Había salido el cortejo, el novio, delante, casi corriendo, seguido por sus amigos y sus primos, portando hachones que formaban, en el crepúsculo, una guirnalda luminosa. El grueso de la concurrencia, los vecinos y parientes de más edad, apretaban el paso cuando podían, para no perderse la llegada a casa de la novia, el verdadero comienzo de los festejos.
Ella esperaba en la casa paterna, discreta, rodeada de sus doncellas de honor, ataviadas con vestidos bordados, sosteniendo en alto la lamparilla de barro y, colgado de un dedo, un frasquito de aceite de reserva. La novia llevaba monedas de oro en la frente y en el velo. Nerviosa y contenta, escuchaba el rumor que subía de la calleja, que se acercaba, que crecía. Eran ellos, era él. Él llegaba, pedía permiso para verla, le levantaba el velo y proclamaba su gozo. Entonces estallaba un griterío: entre risas y exclamaciones, volvía a formarse el cortejo, llevando a la novia en andas, se rompía un frasco de perfume, se intercambiaban los juramentos a la sombra del velo nupcial y empezaba la fiesta.
¡Qué fiesta!
Los campesinos galileos adoraban las bodas, que eran ocasión para reunir a familiares y amigos, y olvidar el trabajo cotidiano, las privaciones y los sinsabores. Solían celebrarse las bodas después de la recolección, cuando, hecho el trabajo y llenos graneros y vasijas, se había recuperado un cierto desahogo que quizá no durase hasta el verano siguiente. Pero al diablo la cicatería, tiempo habría para preocuparse; uno no casa a un hijo todos los días. Además, el padre del novio, en cuya casa se celebra la boda, está contento porque no ha pagado muy cara a esta nuera que le entra en casa, ha negociado bien con la otra familia. No hay que privarse de nada: el jolgorio durará hasta el sábado, y hoy es martes; tres días, pues, para pasarlo bien.
La primera noche, no falta de nada. El vino corre en abundancia, una vez se ha recitado el ritual: «¡Bendito el Creador del fruto de la viña!». No se le ha añadido agua, a pesar de que tiene mucho grado: el día de la boda, todo, o casi todo, está permitido. El agua de las grandes tinajas de piedra sólo se utiliza para los múltiples ritos de purificación. Con vino se acompañan y riegan las carnes, los pescados rellenos de guarnición con nueces y pistachos, el pollo con aceitunas negras, el pastel de hígado de ave y los dátiles asados.
Pero parece ser que, antes de que transcurran los tres días de esta boda, que se celebra en Caná, un pueblo grande, situado en la falda de un monte, se acaba el vino. Y quizá también el aguardiente de dátiles. María, que está allí desde el principio y, a buen seguro, permanece más despejada que la mayoría de los invitados, es la primera en advertirlo: las mujeres tienen un don para estas cosas. Se lo dice a Jesús, que ha llegado con varios de sus nuevos compañeros. Respuesta de Jesús: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?». ¿Por qué Jesús no dice «madre»?. Porque, en adelante, quiere hacer abstracción del lazo que le une a María. La llama «mujer», como llamará, en otras circunstancias, tanto a las desconocidas como a las allegadas. Su misión está por encima de las relaciones familiares. A la respuesta «Este asunto no nos concierne», Jesús agrega: «no es aún llegada mi hora».
Pero María no se desanima fácilmente, y ordena a los criados que hagan todo lo que les diga Jesús. Él les manda llenar de agua las seis tinajas de piedra (si no estaban llenas sería porque ya se había procedido a múltiples abluciones purificadores; no era el primer día de la boda, el matrimonio ya se había consumado y, según la costumbre, se había exhibido, entre las aclamaciones de la concurrencia, el lienzo manchado de sangre que demostraba la virginidad de la novia). Es curioso que Jesús utilizara estas tinajas: normalmente, el vino se ponía en ánforas. Y son unas tinajas enormes, que contenían, cada una, entre ochenta y ciento veinte litros de agua. Que se convierten en unos seiscientos litros de vino. Del mejor.
La fiesta puede continuar. Nadie se ha dado cuenta de lo ocurrido. Los jóvenes bailan, taconeando en la era bien barrida, donde días atrás se trilló el trigo. Los mayores ven vasos otra vez llenos, pero sin duda están muy achispados para advertir diferencia alguna entre este vino y el que se ha servido antes. Sólo el maestresala (o bodeguero o mayordomo, cualquiera de estas acepciones indica que no se trata de una boda de pobres y que se han hecho bien las cosas), sólo este personaje, pues, observa que éste es un caldo excelente y lamenta que se le haya ocultado su existencia hasta este momento, porque él lo hubiera servido la primera noche, cuando todos estos campesinos aún tenían paladar para distinguir entre néctar y vinacho.
Así termina el relato de Juan el evangelista (ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas mencionan el episodio), que concluye: «Ésta fue la primera de las señales de Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos».
Efectivamente se trata de una señal. Porque, para Juan, un milagro tiene una función demostrativa. Hacia el final de su Evangelio, escribe: «Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro, y éstas fueron escritas para que creáis«.
Pero este relato es diferente de los que siguen, que hablan de curaciones y exorcismos. En primer lugar, prácticamente no hay testigos, aparte de los criados, el novio, María y los discípulos, cuya fidelidad se asegura Jesús con esta acción. En segundo lugar, no se determina quiénes fueron los beneficiarios (esos novios y esos padres, a los que la falta de vino hubiera dejado en mal lugar), contrariamente a lo que se lee en la mayoría de los relatos de milagros. La novia no aparece en ningún momento, cuando normalmente es la protagonista de la boda, y el novio sólo hace una aparición discreta al final del relato. Silencio que resulta tanto más sorprendente ante los detalles que Juan da de otras cosas, por ejemplo, de la capacidad de las seis tinajas.
Desde luego, ni los beneficiarios ni sus parientes habían pedido nada, a diferencia de la viuda de Naim, el ciego de Jericó o de Marta y María, que intercedieron por su hermano Lázaro. Y, en el estado en que se encuentran, no deben de inspirar compasión. Si a esta gente, que nada pedía, no le hubieran servido más vino, no hubieran sufrido daño alguno, sino seguramente todo lo contrario. Éste es, pues, un milagro gratuito, un milagro-regalo, hecho por iniciativa de Jesús y de su madre y que no es una señal más que para los íntimos y los criados.
Criados que también son personajes interesantes. Normalmente, Jesús no utiliza intermediarios. Actúa directamente, ya sea, en el mismo Evangelio de Juan, para multiplicar panes («Tomó entonces Jesús los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente de los peces, cuanto quisieron»), curar a enfermos o resucitar a Lázaro. ¿Por qué Juan se extiende aquí sobre el papel de los criados y su obediencia? ¿Y por qué ellos no explican al maestresala que el agua se ha convertido en vino? ¿Y por qué no se habla de su asombro después del milagro, contrariamente a lo que se hace en otros relatos del mismo género?.
Este relato merece tratamiento especial. El relato de Caná no es de tipo biográfico. Se trata de un símbolo. O, mejor, de varios símbolos, mezclados con elementos reales.
En primer lugar, el relato pone de manifiesto cierto distanciamiento del Bautista. Nadie imaginaría al anacoreta desgreñado que predica a orillas del Jordán, de boda en Caná y quedándose hasta que se agota la provisión de vino hecha por los organizadores de la fiesta. No es su estilo. Un poco más adelante, cuentan Lucas y Mateo, y el propio Jesús lo subraya también, para reprochar a sus oyentes su incredulidad: «Porque vino Juan, que no comía ni bebía y dicen: Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre comiendo y bebiendo y dicen: es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores». Y concluye: «La sabiduría se justifica por sus obras». En otras palabras: hay varios caminos para hacer la voluntad de Dios.
Parece que había divergencias entre el grupo de Juan y el de Jesús. Porque estas palabras de Jesús están precedidas, en los Evangelios de Mateo y de Lucas, de una escena muy reveladora. Juan el Bautista, que al parecer se había formado otra imagen del Mesías, empieza a dudar. Los discípulos que permanecen a su lado deben de inducirle a ello. ¡Este Jesús hace la competencia a su maestro! Quieren convencerse de que, a diferencia de sus compañeros que les han dejado para seguir a Jesús, ellos han hecho la elección correcta. Necesitan encontrar razones. Y Juan se deja impresionar.
Después de haber reconocido oficialmente la supremacía de su primo al bautizarlo, ahora le envía a dos de sus discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?».
Juan, ahora el evangelista, narra otra escena: mientras Juan bautizaba «en Ainón, cerca de Salim, donde había mucha agua», Jesús hacía otro tanto en Judea. Esto no hacía ninguna gracia a los discípulos del Bautista: «Rabbi, aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, está ahora bautizando y todos se van a él». Él los calma, aunque con cierta impaciencia: «Vosotros mismos sois testigos de que dije: ‘Yo no soy el Mesías sino que he sido enviado ante él’.». Y les hace un bello discurso, plástico y florido, para hacerles comprender lo que ellos se niegan a admitir: «El que tiene esposa es el esposo: el amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra grandemente de oír la voz del esposo. Pues así este mi gozo es cumplido. Preciso es que él crezca y yo mengüe».
Así pues, él está encantado. Pero no todos son tan entusiastas. Y él mismo, ya lo hemos visto, duda, ya que envía a esos dos personajes a pedir garantías a Jesús. Que éste les da inmediatamente: «Id a decir a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Nueva se anuncia a los pobres». Bonita acumulación de milagros estupendos. Es lo que, al parecer, necesitan estas gentes para convencerse («para que creáis»). A este respecto, Jesús, lo mismo que Juan en el relato anterior, canta las excelencias del que le ha bautizado. Dice que «es más que un profeta» y «ninguno más grande que él entre los hijos de las mujeres». Pero puntualiza que Juan, aun siendo tan grande, no es más que un precursor. «es aquel del que se ha escrito: Envío a mi mensajero delante de ti, para preparar el camino delante ti».
Los líderes de cada grupo hacen cuanto está en su mano para definir sus posiciones respectivas, celebrar cada uno los méritos del otro, y convencer a sus discípulos y a las multitudes de que no son rivales.
Más adelante, Juan es encarcelado. Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, hijo del rey Herodes bajo cuyo reinado nació Jesús, no es mejor que su padre. Al contrario. Es un celoso servidor de los romanos que multiplica los crímenes y no tiene reparo en casarse con Herodías, de la que está locamente enamorado, a pesar de que es nieta de Herodes y, por lo tanto, sobrina suya. Esto, a los ojos de Juan, colma la medida. El Bautista deja su Jordán y se presenta al tetrarca para decirle que no, que la Ley no permite este matrimonio. Herodes Antipas, furioso, quiere cortarle la cabeza. Pero la popularidad de Juan es tan grande que el tetrarca recapacita y se limita a encerrarlo en una fortaleza colosal llamada Macheronte, según indica Flavio Josefo.
De allí no lo sacará sino para hacerlo asesinar. Es muy conocida la historia que cuentan los evangelistas: Herodías, a la que el Bautista ha puesto en entredicho, está empeñada en que muera. Y su hija Salomé, una bella adolescente, danza para el tetrarca durante una cena de cumpleaños. Éste, después de conseguir a la madre, desea poseer a la hija. Pero la niña es coqueta y se hace valer. Él, seguramente borracho, le promete lo que le pida. Herodías aprovecha la ocasión: ‘pide la cabeza del Bautista en una bandeja’ – susurra a la joven bailarina. «El rey se entristeció, mas por el juramento hecho y por la presencia de los convidados ordenó dársela, y mandó degollar en la cárcel a Juan el Bautista, cuya cabeza fue traída en una bandeja y dada a la joven, que se la llevó a su madre. Vinieron sus discípulos, tomaron el cadáver y lo sepultaron, yendo luego a anunciárselo a Jesús». Éste, apenado, se retiró un tiempo al desierto.
En cuanto al tetrarca, a pesar de lo duro que era, no pudo superar este crimen, y cuando le hablaban de Jesús, creía que era el Bautista resucitado.
No todos los discípulos de éste se unieron a Jesús al encontrarse privados de su maestro. Según diversos indicios, su grupo siguió existiendo paralelamente al movimiento de Jesús. Y es sin duda para disipar una confusión que aún subsistía por lo que el Evangelio de Juan, bastante posterior a los hechos, subraya en el preámbulo: «No era él (el Bautista) la luz, sino que vino a dar testimonio de la luz».
La boda en Caná continua su curso. Al asistir a esta boda, Jesús no sólo rompe con la tradición de Juan sino que se distingue también de los esenios, entre los cuales quieren situarlo hoy algunos, especialmente después del descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto. Por último, quebranta tabúes alimentarios. El Deuteronomio, libro de la Biblia que en cierto modo viene a ser una especie de código civil, cita el caso de un hijo «rebelde» que, no contento con desobedecer a sus padres, «es un desenfrenado y un borracho». Acusación que será recogida, casi literalmente, por los adversarios de Jesús, a juzgar por lo que dice él mismo: «comilón y bebedor de vino».
En el vino, se combinan varios símbolos. Los racimos de uva son pisados y aplastados en la prensa, antes de convertirse en una especie de sangre escarlata. Sufren una forma de muerte antes de renacer de otro modo. Y cuando el evangelista escribe el relato de Caná, tiene presente dos hechos: la última comida que Jesús ha hecho con los Doce, la Cena, durante la cual les ha dado a beber vino diciendo que era su sangre, y su muerte y resurrección, de otro modo.
Otro símbolo del vino: la alegría, evidentemente. Desde luego, Job, hombre recto e íntegro, estima que sus hijos y sus hijas exageran bebiendo y festejando unos en casa de otros; análogamente, los hijos de Noé, el primer hombre que plantó una viña, no se sienten muy orgullosos de su padre cuando lo encuentran desnudo y durmiendo la mona. Lo cual no impidió al viejo patriarca, como dice el Génesis, vivir todavía trescientos cincuenta años. Pero el Eclesiastés dice que «el vino alegra la vida». Y el salmo 104, que «el vino alegra el corazón de los hombres y hace lucir sus rostros más que el aceite». Con la condición, agrega otro texto bíblico, el libro del Sirácida de que se consuma con moderación: «El vino lleva gozo al corazón y alegría al alma cuando se bebe con mesura».
Finalmente y sobre todo, el vino es, en el Cantar de los Cantares, la señal de la unión amorosa. Y correrá en abundancia durante el banquete celestial de las bodas de Dios con los hombres, en la consumación de los tiempos. Los profetas lo anuncian. Amós: «Los montes destilarán mosto y se derretirán todos los collados». Isaías: «Y preparará Yavé de los ejércitos a todos los pueblos sobre este monte un festín de suculentos manjares, un festín de vinos generosos».
Como ya hemos señalado, no se hace mención de la novia: el papel principal es desempeñado por María. A la que no se llama por su nombre sino la «madre de Jesús». Esta madre puede representar aquí a Israel. El relato anuncia, pues, las bodas de Israel con Dios (el esposo), que se celebran gracias a Jesús. Israel advierte su miseria (la penuria del vino), pero Jesús se hace rogar, ya que su misión es mucho más importante, universal. Pero Israel no se desanima y confía en él, aunque renuncia a apropiárselo para sí (María no dice a los criados: «Haced todo lo que os diga mi hijo«, sino «lo que él os diga»). Jesús se vuelve entonces hacia las tinajas que habían contenido el agua para las abluciones, pero que ahora están vacías, ya que estos campesinos han estado purificándose durante toda la fiesta. Lo que significa que Israel ha cumplido con su deber (aunque no de manera perfecta, ya que Jesús no encuentra más que seis tinajas y no siete, que es la cifra sagrada), pero Israel ha respondido, como entendía que debía responder, a los deseos de Dios. Y, a la vista de esta observancia, actuará Jesús.
«No quiso hacer el vino de la nada sino del agua, para indicar que no quería establecer una doctrina enteramente nueva ni reprobar la vieja, sino cumplirla. No he venido a abolir sino a cumplir… Lo que la vieja Ley esbozaba y prometía, lo reveló y manifestó el Cristo».
Finalmente, cuando los criados confían y obedecen (una vez más, en el Evangelio son los pobres los que hacen la voluntad de Dios: éstos serán recompensados con la visión del milagro), empieza una nueva era. Su comienzo está marcado por una palabra: «ahora». Cuando los criados han llenado las tinajas, Jesús les dice: «Sacad ahora y llevadlo al maestresala». Ahora, gracias a la presencia de Jesús, va a realizarse la nueva Alianza entre Dios y los hombres. Todos los hombres de buena voluntad serán aliados de Dios. Su misión se habrá cumplido.
El vino servido en primer lugar representa la revelación progresiva de la identidad del Dios único y de su voluntad, hecha a Israel por los profetas; pero Jesús trae una revelación más completa, total, que se traduce por la calidad del vino que hace servir, que es infinitamente superior, que sorprende al maestresala y que, en un principio, los invitados no apreciarán.
Por supuesto, la transformación del agua en vino anuncia la eucaristía, la última Cena.
Juan, el único que cuenta esta historia, la sitúa al principio de su Evangelio, del que constituye el segundo capítulo. Como si quisiera repetir de otra forma lo que había escrito ya en el primero: «Porque la Ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad vino por Jesucristo».
El relato de Caná sitúa la misión de Jesús bajo el signo de la alegría, algo que quienes, a lo largo de los siglos, se han llamado discípulos suyos, han olvidado con frecuencia.
Referencias: “JESÚS” – Jacques Duquesne