La resurrección

Amanece. María Magdalena no resiste más. Durante la fiesta del sábado, no ha podido salir. Lo que ha hecho durante estas largas horas esta fiel entre las fieles, esta joven del pueblo de Magdala, a la que siete malos espíritus habían hostigado antes de que conociera a Jesús, lo que ha pensado, lo que ha cavilado durante todo este sábado nadie lo sabe. Sin duda ha sacado la conclusión de que, una vez más, la muerte tiene la última palabra y que es la única salida de la vida, puesto que esta mañana, apenas asoma el sol por los montes del este y empieza a proyectar resplandores rosados sobre la ciudad, la mujer se precipita hacia el sepulcro de Jesús.

No la mueve la esperanza de asistir a un acontecimiento increíble. Simplemente, con las otras mujeres que han seguido paso a paso la marcha de Jesús hacia la muerte, ha preparado perfumenes y esencias, quizá porque estima que el embalsamamiento ha sido precipitado, incompleto, quizá porque es costumbre que al tercer día se haga una visita a los muertos para ofrecerles aromas.

Ella no espera nada. Estas fieles mujeres no esperan nada. Pero ven que la piedra ha sido retirada y unos personajes vestidos de blanco (como el joven de Getsemaní) les dicen que ese Jesús cuyo cuerpo buscan no se encuentra allí, por la sencilla y clara razón de que está vivo. En la versión de Juan, los mensajeros blancos ni siquiera tienen tiempo de anunciar a María Magdalena que Jesús ha resucitado. Ella apenas les ha dicho: «Han tomado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (no imagina que él pueda estar vivo), mira hacia atrás y ve a un hombre al que toma por el hortelano y quién sabe si hasta cómplice del robo hasta que él se da a conocer. Es Jesús. Y le encomienda una misión: la de que avise a los otros. Y así se apresura a hacerlo ella, jubilosa, aliviada, liberada. Toda buena nueva traza una estela de alegría: en estos relatos, vemos cómo unos a otros se anuncian: «Vive», en una cadena de vida que forma el contrapunto de la cadena de muerte de los procesos en los que los poderosos se pasaban a Jesús de mano en mano.

«Vive».

Esta afirmación convulsionará la historia del mundo. No obstante, para muchas mujeres y muchos hombres, incluso entre los admiradores de Jesús y de su mensaje, es increíble.

¿Qué puede el historiador decir de esta afirmación? No hay historiador que mantenga rotudamente que Jesús resucitó. Y tampoco lo hay, por lo menos, entre las personas serias, que pueda demostrar lo contrario.

No obstante, el estudio de los textos, unido al análisis del contexto, permiten dar, por lo menos, respuestas fragmentarias, arrojar un poco de claridad.

Hay que mencionar, en primer lugar, que la idea de la resurrección era bastante familiar para los judíos. El regreso de profetas como Elías o Moisés no tenía para ellos nada de sorprendente. El mismo Herodes Antipas creyó por un momento que Jesús no era otro que Juan Bautista que había vuelto de la región de los muertos. Y cuando Marcos, Mateo o Lucas relatan la resurrección de la hija de Jairo o del hijo de la viuda de Naim, no parecen considerarlas más prodigiosas que los otros milagros. Lo mismo que Juan, cuando narra la resurrección de Lázaro. Es cierto que, en estos casos, no se trata sino de supervivencia, de prolongación de la vida, mientras que lo de Jesús no es una reanimación después del cese de las funciones vitales sino de una vida nueva, diferente. Lucas, en ocasiones, prefiere llamar a Jesús el «viviente» antes que el «resucitado».

Señalado este primer punto, entremos en el debate. En apoyo de su afirmación de que Jesús resucitó, los autores del Nuevo Testamento aportan una evidencia (la del sepulcro vacío) y varios testimonios.

Los textos evangélicos refieren de maneras diversas y hasta un poco contradictorias el hallazgo del sepulcro vacío. Contradicciones que, para algunos especialistas, «son un fuerte indicio de la realidad de los hechos». Consideran los especialistas que quienes, para robustecer la fe de las primeras comunidades cristianas, hubieran inventado esta historia, se habrían preocupado de coordinar los relatos. Pero también hay que reconocer que estas contradicciones son molestas.

Dos de estos textos han merecido especial atención: el de Juan y el de Lucas. Como es sabido, los Evangelios tuvieron redacciones sucesivas. Los versículos de Juan y de Lucas relativos al sepulcro vacío están considerados por la mayoría de críticos muy antiguos, arcaicos, próximos a la época de los hechos, mientras que el relato de Marcos es posterior. Pero hay otros textos antiguos que en ningún momento evocan el sepulcro vacío: los de Pablo, y que también están próximos a la época de los hechos.

Otra indicación interesante es la que hace el relato de Juan. En él se muestra cómo Pedro y el discípulo «amado de Jesús» llegan al sepulcro vacío, después de haber sido informados por María Magdalena. Una escena que «respira verismo», algunos de cuyos detalles, evidentemente, no son relatados para demostrar nada: así vemos cómo Pedro se queda regazado y el otro discípulo se para en la entrada del sepulcro y espera al compañero de más edad. Éste entra en la cavidad de la roca, encuentra «las fajas allí colocadas y el sudario que había estado sobre su cabeza, no puesto con las fajas sino envuelto aparte». Esta precisión permite hacer una comparación con la escena de la resurrección de Lázaro y apreciar un símbolo: este último había salido del sepulcro envuelto todavía en las fajas con que había sido amortajado, mientras que Jesús pasa realmente a otro mundo, liberado, desligado. También podemos descubrir aquí un indicio histórico: si los compañeros de Jesús u otras personas hubieran venido a llevarse el cuerpo, no se hubieran entretenido en desatar los paños que lo envolvían.

Hoy, la mayoría de especialistas opinan que el sepulcro estaba realmente vacío. Y es que mal hubieran podido Pedro y sus compañeros anunciar la resurrección en Jerusalén, de haber podido responderles los habitantes de la ciudad: ¿Cómo puede haber resucitado, si el cadáver aún está en el sepulcro de José de Arimatea? Los mismos especialistas reconocen que el sepulcro vacío no constituye una prueba: la lectura del texto de Mateo indica que por la ciudad circulaba la versión de que los discípulos se habían llevado el cadáver. Otra hipótesis: María Magdalena, que habría seguido la inhumación desde lejos, pudo equivocarse de sepulcro. Pudo haber dos entierros: uno, provisional, inmediatamente después de la muerte de Jesús, porque había que actuar deprisa, antes de las fiestas y el otro, definitivo, en otro lugar, después del sábado.

Por lo tanto, el sepulcro vacío sólo puede considerarse como un punto interesante del dossier.

También hay creyentes que incluso sostienen que ni el descubrimiento de los huesos de Jesús les impediría creer en su resurrección, ya que el cuerpo no puede definirse por la sola materia, sino que también y sobre todo está facultado para la comunicación con otros seres y con el universo; puede existir un «cuerpo espiritual», al que por cierto hace alusión Pablo: «Resucitamos con un cuerpo espiritual». Pero aquí nos salimos del ámbito de la historia para adentrarnos en el de la filosofía y la teología.

Examinemos ahora los testimonios de la resurrección. Al igual que los relatos del hallazgo del sepulcro vacío por María Magdalena, son contradictorios: Mateo y Marcos sitúan las apariciones de Pascua en Galilea; Lucas y Juan, en Jerusalén. Esto no basta para descalificarlas, pero plantea un interrogante al tratar de establecer la cronología: los compañeros de Jesús no podían encontrarse en la misma época en dos lugares alejados uno de otro por cuatro días de camino.

Por otra parte, todos los relatos de las apariciones se configuran en tres tiempos. El primero, la llegada, la aparición de Jesús donde no se le espera (aun con las puertas cerradas) y sin ser reconocido de inmediato. Segundo tiempo: el reconocimiento. Jesús da a las mujeres o a sus compañeros unas señales, casi un santo y seña, que revelan su identidad, que demuestran también que no es un fantasma (insta al incrédulo Tomás a tocarlo o come pescado asado con ellos). Tercer tiempo, les encomienda una misión y les promete la ayuda del Espíritu Santo.

Se trata, pues, de literatura. Lo cual también encierra incógnitas, pero no permite dictaminar que las apariciones no existieran. Ya se sabe que los autores de estos textos pretendían demostrar, no relatar a la manera de un historiador o un peridosta de hoy. Véase, si no, por ejemplo, el Evangelio atribuido a Lucas: su autor sitúa todas las apariciones de Jesús en Jerusalén y alrededores (Emaús) y en un mismo día. Ahora bien, en los Hechos de los Apóstoles, escrito sin duda por el mismo, se afirma que Jesús «se presentó vivo […] apareciéndoseles [a los apóstoles] durante cuarenta días y hablándoles del Reino de Dios». La cifra de cuarenta ya es sospechosa en sí por cuanto que es símbolo de plenitud, pero, además, esta oscilación entre uno y cuarenta demuestra que estos autores se preocupan poco por ciertos detalles: lo que importa es señalar que Jesús se apareció a sus compañeros. Y es de observar que, por una vez, no nos remiten a las Escrituras para demostrar que todo estaba previsto. Como si estuvieran estupefactos precisamente por lo imprevisto.

Existe otro testigo, que no figuraba entre los compañeros de Jesús: Pablo. Su texto es el más antiguo de todos, el más próximo a los hechos. Se trata de la primera carta a los cristianos de Corinto. Se puede datar con bastante precisión, gracias a una inscripción griega descubierta en Delfos, que reproduce otra carta, dirigida a esta misma ciudad por el emperador Claudio. Los arqueólogos han podido determinar que la carta de Claudio fue escrita en abril o mayo del 52, y en ella se alude a la presencia en Grecia del procónsul Galión, hermano del filósofo Séneca, ante el que compareció Pablo. El primer viaje de Pablo a Corinto puede situarse, pues, en esta época, y el apóstol habría hablado con Galión entre julio y octubre del 51. ¿Qué decía Pablo a los corintios? En su carta, les recuerda: «Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía, y algunos durmieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí».

Dejemos de lado lo que Pablo «ha recibido», como dice él, acerca de la muerte de Cristo «por nuestros pecados», que corresponde más a lo que creían los primeros cristianos que a las palabras de Jesús. Lo que interesa, para el problema que se nos plantea, es otra cosa: este hombre da testimonio de hechos que acaecieron menos de veinte años antes y que cambiaron su vida. Es, pues, el suyo un testimonio importante.

De todos modos, la mención de los «quinientos hermanos» a los que Jesús se apareció «a la vez» puede suscitar dudas: ¿pudo tratarse de una especie de éxtasis colectivo?

En rigor, también las apariciones a los apóstoles podrían explicarse por una especie de plasmación de sueños, esperanzas y anhelos: una cosa se desea con tanta fuerza que uno acaba por representársela, por convencerse de haberla visto. Pero no es éste el caso de Pablo que, cuando partió para Damasco, no respiraba sino «amenazas de muerte contra los discípulos del Señor».

No obstante, los historiadores no pueden fundar una certeza en un testimonio semejante, por importante que sea, sino sólo una presunción: porque, en efecto, siempre es posible la explicación del fenómeno psíquico.

El debate sobre la resurrección ha permanecido abierto también en otros aspectos.

Por ejemplo, se ha sugerido que Jesús no murió en la cruz, que la prisa de José de Arimatea y de Nicodemo por meterlo en aquel sepulcro (no hermético) tenía por objeto preservar lo que le quedaba de vida, y que, en definitiva, el entierro fue un simulacro. Pero, suponiendo que Jesús hubiera estado vivo, durante todo el sábado nadie pudo atenderlo. La hipótesis, que no se apoya en ningún indicio concreto, es difícilmente admisible.

Un rumor más extraño aún, que circuló en los medios judíos, atribuye la desaparición del cuerpo de Jesús a Judas, «hombre piadoso y sabio» que «lo había entregado a sus enemigos en la fiesta de Pascua. Jesús fue lapidado y colgado del patíbulo; pero el mismo Judas se llevó del sepulcro el cuerpo del maestro y lo enterró en un huerto, debajo del cauce de un arroyo, cuyas aguas había desviado. Después, devolvió al arroyo su curso natural, de manera que no pudo hallarse el cuerpo del mago Jesús».

La interpretación judía más corriente durante los primeros tiempos fue, desde luego, la de que los discípulos se habían llevado el cadáver. Pero ni los príncipes de los sacerdotes ni los romanos parecen haber tomado la iniciativa de mandarlo buscar. Y, si lo hubieran ocultado los discípulos, ¿hubieran aceptado todos los martirios y torturas en silencio?

Renan, que también piensa que el cuerpo fue robado, aunque se pregunta por quién, concluye que «siempre ignoraremos» de dónde nació la fe en la resurrección. Agrega, aludiendo a los «siete demonios» que habían atormentado a María Magdalena antes de que conociera a Jesús: «Digamos, no obstante, que la fuerte imaginación de María Magdalena desempeñó en esta circunstancia un papel capital. ¡Divino poder del amor! ¡Sagrados momentos en que la pasión de una alucinada da al mundo un Dios resucitado!»

Al sugerir la tesis de la alucinación (que habría sido compartida por otras personas) Renan pone de manifiesto un hecho importante: el papel de las mujeres en este episodio decisivo. es a las mujeres a quienes Jesús se aparece en un principio: a María de Magdala y también, según Lucas, a otra María, la madre de Santiago y Juana, además de otras a las que no nombra. Todas van a anunciar la buena nueva a los apóstoles, «pero a ellos les parecieron desatinos tales relatos y no los creyeron». Por supuesto, a sus ojos, se trata de historias de pobres mujeres. Pocas épocas y sociedades han dado gran crédito a las mujeres. Aquéllas no eran excepción, sino todo lo contrario. Y es curioso que Jesús, a diferencia de los rabbi que en aquel entonces circulaban por Palestina, estuviera siempre rodeado de mujeres, que sólo ellas lo acompañaran hasta la muerte y que ellas fueran los primeros testigos de la desaparición de su cadáver.

Este último punto tiene gran importancia. Porque no concuerda con la hipótesis, mil veces repetida a lo largo de los siglos, de que se trata de una estratagema ideada por los discípulos de Jesús, que habrían hecho desaparecer el cuerpo antes de anunciar la resurrección. Si hubieran pretendido montar semejante operación de intoxicación, semejante manipulación como se dice hoy, no habrían elegido a las mujeres para mensajeros. Hacer anunciar la resurrección de Jesús por mujeres, quienesquiera que fuesen, era el medio más seguro de provocar la incredulidad. Por otra parte, san Pablo, misógino muy de su tiempo, pero sobre todo hombre prudente y deseoso de convencer, se guarda bien de hablar de estas apariciones a las mujeres, cuando anuncia que Jesús vive. El menos avispado de los compañeros de Jesús habría comprendido que, para montar una superchería semejante, sería preferible utilizar como mensajero a un notable como Nicodemo o José de Arimatea, a un miembro más o menos clandestino de la red de Jesús en Jerusalén, o incluso a un hombre cualquiera, al que se hubiera escuchado con más ecuanimidad que a una mujer, aunque ésta fuera la esposa del ministro Chouza.

Desde luego, esta circunstancia no constituye sino una probabilidad de crédito, una presunción, no una prueba de la resurrección. Pruebas, en opinión de los historiadores, no las hay.

¿Entonces?

Entonces, en aquellos días, dos hombres caminaban hacia Emaús, población situada a varios kilómetros de Jerusalén, no se sabe exactamente dónde. Hacia Emaús, es decir, hacia la nada, hacia el lugar de las esperanzas perdidas. Estaban decaídos, desmoralizados, desilusionados. Se habían entregado al movimiento de Jesús, se habían entregado por entero, convencidos de que librarían al mundo de todo el mal y, a Israel, de la aristocracia del Templo y de los romanos. No ocupaban un lugar destacado dentro del movimiento de Jesús, sino que militaban entre los anónimos que llamaban a las buenas gentes a venir a escuchar al Maestro, que organizaban sus desplazamientos, que a veces contenían al auditorio o que consolaban a los que no habían podido acercarse lo suficiente como para hablar con él o tocarle el manto. No ambicionaban más. Estaban dispuestos a darlo todo para ayudarle. Y ahora todo había terminado. Él había muerto sin intentar defenderse, y todas aquellas gentes a las que ellos habían visto apretujarse alrededor de él, y a las que habían tenido que apartar a veces, con energía, lo habían abandonado. Los mismos jefes del movimiento de Jesús, sus compañeros más íntimos, aquellos a los que él había elegido como a un estado mayor, sus confidentes, estaban escondidos, amedrentados, desesperados. Hasta se decía que el mismo Pedro, siempre dispuesto a dar la cara y hablar por los demás, había jurado y perjurado no conocer a Jesús.

Todo había terminado. Habían creído participar en una aventura única que iluminaría su vida y abriría un futuro de alegría y felicidad para todos. Y ahora no podían sino rumiar pesares, amarguras y remordimientos.

Se unió a ellos un hombre, que les hizo contar sus penas y tribulaciones. Un hombre que sabía escuchar, lo que era poco frecuente. Y que después les explicó la historia del mundo, empezando por Moisés y los profetas. Sus corazones, reconfortados, se abrieron. Sus mentes, más lentas, no lo reconocieron hasta el momento en que, después de compartir con ellos el pan, desapareció.

Ellos entonces volvieron sobre sus pasos y salieron de las tinieblas y de la nada para regresar a Jerusalén.

Los que allí encontraron estaban tan desesperados como ellos. Unos pobres diablos cobardes o renegados. Un puñado de campesinos, de pescadores, que tenían amistades entre los notables, pero muchos de aquellos con los que creían poder contar se escabullían, habían desaparecido. No podrían permanecer en esta ciudad hostil. Tendrían que escapar, de noche, con la espalda doblada y la ira y la muerte en el corazón.

Y entonces aquellos hombres que estaban hundidos se levantaron y lo afrontaron todo para proclamar que Jesús vivía, y la mejor prueba era que ellos lo habían visto y que hasta habían comido con él.

Pero sus palabras no son una prueba. La mejor prueba son los mismos hombres, aquellos pusilánimes desgraciados medio analfabetos que, de la noche a la mañana, iban a arrostrar todos los peligros, a resucitar el movimiento de Jesús, a repetir por todas partes palabras de amor y de liberación, que no serían muy escuchados pero, a pesar de todo, cambiarían la historia del mundo.

Así pues, algo tuvo que ocurrir aquellos días, una explosión, una erupción de fe que cambió a aquellos hombres. Ellos decían que ese «algo» era su encuentro con Jesús vivo, resucitado, y lo repitieron hasta la muerte. Nadie puede jurarlo con pruebas en la mano. Todo el mundo tiene derecho a dudar. El Dios que anunció Jesús respeta la libertad de los hombres hasta permitirles dudar de él o rechazarle.

La historia no puede decir si Jesús vive o si, por el contrario, murió para siempre el 7 de abril del año 30. Pero sí puede decir que aquellos días ocurrió algo, un hecho que, al conmover a aquellos hombres y mujeres, conmovió al mundo.

Referencia: Jesús – Jacques Duquesne

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