El filósofo hilário y su cuchillo (IV)
En 1927, el físico inglés Paul Dirac intentaba extender la teoría cuántica, que en ese momento no casaba con la teoría especial de la relatividad de Einstein. Dirac, con la intención de hacer que las dos teorías fuesen felizmente compatibles, supervisó el matrimonio y su consumación. Al hacerlo dio con una ecuación nueva y elegante para el electrón (curiosamente, la llamamos ecuación de Dirac). Dirac (que tenía veinticuatro años o así) halló, al obtener las ondas del electrón que resolvían su ecuación, que había otra solución con extrañas consecuencias. Tenía que haber otra partícula cuyas propiedades fuesen idénticas a las del electrón, pero con carga eléctrica opuesta.
El problema es que la simetría implícita en la ecuación de Dirac quería decir que para cada partícula tenía que existir otra partícula de la misma masa pero carga opuesta. Por eso, Dirac, conservador caballero que carecía hasta tal punto del carisma que ha dado lugar a leyendas, luchó con esa solución negativa y acabó por predecir que la naturaleza tiene que contener electrones positivos además de electrones negativos. Alguien acuñó la palabra antimateria. Esta antimateria debería estar en todas partes, y sin embargo nadie había dado con ella.
En 1932, el joven físico Carl Anderson, construyó una cámara de niebla diseñada para registrar y fotografiar las partículas subatómicas. El aparato estaba circundado por un imán poderoso; su misión era doblar la trayectoria de las partículas, lo que daba una medida de su energía. Anderson metió en el saco una partícula nueva y rara (o, mejor dicho, su traza) gracias a la cámara de niebla. Llamó a este extraño objeto nuevo positrón, porque era idéntico al electrón excepto porque tenía carga positiva en vez de negativa. La comunicación de Anderson no hacía referencia a la teoría de Dirac, pero enseguida se ataron los cabos. Había hallado una nueva forma de materia, la antipartícula que había saltado de la ecuación de Dirac unos pocos años antes. Las trazas habían sido dejadas por los rayos cósmicos, la radiación que viene de las partículas que dan en la atmósfera procedente de los confines de nuestra galaxia. Anderson, para obtener mejores datos todavía, transportó el aparato de Pasadena a lo alto de una montaña de Colorado, donde el aire es fino y los rayos cósmicos más intensos.
En 1927 Heisenberg concibió sus relaciones de incertidumbre, que coronaron la gran revolución científica a la que damos el nombre de teoría cuántica. La verdad es que la teoría cuántica no se completó hasta finales de los años cuarenta. En realidad, su evolución sigue hoy, en su versión de teoría cuántica de campos, y la teoría no estará completa hasta que se combine plenamente con la gravitación. Pero para nuestros propósitos el principio de incertidumbre es un buen sitio para acabar. Las relaciones de incertidumbre de Heisenberg son una consecuencia matemática de la ecuación de Schrödinger. También podrían haber sido postulados lógicos, o supuestos, de la nueva mecánica cuántica. Las ideas de Heisenberg son fundamentales para entender cómo es el nuevo mundo cuántico.
Los ideadores cuánticos insisten en que sólo las mediciones, tan caras a los experimentadores, cuentan. Todo lo que podemos pedirle a una teoría es que prediga los resultados de los hechos que quepa medir. Parecerá una obviedad, pero olvidarla conduce a las paradojas que tanto les gusta explotar a los escritores populares carentes de cultura. Y, debería añadir, es en la teoría de la medición donde la teoría cuántica encuentra sus críticos pasados, presentes y, sin duda, futuros.
Heisenberg anunció que nuestro conocimiento simultáneo de la posición de una partícula y de su movimiento es limitado y que la incertidumbre combinada de esas dos propiedades debe ser mayor que…, cómo no, la constante de Planck, h. Nuestras mediciones de la posición de una partícula y de su movimiento (en realidad, de su momento) guardan una relación recíproca. Cuanto más sabemos de una, menos sabemos de la otra. La ecuación de Schrödinger nos da las probabilidades de esos factores. Si concebimos un experimento que determine con exactitud la posición de una partícula, la dispersión de los valores posibles del momento será, en la medida correspondiente, grande, como dicta la relación de Heisenberg. El producto de las dos incertidumbres (podemos asignarles números) es siempre mayor que la ubicua h de Planck. Las relaciones de Heisenberg prescinden, de una vez por todas, de la representación clásica de las órbitas. El mismo concepto de posición o lugar es ahora menos definido.
La pregunta obvia es: ¿cuál es correcta?, ¿la teoría de Newton o la de Schrödinger? El sobre, por favor. Y el ganador es…
¡Schrödinger!
La física de Newton se desarrolló para las cosas grandes; no vale dentro del átomo. La teoría de Schrödinger se concibió para los microfenómenos. Sin embargo, cuando se aplica la ecuación de Schrödinger a las situaciones macroscópicas da resultados idénticos a la de Newton.
Veamos un ejemplo clásico. La Tierra da vueltas alrededor del Sol. Un electrón da vueltas (por usar el viejo lenguaje de Bohr) alrededor de un núcleo. Pero el electrón está obligado a moverse en ciertas órbitas. ¿Le están permitidas a la Tierra sólo ciertas órbitas cuánticas alrededor del Sol? Newton diría que no, que el planeta puede orbitar por donde quiera. Pero la respuesta correcta es sí. Podemos aplicar la ecuación de Schrödinger al sistema Tierra-Sol. La ecuación de Schrödinger nos daría el usual conjunto discreto de órbitas, pero habría un número enorme de ellas. Al usar la ecuación, se metería la masa de la Tierra (en vez de la masa del electrón) en el denominador, con lo que el espaciamiento entre las órbitas allá donde la Tierra está, es decir, a 150 millones de kilómetros del Sol, resultaría tan pequeño (una millonésima de billonésima de centímetro) que sería de hecho continuo. Para todos los propósitos prácticos, se llega al resultado newtoniano de que todas las órbitas se permiten. Cuando tomas la ecuación de Schrödinger y la aplicas a los macroobjetos, ante tus ojos se convierte en… ¡F = ma! O casi. Fue Roger Boscovich, dicho sea de paso, quien conjeturó en el siglo XVIII que las fórmulas de Newton eran meras aproximaciones que valían en las grandes distancias pero no sobrevivirían en el micromundo.
Se puede decir que la mecánica cuántica tiene tres cualidades destacables:
1) Va contra la intuición: La mecánica cuántica sustituye la continuidad por lo discreto.
2) Funciona.
3) Tiene problemas. Tienen que ver con la función de onda (psi, o Ψ) y lo que significa. A pesar de su gran éxito práctico e intelectual, no podernos estar seguros de qué significa la teoría cuántica. Puede que nuestra incomodidad sea intrínseca a la mente humana, o quizás un genio acabará por hallar un esquema conceptual que haga felices a todos. Si no la podéis tragar, no os preocupéis. Estáis en buena compañía. La teoría cuántica ha hecho infelices a muchos físicos, Planck, Einstein, De Broglie y Schrödinger entre ellos.
Hemos hecho un largo camino desde Mileto. Hemos recorrido la senda de la ciencia desde entonces y allí hasta aquí y ahora.
¿Oyen reirse a nuestro filósofo?
El filósofo hilário y su cuchillo (I)
El filósofo hilário y su cuchillo (II)
El filósofo hilário y su cuchillo (III)
El filósofo hilário y su cuchillo (IV)
El filósofo hilário y su cuchillo (y V)
Referencia: «La partícula divina» – Leon M. Lederman.