La muerte de Jesús

Él avanza lentamente por las callejuelas, entre los tenderetes llenos de forasteros y de vecinos de la ciudad, ocupados en los últimos preparativos de la fiesta. Ha corrido el rumor; han acudido los curiosos y los exaltados, los compasivos y los afligidos: van a crucificar al galileo.

Camina entre la gente, con el cuerpo doblado bajo el madero, deslumbrado al doblar un recodo por el sol que le seca la sangre y le quema en las llagas. Van delante los soldados («¡Paso, paso!») blandiendo el bastón para apartar a desocupados, burlones y amigos.

Cae al suelo. Entonces el centurión que encabeza el cortejo y que tendrá que dar fe de la muerte y extender el acta de estado civil, demanda la ayuda de un peregrino llegado del campo, oriundo de Cirene, en el norte de África, en la actual Libia, ciudad en la que viven muchos judíos. Exigir a los peregrinos judíos un trabajo humillante (y éste lo es) es algo que encanta a los romanos. Seguramente, el centurión tiene prisa por acabar, perder de vista a esta multitud de reacciones imprevisibles y llegar lo antes posible al Gólgota, una loma rocosa, contigua a la ciudad, cubierta de huertos y sepulturas que los romanos utilizan como lugar de ejecución.

El suplicio de la cruz, que la casta sacerdotal ha sugerido a Pilato, lo aplican generalmente los romanos, pero no fue inventado por ellos sino, quizá, por los persas. El imperio reserva esta pena a los reos de sedición, siempre que no sean ciudadanos romanos, ya que se considera infamante. En el siglo anterior, seis mil esclavos de los sublevados bajo las órdenes de Espartaco, que habían derrotado varias veces a las legiones romanas, fueron crucificados, formando una larga empalizada de dolor y de oprobio en el camino de Capua a Roma.

La muerte por crucifixión era atroz, el más terrible y cruel de los castigos, dice Cicerón. Se hincaba una estaca en el suelo, y el condenado portaba otro madero, el patibulum, al que era sujetado y que se colocaba sobre el primero, casi siempre, formando una T. Generalmente, el reo era atado con cuerdas, pero también se utilizaban clavos. Se han encontrado cerca de Jerusalén los huesos de un hombre crucificado en tiempos de Jesús con los pies puestos uno encima de otro y clavados a la madera (a la estaca, ya que no se utilizó soporte para los pies hasta el siglo III) con un solo clavo.

De este modo, se mantenía al borde de la asfixia a la víctima que, para tomar aliento, tenía que apoyarse en los pies (desgarrándoselos más) o en una especie de sillín inclinado, la sedula, que sostenía un poco las nalgas al tiempo que se clavaba en ellas. La víctima moría, no por las hemorragias causadas por los clavos del antebrazo y los pies, sino por asfixia y agotamiento. Y, si tardaba mucho en morir, los romanos le rompían las tibias, lo que le impedía definitivamente apoyarse en los pies.

En el poste del que iban a colgar a Jesús, Pilato había hecho colocar una tablilla de madera en la que se había inscrito la causa de la condena, el titulus de rigor. Juan especifica que estaba escrito «en hebreo, en latín y en griego» con estas palabras burlonas: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos», en latín: «Iesus Nazarenus Rex iudaeorum«, INRI. Al parecer, ello no fue del agrado de los príncipes de los sacerdotes, que solicitaron del procurador que mandara escribir: «Él dijo: ‘Yo soy el rey de los judíos'». Pero Pilato, cansado y contento de hacer resaltar la razón política de la condena (a buen entendedor…) y también deseoso de humillar a aquel pueblo, se limitó a responder: «Lo escrito, escrito está». Los romanos eran muy aficionados a las frases sentenciosas.

Jesús llega al Gólgota, empujado, arrastrado, «llevado», según Marcos, como si no hubiera sido suficiente la ayuda de Simón de Cirene, es decir, extenuado, sin fuerzas. Le ofrecen vino con mirra. Era la costumbre, y tenía por objeto adormecer al condenado y atenuar sus sufrimientos. Jesús sólo se moja los labios y se niega a beber. «Prefirió dejar la vida con plena lucidez de espíritu».

Los soldados lo desnudan. Es otra costumbre romana: se trata de humillar por última vez al que va a morir. Sus pequeños efectos (los pannicularia) se dan de prima a los verdugos.

Lo crucifican.

Ninguno de los cuatro textos da ni el menor detalle. Se limitan a estas palabras: «Lo crucificaron». Como si el escándalo de este suplicio infamante hubiera cortado la palabra a los que transmitieron el relato, retenido la mano a los que lo escribieron.

Lo crucifican. No es el único en ser crucificado. Dos «bandidos», según Marcos y Mateo, dos «malhechores» para Lucas, dos anónimos sin calificación concreta para Juan, son ajusticiados con él. Hoy muchos tienden a ver en ellos a sediciosos, quizá compañeros de Barrabás, reos políticos en todo caso. Uno encuentra fuerzas para unir sus insultos a los de la multitud. El otro, por el contrario, según Lucas únicamente, toma partido por él, reconociéndole por quien es en realidad. El episodio ha sido discutido, pero tiene una gran carga de esperanza. Con ellos, Lucas presenta el relato de la Pasión como un combate en el que Jesús va anotándose puntos y del que, a fin de cuentas, sale victorioso.

Las cruces, contrariamente a lo que suele creerse, son bastante bajas. Apenas sobresalen de una multitud heterogénea en la que se mezclan curiosos y enemigos encarnizados, peregrinos que llegan de la costa (el Gólgota está junto al camino que conduce a ella) y un puñado de fieles. Al parecer, entre estos últimos, sólo las mujeres han tenido valor para acudir. Ninguno de los textos cita ni a un solo discípulo. Excepto Juan, que indica la presencia del «discípulo amado de Jesús» y de María, madre de Jesús. Los otros tres evangelistas silencian la presencia de ésta al pie de la cruz, lo cual plantea un interrogante, sobre todo, si pensamos en lo que Lucas y Mateo escribieron sobre ella en los Evangelios de la infancia. No obstante, los Hechos de los Apóstoles, redactados en su mayor parte por el mismo autor que el Evangelio de Lucas, señalan la presencia de María y de los hermanos de Jesús entre los que, desde el momento del anuncio de la resurrección, se reúnen con los principales discípulos, para orar…

Al pie de las cruces, también los hay que gritan. Injurias, la mayoría. Dictadas, en unos, por el odio; en otros, por la decepción: de las palabras de Jesús habían deducido que iba a establecer un reino terrenal, a reinar sobre un mundo perfecto. Y aquí está ahora, agonizante, roto, indefenso, vencido. Y entonces se manifiesta otra vez el desafío (si tan poderoso eres, baja de ahí y sálvate a ti mismo), la incomprensión del mensaje que Jesús ha querido propagar.

Los legionarios romanos tienen un truco, remedio de veteranos, para resistir el calor y la sed abrasadora: beben posca, agua acidulada con vinagre. Siempre deben llevar encima una porción, es el reglamento. Se apiadan de este moribundo. Uno de ellos empapa una esponja, la clava al extremo de la caña y la acerca a los labios secos y sanguinolentos de este hombre de la cara tumefacta.

El sol está en el cenit. Jesús, antes o después de tomar unas gotas de esta posca, grita: «Eloí, Eloí, lama, sabachtaní?» Es arameo y significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» ¿Grito de aflicción? Los comentaristas cristianos señalan que se trata del primer versículo del salmo XXII, que empieza, efectivamente, como una petición de socorro:

Pero yo soy un gusano, no un hombre;
el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo.
Búrlanse de mí cuantos me ven,
abren los labios y mueven la cabeza.
«¡Se encomendó a Yavé -dicen-;
líbrele, sálvale Él,
pues dice que le es grato!»

Pero el salmo prosigue con la alabanza a Dios, que ha respondido a esta súplica:

Yo anunciaré tu nombre a mis hermanos
y te alabaré en medio de la asamblea.
Los que teméis a Yavé, ¡alabadle!
Descendencia toda de Jacob, ¡glorificadle!
¡temblad delante de Él toda la progenie de Israel!
Porque no desdeñó ni despreció
la miseria del desgraciado
ni apartó de él su rostro,
antes oyó al que imploraba su socorro.

Es de observar la similitud, la afinidad entre las burlas que los Evangelios ponen en boca de los judíos y un pasaje de este salmo: «¡Líbrele, sálvale Él, pues dice que le es grato!». Es evidente que los autores de los textos del Nuevo Testamento querían demostrar que todo había ocurrido tal como anunciaba el Antiguo. Es difícil considerar esta exclamación de Jesús como hecho histórico, incluso a pesar de que Marcos y Mateo señalen un detalle que, como dicen los especialistas, «da verismo»: al oír este «Eloí, Eloí», los mirones, que probablemente no entendían el arameo, se preguntaban si el moribundo llamaba al profeta Elías.

Avanza la tarde. Pronto hará seis horas que Jesús ha sido clavado en la cruz. En el Templo, dan comienzo las ceremonias de preparación de la fiesta. Se va a degollar a los corderos para la cena pascual.

En el Gólgota, es el fin. «Todo está acabado», grita Jesús. Salvo Lucas, siempre preocupado por mostrar la Pasión como una victoria, los evangelistas no ponen en boca de Jesús ninguna fórmula de alabanza a Dios. Como para indicar que era hombre hasta el extremo de morir en la angustia y los mayores tormentos.

Jesús muere.

«Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz».

Jesús muere.

Para los judíos mejor dispuestos en su favor, es una prueba más de que Jesús no es Dios. En el diálogo entre Justino, filósofo cristiano y mártir, y el judío Trifón, diálogo escrito hacia mediados del siglo II, este último dice al cristiano: «Es increíble ese afán de demostrar que Dios soportara el ser engendrado y hacerse hombre». Y también: «Vosotros ponéis vuestras esperanzas en un hombre crucificado». Por cierto que los primeros cristianos, todos, judíos, se sentían violentos por esta crucifixión, señal de maldición divina.

Jesús muere y el centurión que preside la ejecución exclama, según una versión: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!». Según otra: «¡Verdaderamente, este hombre era justo!». Lo cual, al parecer, no debe ser interpretado como señal de una conversión súbita: en el mundo del centurión, influido por la cultura griega, «hijo de dios» era una expresión corriente para designar a un gran hombre, un héroe humano. Pero también es posible que el autor de esta frase sea el mismo evangelista, que la habría incluido para manifestar su propia fe.

Jesús muere y, según Marcos, el velo del templo se rasga. Mateo agrega que la tierra tiembla, se hienden las rocas; se abren los sepulcros, y muchos cuerpos de «santos que dormían» resucitan y se manifiestan a algunos habitantes de Jerusalén. Evidentemente, éstos no son hechos históricos. El velo del Templo (que separaba el recinto sagrado, donde los sacerdotes quemaban incienso regularmente, del sanctasanctórum en el que sólo el sumo pontífice penetraba una vez al año) no se rasgó; ni tembló la tierra, etc. Estamos en presencia de lo que los especialistas llaman un teologúmeno. Lo del velo del templo significa que, en adelante, la fe ya no tendrá por centro el Templo sino el Cristo (aunque hay que señalar que, en un principio, los primeros judíos cristianos seguían yendo al Templo; el texto de Marcos es posterior a esta práctica). Lo que agrega Mateo va más allá. Todos los hechos que evoca se refieren a textos de las Escrituras que anuncian el fin del mundo actual y el advenimiento de un mundo nuevo que, según él, será inaugurado por la resurrección.

Jesús muere y, según Juan, los legionarios rompen las piernas de los dos hombres que han sido ejecutados con él, a fin de acelerar su muerte y acabar cuanto antes; Juan agrega que a Jesús no se las rompen, pero que de una lanzada le abren el costado, del que brota «sangre y agua». La lanzada no era reglamentaria, y no se comprende muy bien su significado, puesto que los soldados ya habían comprobado que Jesús había muerto. Seguramente, una vez más, el evangelista quiere demostrar que todo había sido previsto por las Escrituras: «Verán a aquel a quien traspasaron». Por lo que se refiere a las piernas, que los mismos soldados se obstinan en romper, cabe hacer observar que numerosas leyendas primitivas hablaban de hombres y hasta animales resucitados, siempre que sus huesos estuvieran intactos, no rotos. «Una gran parte de la humanidad presentía que un dios-cordero moriría, al que no se rompería huesos, y resucitaría».

Juan, que explica que los soldados no han roto las piernas a Jesús, por la sencilla razón de que ya estaba muerto, agrega inmediatamente: «porque esto sucedió para que se cumpliese la escritura: ‘No romperéis ni uno de sus huesos'». Como siempre, se trata de demostrar que todo estaba previsto.

Salvo la cruz.

Interviene entonces un notable judío, miembro del Sanedrín, oriundo de Arimatea (al noroeste de Jerusalén), que es lo bastante rico como para poseer un huerto y un sepulcro (algo poco frecuente) a las puertas de la ciudad. Es un simpatizante del movimiento de Jesús. Pide permiso a Pilato para retirar el cuerpo, a fin de evitar que sea arrojado a la fosa común de los condenados a muerte. Marcos escribe que «entró» en casa de Pilato, lo cual quebrantaba la ley judía que prohibía pisar una casa «pagana», so pena de contaminación.

Esta intervención de José de Arimatea se produce muy poco después de la muerte, puesto que el centurión aún no ha tenido tiempo de informar a Pilato, el cual lo manda llamar para que le confirme que todo ha terminado. Entonces, magnánimo por una vez, concede el favor solicitado.

A José de Arimatea le ayuda Nicodemo: es la hora de los notables, de las gentes bien relacionadas que pueden hacerse escuchar por la más alta autoridad del país. Los compañeros habituales de Jesús, campesinos, pescadores, el publicano, están reducidos al silencio y, sin duda, a la desesperación. Sólo asisten al entierro varias mujeres, siempre fieles y valerosas (pero ningún texto menciona a María, la madre de Jesús).

Nicodemo trae mirra y áloe, «como unas cien libras», dice Juan (la libra romana equivalía a trescientos veintisiete gramos). La mirra era una gomorresina que, combinada con áloe, era utilizada en los embalsamamientos, los cuales estaban reservados a la clase aristocrática. Después de untar el cuerpo de Jesús, Nicodemo y José lo envolvieron en una sábana o túnica de lino. Existe al respecto un debate de traductores. Si decimos que era una túnica de lino, los textos evangélicos pueden haber querido sugerir que (puesto que el sumo pontífice viste túnica de lino) Jesús es el nuevo sumo pontífice.

Después, según Mateo, otra delegación de la casta sacerdotal (a la que ahora el evangelista une los fariseos) se presentó a Pilato para pedirle que pusiera una guardia en el sepulcro, por temor a que los discípulos robaran el cuerpo para demostrar que había resucitado, tal como había anunciado. Pilato, impaciente por tantas historias, accede.

Este episodio no puede situarse en el momento indicado. Una gestión ante Pilato «al día siguiente de la Preparación, es decir, el sábado», es impensable. Aquí caben dos interpretaciones. O bien la gestión se hizo en otro momento, aunque no sabría uno dónde ubicarlo, ya que la inhumación (de la que esta delegación habría estado informada, a juzgar por el texto) no hubiera podido hacerse sino en el último minuto antes del sábado. O bien Mateo se adelanta a refutar las objeciones al anuncio de la resurrección. Esto es, con mucho, lo más probable. Quiere demostrar que el cuerpo estaba bien guardado y no pudo ser robado.

Mateo es el menos explícito de los cuatro en relación con las apariciones de Jesús. Pero cuenta que cuando los centinelas que guardaban el sepulcro descubrieron (después de un temblor de tierra) que la piedra que lo cerraba había «rodado» y vieron aparecer «al ángel del Señor», fueron a comunicarlo a los príncipes de los sacerdotes (lo cual parece sorprendente, tratándose de legionarios romanos). Éstos, mediante una buena propina, les convencieron para que dijeran que los discípulos de Jesús habían robado el cuerpo. Con una promesa: si el asunto llegaba a oídos de Pilato, ellos, los príncipes de los sacerdotes, se encargarían de «aplacarlo» para evitar todo disgusto a los soldados, con lo que éstos se apartaban del bando de sus jefes para alinearse con el de la casta sacerdotal. «Los soldados, tomando el dinero, hicieron como se les había dicho. Esta noticia se divulgó entre los judíos hasta el día de hoy». El evangelista pretende, pues, responder a los rumores y convencer a los escépticos, argumentar contra los que no pueden creer lo increíble: la resurrección.

Referencia: Jesús – Jacques Duquesne

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2 respuestas a La muerte de Jesús

  1. Buen Articulo amigo !!!!!!

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