más bella de las fiestas, la Pascua. La cena de Pascua, el Seder es el momento culminante de la festividad.

Pero se sienten espiados, saben que el peligro acecha, que en cualquier momento pueden presentarse los hombres del Templo. Han tenido que esconderse para llegar hasta esta gran sala, o esta terraza, que les ha encontrado un miembro de la red y en la que no habían puesto los pies hasta ahora. Jesús ha enviado por delante a Pedro y Juan, seguramente, desde el monte de los Olivos: «En entrando en la ciudad, os saldrá al encuentro un hombre con un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre». El sistema preparado por la red ha funcionado: se les esperaba y han preparado la cena.

La cena pascual consiste generalmente en pan sin levadura, vino, por supuesto, rábanos silvestres, hierbas amargas, perejil remojado en vinagre o agua con sal, símbolo de la tristeza de los días pasados en el exilio, lejos de la Tierra prometida, un huevo duro, frutas y nueces trituradas y una tibia de cordero más o menos provista de carne. Pero ningún texto evangélico evoca a propósito de este ágape el cordero pascual, lo que ha dado motivo a largas controversias entre los especialistas acerca de si esta última comida de Jesús con sus compañeros fue realmente de Pascua.

Los comensales están echados en bancos, como exige el ritual, ya que se trata de demostrar que, después de la salida de Egipto, el pueblo elegido es libre. Están solos: no se menciona a criados, ni al dueño de la casa, ni a Lázaro y sus hermanas, que suelen acompañarlos estos días. Están solos, pero, si han respetado la costumbre de la comida pascual, el Seder, hay un sitio libre y un cubierto para el profeta Elías que anunció al Mesías: porque el pasado siempre se mezcla al presente. Casi podría decirse que no hay pasado, ni presente, ni futuro; o, mejor, que son uno solo. «Por ello cada instante fugaz posee, para el judío, el sabor de la eternidad».

Juan (es el único) sitúa en medio de esta comida una escena que los deja estupefactos. Jesús se levanta, abandona la presidencia de la mesa, se despoja de todos sus vestidos, se ciñe un lienzo, en realidad un taparrabo, el atuendo de trabajo de los judíos cuando eran esclavos en Egipto. Y se pone a lavar los pies a sus discípulos.

La purificación de los pies no era un rito excepcional. Los sacerdotes estaban obligados a observarlo, puesto que tenían que pisar descalzos ciertos lugares del Templo a los que sólo ellos tenían acceso, lo que en invierno les causaba problemas de salud… Había en la puerta de sus casas recipientes destinados al lavado de pies, miembros que eran objeto de escrupulosos cuidados, por imperativo religioso. Pero el rito del lavado de pies no era exclusivo de los sacerdotes sino que se practicaba en todo el Cercano Oriente para honrar al invitado. Sólo que estaba confiado a un inferior, a un criado. Lavar los pies a una persona era reconocerse inferior a ella: la mujer los lavaba al marido y los hijos, al padre.

No es de extrañar que Pedro, que tiene la lengua suelta y al que los Evangelios presentan a menudo como portavoz del grupo, se ponga a protestar: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús: «Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora; lo sabrás después». Respuesta que no aplaca al apóstol: «¡Jamás me lavarás tú los pies!».

Jesús da ahora dos respuestas, dos explicaciones. La primera, a Pedro: «Si no te lavare, no tendrás parte conmigo». Es decir, tendremos que separarnos. Entonces Pedro, en el ambiente alegre de la cena, responde con entusiasmo que, si de eso se trata, dejará que le lave también las manos y hasta la cabeza. Jesús le calma: el que se ha bañado no necesita lavarse. No es éste el problema.

Segunda respuesta, para todos, cuando Jesús, terminado el lavatorio, vuelve a sentarse a la mesa: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor […] y de verdad lo soy. Si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, también habéis de lavaros vosotros los unos a los otros».

La mayoría de los especialistas piensan que estas dos respuestas no tienen el mismo origen. Pero no se contradicen. Jesús, que ya no puede abrigar dudas acerca de su destino, fija las reglas de la pequeña comunidad que quedará: cada uno de sus compañeros deberá considerarse servidor del grupo, sin glorificarse por ello, ya que, agrega: «no es el siervo mayor que su señor, ni el enviado mayor que quien lo envía». Lo que puede tener dos significados: «No os llenéis de orgullo» o también: «No os hagáis ilusiones, lo que me pasará a mí os pasará también a vosotros».

Se ponen otra vez a discutir, a comer, a reír quizá, contándose cómo han burlado a tal alguacil del Templo que creía haberles reconocido, o escapado a tal otro que los perseguía. Algunos, sin duda, se preguntan todavía qué significa este gesto que ha tenido Jesús de lavarles los pies…, pero, ¡bah!, tantas veces les ha desconcertado que han aprendido a esperar que revele el significado de lo que hace y de lo que dice.

Pronto cesan las risas y se interrumpen las conversaciones. Porque sobreviene el drama, la ruptura de Judas. Ya mientras les lavaba los pies, Jesús creyó necesario puntualizar que no todos eran puros. Y ahora, ya vestido y de nuevo en su sitio, Jesús ataca: «Uno de vosotros me entregará«.

Ahora bien, ellos no parecen ni estupefactos ni escandalizados. Esto da idea del miedo que sienten, un miedo que su risa no puede disimular, y de su profunda tristeza, y de su inseguridad. Porque la mayoría se aventuran a preguntar: «¿Seré yo acaso?». También se observan unos a otros: ¿será éste o aquél…? Les vienen a la memoria gestos, palabras, incluso suspiros, que podrían hacer suponer, en el que tienen a su lado o en el de más allá, que ahora, ¡pues es verdad!, parece desamparado, el desánimo, el cansancio, el deseo de acabar de una vez. Miran a Jesús, que ha dicho demasiado, o quizá menos de lo que a ellos les gustaría. Pero que, dice Juan, «se turbó en su espíritu», términos que este evangelista ha utilizado ya en dos ocasiones: Jesús ha estado así, «turbado de espíritu», al ver llorar a María por su hermano Lázaro y, después del episodio de Ramos, cuando, a preguntas de los griegos, deja entrever su fin próximo y agrega: «¡Padre, líbrame de esta hora!». Lo que en estos dos momentos le turba, le trastorna, le asusta, es la muerte. La muerte del amigo. También su propia muerte. Su muerte, que tiene la faz de uno de éstos, a los que él ha llegado a querer de un modo especial y que le han seguido fielmente, a pesar de las injurias y las burlas, las dudas y los golpes. Su muerte.

El malestar es extremo, denso, palpable, casi sólido. Es demasiado para Pedro. Hace una seña a uno de los discípulos, «el amado de Jesús», dice Juan, Juan el evangelista, que hace aparecer aquí a este apóstol por primera vez, pero sin nombrarlo. Éste es el que está mejor situado para interrogar a Jesús: instalado a su derecha, en uno de los bancos oblicuos que rodean la mesa cubierta de un mantel blanco sobre el que están dispuestos los alimentos de ritual; le basta inclinar la cabeza hacia atrás y murmurar: «¿Quién es?». Jesús: «Aquel a quien yo mojare y diere un bocado».

Es un honor ofrecer a una persona un trozo de pan, un bocado tomado del plato. Con este ademán, Jesús, que hace un momento aún estaba asustado, manifiesta su aceptación… ¿o quizá su amistad y su estima, en una última tentativa para salvar a Judas? ¿Éste se hace atrás cuando se le ofrece el pan? ¿Jesús desea acabar cuanto antes? Imprime brusquedad al movimiento. «Lo que has de hacer, hazlo pronto». Los otros han visto y han oído, sí, pero no han entendido. Para disculparlos, Juan se cree en el deber de explicar que, para ellos, este apremio de Jesús se refiere a una compra de alimentos o una limosna que su administrador debía llevar urgentemente a un pobre. Justificación que suscita ciertas dudas. Generalmente, es Marcos el que trata a los discípulos con desprecio. Aquí es Juan el que los hace pasar por tontos… ¿Cómo unos hombres habituados al peligro, a las estratagemas y a la desconfianza, a los que se acaba de anunciar la presencia de un traidor entre ellos, habían de dejar salir a alguien, sin pedir explicaciones? ¿Quizá están muy desmoralizados? ¿O bien, por no haber oído la respuesta de Jesús a su vecino, confían en su rabbi? Si ha dicho a Judas que salga, él sabrá lo que se hace. Pero «el discípulo amado de Jesús» sabe perfectamente lo que ocurre: si no se mueve es para acomodar su actitud a la del Maestro, aceptar como él acepta, por mucho que le cueste. Pueden admitirse todas estas explicaciones. En cualquier caso, son más sólidas que la torpe justificación que da el Evangelio de Juan.

Y Judas se va; abandona (es el primero de una larga sucesión) la comunidad a la que Jesús acaba de fijar sus reglas.

«Era de noche», dice Juan. Las tinieblas. «La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron», leemos en las primeras líneas de su Evangelio. La luz es vida, la falta de luz, muerte. Para el Antiguo Testamento, «tinieblas» y «nada» son sinónimos. En las primeras líneas del Evangelio de Juan, se describe la Creación como la victoria progresiva de la luz sobre las tinieblas. Pero hay hombres que prefieren las tinieblas a la luz.

Tercer acto de esta cena excepcional: el reparto del pan y del vino, lo que los cristianos llaman la institución de la eucaristía. Curiosamente, Juan no dice de ello ni palabra. Lo que ha dado lugar a numerosas hipótesis, poco satisfactorias. Todo lo más, se puede observar el paralelismo entre el: «Haced esto en memoria mía» que, según el apóstol Pablo dirá Jesús al repartir el pan y el vino, y el: «Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis como yo he hecho», pronunciado después del lavatorio de pies. Hay que recordar, además, el largo discurso que Jesús hace a los judíos en Cafarnaúm, después de la multiplicación de los panes, discurso que provocará la incomprensión y la marcha de muchos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo […]. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día […]. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él». Palabras que sólo cita Juan y que son casi más explícitas que las que Jesús pronuncia en la Cena.

Haya salido Judas o no (según Lucas, sigue allí), al terminar la cena, Jesús toma el pan, reza, lo bendice, lo parte y lo da a sus compañeros. Comed, les dice, éste es mi cuerpo entregado por vosotros. Después hace lo mismo con la copa de vino: éste es el cáliz de mi sangre, la sangre de la nueva Alianza que será derramada por vosotros. Sólo Mateo, siempre un poco moralista, agrega que la sangre será derramada «en remisión de los pecados». Finalmente, Jesús anuncia que no volverá a beber el «producto de la vid» hasta el día en que «venga el reino de Dios».

Hay que hacer resaltar la extrema brevedad de este relato, del que la Iglesia católica hará nacer el sacramento esencial: unas líneas, sin más comentarios, en los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. El apóstol Pablo es más concreto y más extenso. En su primera Carta a los Corintios, les echa un rapapolvo porque, en sus reuniones, los ágapes no tienen nada de fraternales: «el uno tiene hambre y el otro se emborracha». Después, vuelve sobre el relato de la Cena y da una versión que se ajusta a las de Mateo y de Lucas, y él es quien agrega, dos veces: «Haced esto en memoria mía» y, después: «Cada vez que comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor. Así pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor».

Entonces, ¿ha desempeñado san Pablo un papel importante en la institución de la eucaristía? Así lo hace suponer el poco espacio que se dedica a esta escena en los textos evangélicos. Y es posible que, en aquel momento, las palabras de Jesús no impresionaran mucho a sus compañeros, divididos como estaban entre la solemnidad de la comida y las preocupaciones por la seguridad, aguzadas por el anuncio de la traición. Por otra parte, el gesto de Jesús no era del todo nuevo para ellos. Restablecía una tradición judía bien conocida de los rabinos: la comida de alianza. En efecto, el Talmud prescribe partir el pan (al fraccionarlo se simboliza la autonomía de cada cual) y dar un trozo a cada comensal (que de este modo recibe, a la vez, la prenda de su autonomía y el alimento que une). Este gesto es seguido de «la bendición y la acción de gracias a Dios y a los sabios de Israel que perpetúan y consolidan el vínculo de la Torá entre las generaciones; entre el que da el pan y los que lo reciben, entre el Maestro y los discípulos». Comer es a un tiempo afirmar la propia autonomía y unirse a los que antes te han alimentado, que te han dado los medios de hacerte autónomo. La comida une el presente al pasado.

El gesto de Jesús no ha sorprendido a los otros comensales, por cuanto que se inscribía en esta tradición. Pero también es posible que sus palabras hayan recordado a algunos las que había pronunciado en Cafarnaúm y que provocaron la consabida crisis.

Es probable, finalmente, que los ritos adoptados por las primeras comunidades cristianas después de la marcha de Jesús influyeran en la redacción de los textos evangélicos. Los Hechos de los Apóstoles enseguida mencionan, entre estos ritos, el de la fracción del pan. Después del relato de Pentecostés en el que vemos a los apóstoles predicar a gentes de todas clases (de las cuales algunas se burlan diciendo: «Están llenos de vino dulce», pero unas tres mil se hacen bautizar inmediatamente) dice el texto acerca de los nuevos adeptos: «Perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración». Esta fracción del pan, tan rápidamente adoptada, instituida, parece haberse realizado según ritos diversos.

Por lo que se refiere a las palabras exactas de Cristo, la mayoría de especialistas piensan, tras largas disquisiciones acerca de la traducción del arameo al griego, que fueron éstas: «Esto es mi carne» en lugar de «Éste es mi cuerpo». En Cafarnaúm, Jesús había hablado ya de su «carne» y de su «sangre», las cuales sellan la nueva Alianza entre Dios y los hombres, historia de un amor turbulento y siempre renovado cuyo relato es la Biblia.

Por último, otro punto que ha suscitado múltiples debates es la fecha de esta cena. Porque Juan indica que tiene lugar «antes de la Pascua» y, cuando Judas sale a la noche, sus compañeros piensan que quizá va a comprar los alimentos necesarios para la fiesta. Pero, según los otros tres evangelistas, se trata de la cena de la Pascua, de la noche de la Pascua propiamente dicha.

Varios indicios parecen corroborar esta hipótesis. Por ejemplo, el hecho de mojar trozos de alimento en la salsa; la Haggada (instrucciones sobre los ritos) pascual dice, efectivamente, en síntesis: «Todas las otras noches no mojamos… ni una sola vez, pero esta noche, dos veces».

Por otra parte, es poco verosímil que durante la Pascua pudiera organizarse el proceso y ejecución de Jesús: en estos días estaba prohibido todo tipo de trabajo, incluidas las reuniones del Sanedrín, el Alto Tribunal de justicia. Por otra parte, ninguno de los textos hace mención del cordero ni del pan ázimo, los dos elementos principales de una comida de Pascua.

Para resolver esta contradicción, se ha sugerido que Jesús no observaba el calendario oficial, lunar, sino un calendario esenio, solar, que fijaba la Pascua el martes por la noche. Por lo tanto, habría celebrado la Pascua de los esenios el martes por la noche y sido crucificado la víspera de la Pascua (oficial). Hipótesis ingeniosa, pero que presupone profundas afinidades entre Jesús y los esenios, afinidades que no existían. Por otra parte, ellos significaría que Jesús había sido prendido dos días antes de su crucifixión, lo que está en contradicción con los cuatro Evangelios.

La casi totalidad de los historiadores se inclinan a creer que la Cena no fue en Pascua sino un poco antes. Si Mateo, Marcos y Lucas modificaron ligeramente el calendario y se tomaron alguna que otra libertad con las fechas, lo hicieron sin duda con la intención de manifestar que Jesús era el nuevo cordero pascual, ofrecido en la eucaristía para alimento de todos. Juan, que en el relato de la Cena no alude a la eucaristía, hace coincidir la muerte de Jesús con el momento en que empezaban a sacrificarse los corderos que la gente iba a comer por la noche, cuando la primera estrella marcaba el comienzo de la fiesta pascual.

Según la mayoría de especialistas y el Evangelio de Juan, Jesús murió, pues, el «día de la preparación» de la Pascua, es decir, el 14 del mes de nisán (marzo-abril). La tradición judía así parece confirmarlo. Ahora bien, según Marcos y Juan, Jesús murió en viernes. Durante el mandato de Pilato, personaje capital en esta historia, el 14 del mes de nisán cayó en viernes dos veces: en el año 30 y en el año 33. Jesús habría muerto, pues, el 3 de abril del 33, estando a punto de cumplir los cuarenta años, o el 7 de abril del 30, a los treinta y seis. La mayoría de especialistas se inclinan por esta última fecha.

Hemos llegado, pues, a la noche de la Cena, probablemente, el 6 de abril del año 30. Después de cenar, Jesús anuncia su muerte: «Hijitos míos, poco voy a estar todavía con vosotros». Les repite la regla fundamental de su pequeña comunidad: «que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente». Y Pedro, que se inquieta: «Señor, ¿adónde vas? […] ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré por ti mi vida». Se lleva la respuesta conocida: «En verdad te digo que no cantará el gallo antes que tres veces me niegues».

He aquí un gallo, dicho sea de paso, cuya intervención será presentada después con frecuencia como milagrosa, cuando se trata de una simple precisión de tiempo: porque, desde luego, los gallos cantan al amanecer. Jesús sabe que su arresto es inminente y, conociendo a sus compañeros, a los que durante estos últimos días ha visto vacilar entre el pánico y la fanfarronada, sabe también que lo abandonarán; Judas, el primero. ¿No se ha ido ya? A pesar de que, por ser de Judea, había tenido que arrostrar muchos peligros para seguirle y a pesar de que inspiraba tanta confianza que hasta le había dado a guardar sus cuatro cuartos…

Jesús prosigue su discurso de despedida. No se hace ilusiones, pero confía en ellos y les pide que confíen también: Él debe abrir camino, ir delante; después volverá a buscarlos, cuando les haya preparado el lugar en la casa de su Padre; sabe que su muerte está próxima, pero manifiesta total confianza en Dios; por otra parte, su Padre y él son uno solo.

Entonces Felipe, expresando el anhelo que tantos hombres y mujeres sentirán durante tanto tiempo, dice: «Muéstranos al Padre, y nos basta». En efecto, sería tan simple…

La respuesta funda el cristianismo: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Es decir, Dios es este hombre que ha estado recorriendo los caminos con ellos, aclamado y adulado unas veces, ridiculizado, despreciado, abucheado, casi apedreado y humillado otras, este hombre que va a sufrir hasta la muerte. Dios. Y Jesús insiste: «Yo estoy en el Padre y el Padre, en mí». Y después: «No os dejaré huérfanos […]. Mi paz os doy […]. ¡No se turbe vuestro corazón ni se intimide!». Y, finalmente: «¡Levantaos! ¡Vamonos de aquí!».

Él, a morir. Ellos, de momento, a dormir.

Referencia: Jesús – Jacques Duquesne

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