El mensaje

Le llamaban, casi siempre, rabbi, es decir, «maestro». En tiempos de Jesús, este tratamiento no tenía nada de oficial sino que era dado por el pueblo a los que le enseñaban y agrupaban discípulos en torno a sí.

Este rabbi hacía campaña, no dejaba de dar lecciones, de explicar y de anunciar. Como había pasado los treinta primeros años de su vida en un pueblo pequeño, extraía sus ejemplos y referencias del medio rural, jamás de la vida cotidiana de las gentes de ciudad. Se expresaba con un estilo muy popular, a veces, poético y siempre muy concreto.

Para explicar que la caridad no debe ser ostentatoria, decía: «Cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta delante ti». Como buen oriental, no rehuía la hipérbole, hablaba de «viga» en el ojo, de «fe que puede mover montañas», de camellos que tratarían de pasar por el ojo de una aguja de coser, etc. Tampoco se abstenía de la burla amable. Hablando con el fariseo Nicodemo, un notable simpatizante de su movimiento, le dijo: «¿Cómo, eres maestro en Israel y no sabes esto?… Nosotros hablamos de lo que sabemos». Y cuando la samaritana le aseguró que ella no tenía marido, él le respondió: «Bien dices: porque cinco tuviste».

Este estilo tenía éxito, si hemos de creer a Marcos: «Se maravillaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas». Al parecer, los escribas rivalizaban en dialéctica y argumentos doctrinales de los que la mayoría de galileos y habitantes de Judea no entendían ni papa.

Hablaba mucho en parábola. Los Evangelios citan una cincuentena. Juan, como siempre, se distingue porque no menciona más que cinco (todas, diferentes de las que citan los otros tres).

Parabolé, en griego, significa «comparación». Una parábola es un relato sencillo y plástico, basado casi siempre en la experiencia cotidiana del auditorio, que permite comprender más fácilmente una gran verdad, del mismo modo en que una simple bombilla eléctrica ayuda a descubrir un objeto precioso. Los rabinos utilizaban mucho la parábola (llamada machal) y sin duda el joven Jesús las habría oído en la sinagoga y se acordaba de algunas, que le inspiraron.

Por claro que sea casi siempre el significado, las parábolas, no obstante, plantean dos problemas de interpretación.

Ejemplo: la historia del mayordomo infiel, que ha disipado la hacienda de su amo. Cuando se ve acorralado, por haber sido denunciado, este trapisondista llama a cada uno de los deudores del amo y les pide que falsifiquen sus pagarés disminuyendo el importe. El hombre piensa que éste ha de ser un buen medio para ganar amigos, relaciones útiles para el día en que sea despedido. Evidentemente, esta actitud no tiene nada de encomiable y, no obstante, Jesús concluye: «El amo alabó al mayordomo infiel por haber obrado sagazmente, pues los hijos de este siglo son más avisados entre sus congéneres que los hijos de la luz. Y yo os digo: Con las riquezas injustas, haceos amigos, para que, cuando éstas falten, os reciban en los eternos tabernáculos».

Es ésta una parábola que ha dado quebraderos de cabeza a más de un predicador y que muchos lectores del Evangelio prefieren olvidar. ¿Cómo? ¡Jesús no tiene ni una palabra de reprobación para este ladrón que, al verse desenmascarado, roba todavía más! Parece que también el autor del Evangelio se hizo esta pregunta. Recopila varias frases de Jesús y las agrega a la parábola («No podéis servir a Dios y a las riquezas») a fin de evitar cualquier error de interpretación.

Ahora bien, lo que quería decir Jesús es que, al igual que el mayordomo, hay que estar siempre preparados para afrontar las crisis de la vida y, por supuesto, la muerte: haceos amigos con las riquezas de este mundo, para ser recompensados en el otro. Él alaba la prudencia y la sagacidad del ladrón, no el latrocinio.

Dicho con otras palabras: no todos los personajes de las parábolas son modelos a imitar ni todos los detalles de estos relatos poseen un significado oculto sino que tienen la finalidad de adornarlos, para hacer la historia más concreta e interesante. Evidentemente, también pueden haber detalles importantes. Pero, para la buena interpretación de la parábola, siempre hay que buscarle la «miga», lo esencial del mensaje que, por fortuna, las más de las veces, es evidente.  Porque el fin de la parábola era el de aclarar, no el de velar.

No obstante, un pasaje del Evangelio de Marcos hace pensar lo contrario. Y éste es el segundo problema. Jesús acaba de contar la celebérrima parábola del sembrador cuyos granos caen en el camino (y las aves se dan un atracón), en terreno pedregoso (donde no pueden echar raíces), entre espinas (que la ahogan) y, finalmente, en tierra buena (donde dan fruto). Luego, se retira con sus discípulos y les da la clave de la historia: el grano es la palabra de Dios, las aves del cielo, Satanás, el terreno pedregoso, los inestables, los volubles, que cambian de parecer a la menor contrariedad; las espinas, las preocupaciones y las seducciones del mundo y de la riqueza. Ya está todo aclarado.

Pero los discípulos, al igual que nosotros, se inquietan: ¿por qué hablar con parábolas si después hay que descifrarlas? Respuesta de Jesús (según la traducción de la Biblia de Jerusalén): «A vosotros os ha sido dado a conocer el misterio del Reino de Dios, pero a los otros de fuera todo se les dice en parábolas, para que mirando, miren y no vean; oyendo, oigan y no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados». Lo cual no está nada claro. Y si hay un pasaje del Evangelio que haya hecho cavilar a comentaristas, predicadores y exégetas, es éste.

¿Se esforzaba Jesús en hablar y hablar con parábolas, con la intención de no ser comprendido o de serlo sólo por un pequeño número? Una actitud semejante respondería a una muy extraña lógica. Y estaría en contradicción con otra frase del mismo evangelista: «Con muchas parábolas como ésta les proponía la Palabra según podían entender».

¿Cómo comprender estas contradicciones?

La primera explicación propuesta proviene de Mateo que da una formulación muy distinta de las palabras de Jesús. Cuando los discípulos le preguntan por qué utiliza parábolas, él responde: «A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de los cielos; pero a éstos, no […]. Por esto les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden «. En otras palabras: la parábola ha de servirles de ayuda. Esto nos tranquiliza.

La segunda explicación es que Jesús utiliza un texto de Isaías que, en el siglo VIII antes de nuestra era, se lamentaba de predicar en el desierto, de no ser escuchado por sus compatriotas. Y el profeta, enojado, en son de burla y de provocación, a fin de suscitar en el auditorio una sana reacción si ello es posible, hace decir a Dios: «Ve y di a ese pueblo: Oíd, y no entendáis; ved, y no conozcáis». Jesús, que tiene la impresión de que no se le comprende lo suficiente, utiliza la fórmula de Isaías al dirigirse a personas que conocen su significado y contexto. Es una provocación, un guiño cómplice, una invitación a que se le escuche y comprenda mejor.

La tercera explicación es que las parábolas no son accesibles más que para los que quieren aceptarlas, los que están abiertos a la Palabra, que no cierran los ojos ni se tapan los oídos. Exigen, para ser comprendidas, cierto compromiso personal. Una historia con visos de fábula simpática puede convertirse en una enseñanza sobre Dios y su reino si el que la escucha está dispuesto a interpretarla de este modo.

¿Qué dice Jesús, con parábolas o con discursos como el Sermón de la Montaña (las Bienaventuranzas)?

Anuncia una nueva sociedad. Mucho más: un mundo nuevo.

Los que le escuchaban no esperaban otra cosa. Este pueblo dividido en sectas y partidos, en ricos y pobres, en resistentes y colaboracionistas, este pequeño mundo roído por pesares y rencores, se repetía los halagüeños anuncios de los profetas, esperaba el mañana glorioso, el cumplimiento de todas las promesas, el advenimiento del Rey de Israel, que sería el de todas las naciones. «Grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey (decía el profeta Zacarías), justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna […] será roto el arco de guerra y promulgará a las gentes la paz, y será de mar a mar su señorío». Ellos conocían otro retrato del Mesías, esbozado por el salmo 72: «Postraránse ante él todos los reyes y le servirán todos los pueblos. Porque salvará al indigente que implora y al pobre que no tiene quien le ayude. Tendrá piedad del débil y del menesteroso y salvará las almas de los pobres. Rescatarán sus almas de la opresión y de la violencia».

Esperaban, se irritaban y se impacientaban: Dios ya se había manifestado como Rey una vez, al liberar a su pueblo de la esclavitud en Egipto, permitiéndole, a golpe de milagro, escapar de la caballería del faraón y del hambre en el desierto, ¿y toleraba ahora que los suyos fueran humillados, oprimidos y maltratados? Esto no podía durar. Y Jesús anunciaba: «Cumplido es el tiempo y el Reino de Dios está cercano. ¡Arrepentíos!». Fórmula, dicho sea de paso, de la que generaciones de predicadores sacarían partido para culpabilizar a su grey, sin saber que «arrepentirse», según la verdadera traducción de la palabra griega del Evangelio, no es «cubrirse la cabeza de ceniza» sino cambiar de idea, de talante, para adoptar una nueva forma de vida. Y ahora este Jesús iba más lejos todavía y afirmaba que el reino de Dios ya estaba aquí.

¿Cómo, ya aquí? ¡Si seguía imperando la injusticia, si los pobres estaban tan oprimidos como siempre, los humildes, privados de apoyo, y el ocupante romano paseaba su arrogancia por Jerusalén y por Judea! Se comprende que los oyentes de Jesús se sintieran desorientados, atónitos, desengañados. Un reino, para ellos, como para la mayoría de nuestros contemporáneos, era un territorio o un Estado gobernado por un rey. Y, en este caso, no un rey cualquiera, sino Dios. Pero Jesús puntualizaba: «No viene el Reino de Dios ostensiblemente […] está dentro de nosotros». Y también: «Quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él». Naturalmente, estas palabras no pueden aplicarse a un estado ni a un territorio. No tienen nada que ver con la política ni el poder. Nada que ver con un rey de Israel, cuyos dominios se extendieran «de mar a mar» y ante el que todos los otros soberanos se prosternaran.

¿Entonces? El Reino de Dios, la nueva sociedad, existe, pero no está terminado. Es una historia en proceso de desarrollo. «Es semejante el Reino de los cielos al fermento que una mujer toma y lo pone en tres medidas de harina hasta que todo fermenta». O también: «El Reino de Dios es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto, y crece y se convierte en un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas». La nueva sociedad debe formarse entre los hombres, crecer entre los hombres. Por eso, cuando sus compañeros le piden «Enséñanos a rezar» y él les enseña el «Padre nuestro» (en dos versiones muy ligeramente diferentes, en Mateo y Lucas, los únicos evangelistas que lo evocan), les hace pedir a Dios, al Padre «que venga a nosotros tu reino». Él ha empezado la labor, ha iniciado el tiempo de la salvación, pero los hombres deben proseguir, con él, la construcción del Reino. Con este fin ha reclutado Jesús a los Doce y a otros discípulos, con este fin ha lanzado su movimiento, ha pedido a la gente que «se arrepienta» es decir, no que se golpee el pecho, se flagele ni diga siempre «por mi culpa», sino que cambie de forma de vida.

¿Cómo? Dando el corazón, siempre. En esta nueva sociedad, hay que entregarse. Hacerlo todo por amor. Lo que se dice todo, sin limitaciones. Esto es lo que se exige a los hijos de Dios. Y, si ellos así lo hacen, no habrán cumplido sino el mínimo estricto, su deber. «Así cuando hiciereis las cosas que os están mandadas decid: Somos siervos inútiles; lo que teníamos que hacer, eso hicimos».

Lo que es más, el amor no debe ser compartido únicamente entre los miembros de la nueva sociedad sino que se debe a todos, incluidos los que la desconocen, o no quieren entrar en ella o, incluso, la rechazan. La ley de la nueva sociedad va mucho más allá. Hay que amar a todo el mundo. El judío tiene que amar al samaritano, su enemigo ancestral e inveterado. Y el samaritano tiene que amar al judío. Y no basta con alimentar buenos sentimientos: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian».

¡Arduo programa! Que los hombres deben de amarse lo habían dicho otros antes que Jesús, y los rabinos lo repetían. Él mismo, interrogado por unos fariseos ávidos de saber, que querían averiguar cuál era el más importante mandamiento, en un principio, les citó el Deuteronomio: «Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder». Y a continuación, otro texto bíblico, el Levítico: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Pero nadie había llegado tan lejos. El mandamiento de amar a los enemigos es de exclusiva propiedad de Jesús.

Este amor llevaba a Jesús a atacar los preceptos religiosos, el dinero y el poder.

Y no es que Jesús quebrantara los preceptos. Al contrario, los observaba. Pero, a sus ojos, debían supeditarse a lo esencial. Acerca del diezmo, el impuesto eclesiástico, exclamaba: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto […]. Coláis un mosquito y os tragáis un camello».

Lo mismo, es bien sabido, cabe decir del sábado. Jesús respetaba el sábado, participaba del culto en la sinagoga y observaba las reglas. Pero decía que «el sábado fue hecho a causa del hombre y no el hombre por el sábado». Esto lo habían dicho ya otros rabinos. Jesús, los sábados, curaba enfermos que no estaban en peligro de muerte, que hubieran podido esperar hasta el día siguiente, pero que hubieran sufrido hasta el día siguiente.

A lo largo de los siglos, como ocurre siempre, la Ley de Moisés había sido sobrecargada de un fárrago de tradiciones que, un día, en un momento determinado, habían tenido su razón de ser, su plena justificación. Algunas, es verdad, habían sido introducidas por los rabinos para suavizar sus prohibiciones y hacer más fácil la observancia de la Ley. Pero él, Jesús, iba mucho más allá. Él, por encima de tradiciones y reglas, apelaba a la conciencia de cada cual.

Jesús no construyó un elaborado sistema de reglas de vida. Lo que no quiere decir que fuera permisivo o laxo. Al contrario: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian». Y anteponía este duro programa (el amor a los demás implica la renuncia a uno mismo) a todos los preceptos, aunque fueran religiosos.

La renuncia a uno mismo plantea la cuestión del dinero, de la riqueza. Es bien conocida la historia del joven rico que se arrodilla ante Jesús para pedirle consejo: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Respuesta: observar la Ley. El joven: «La he observado desde mi juventud». Era éste un buen muchacho y Jesús, dice Marcos, lo amó. Queda un problema: «Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres […] luego ven y sígueme». El hombre se fue triste, «porque tenía mucha hacienda». Jesús, contrariamente a lo que suele escribirse, no lo condenó. Comentó simplemente, con tristeza: «¡Cuán dificílmente entrarán en el reino de Dios los que tienen hacienda!». Sigue la celebérrima comparación con el camello que debe pasar por el agujero de una aguja. Pero los discípulos, que sin duda no despreciaban del todo el dinero, se preguntan: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús responde: «A Dios todo le es posible». Hasta hacer que un camello pase por el agujero de una aguja.

El dinero siempre ha tenido mala fama entre los profetas. Los profetas habían establecido una estrecha relación, de una parte, entre las palabras «rico», «impío», «violento» y «malvado» y, de otra, «pobre», «manso», «humilde» y «piadoso».

Jesús se adhiere plenamente a esta doctrina. Hace hincapié en que nadie puede servir a la vez a Dios y al dinero. Constantemente manifiesta su predilección por los menesterosos y los despreciados. Pero no por ello maldice a los ricos. Los acoge y escucha y algunos de ellos están entre sus amigos. No es indispensable renunciar a la riqueza para entrar en la nueva sociedad, aunque pude serlo en algunos casos. El dinero, las propiedades, los bienes, son instrumentos. Queda por ver el uso que se hace de ellos. Se lo bastante hábil como para colocar tus caudales juiciosamente, a fin de percibir un día sus dividendos en forma de vida eterna; y yo Jesús, te deseo valor, porque no va a ser fácil. El dinero siempre tratará de apresarte, de atraerte a su lado; su mayor arte consiste en hacerse indispensable, tiene muchos atractivos y bellos colores, pero mirad las aves del cielo que tampoco viven tan mal, y no siembran ni recogen.

El otro seductor que aleja a los hombres de la nueva sociedad es el afán de poder. Así, Santiago y Juan, los hijos Zebedeo, a quienes los éxitos de Jesús les han dado lo que hoy día se llama «delirios de grandeza», le piden cándidamente lugares de honor, «uno a tu derecha y el otro a tu izquierda» (la escena, según Marcos, tiene lugar camino de Jerusalén, cuando las cosas ya empiezan a ir mal). Jesús aprovecha la ocasión para dar una lección a su pequeño grupo: «Ya sabéis cómo los que en las naciones son considerados como príncipes las dominan con imperio […]. No ha de ser así entre vosotros; antes, si alguno de vosotros quiere ser grande, sea vuestro servidor; y el que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos». Frases que Lucas sitúa en el momento de la Cena, haciendo decir a Jesús que el mayor «es el que sirve a la mesa», mientras que Juan, en el mismo momento, explica con ello la escena del lavatorio de pies.

¡El que quiera ser el primero sea siervo de todos! Es difícil encontrar en los textos de los profetas o en los salmos frases tan revolucionarias. El ansia de poder, ¿sería, pues, más condenable que el amor al dinero, a pesar de que tengan ambos tantas afinidades? En cualquier caso, la lección está clara: en la nueva sociedad, cada uno debe ser siervo de todos. Y esta lección merece quizá mayor atención que el célebre debate sobre el tributo debido al César, que ha suscitado comentarios más numerosos.

La historia es sabida: Jesús evoca el Reino de Dios, tiene vuelta la mirada hacia lo esencial, y vienen a hablarle de lo transitorio (importante, sí, para los judíos que soportan mal su destino, la ocupación de su país, y él lo sabe) y de un aspecto particular de lo transitorio: «¿Es lícito pagar el tributo al César o no?». Pregunta capciosa, nadie lo ignora. Responder que hay que pagar el impuesto es quedar como un súbdito dócil del ocupante, léase un colaborador activo. Responder lo contrario es alinearse entre los herederos de Judá el Gaulonita que recomendaba no pagar el impuesto. Jesús se escabulle mostrando una moneda:

         — ¿De quién es esta imagen?.

         — Del César.

         — Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

¿Una pirueta? En parte. Los que han venido a preguntar no se interrogan mucho cuando de hacer negocios con esta moneda se trata. ¿Por qué manifiestan, pues, este repentino escrúpulo? ¿Por qué su fe les impide utilizar la efigie del César para pagar el impuesto y no cuando compran, venden, prestan o toman prestado? Se llevan una buena lección.

Pirueta, pero también lección. Aunque no para establecer una frontera estanca entre los asuntos del Estado y los asuntos de Dios, concediendo al Estado autonomía absoluta. Esta idea, extraída de esta frase, ha podido tener felices consecuencias, evitando un exceso de confusión entre lo político y lo religioso, mostrando que, en este campo como en otros, Dios respeta la libertad de los hombres. Pero no es lo esencial. Porque Dios no puede situar en un mismo plano lo que es del César y lo que es de Dios. ¡Lo que es de Dios es todo! Aquí Jesús restablece la verdadera jerarquía. César es honrado como un dios, se hace venerar como un dios, pero Jesús reafirma que Dios está por encima de todos los Césares, por encima de todos los poderes, por encima de todos los Estados. Entre las principales víctimas de esta respuesta de Jesús figura, pues, el Estado totalitario, por cuanto que pretende ser el primero.

¡Atención! Dios no está por encima de todos los Césares y de todos los reyes porque sea más César que ellos ni porque tenga los mismos poderes, pero en mayor cantidad. Esta visión de un Dios más poderoso que los poderosos porque está dotado de medios mágicos es justamente la que Jesús ha querido denunciar. Pero aparece y vuelve a aparecer una y otra vez a lo largo de los siglos, incluso entre los que se pretenden discípulos suyos.

El verdadero Dios anunciado por Jesús es, por el contrario, el Padre de la parábola del hijo pródigo. Uno de sus hijos, haciendo uso de su libertad, se va de casa. Esto se puede comprender, si Dios exige la observancia de preceptos y mandamientos. Uno se siente hombre y quiere escapar de un padre semejante. Pero el hijo, cuando regresa,  desengañado y sin un céntimo, sigue sin comprender quién es verdaderamente su Padre, Dios, y piensa que tiene que disipar su resentimiento haciéndose su criado. El otro hijo tampoco comprende, y piensa que su Padre tendría que recompensarle a él y castigar al infiel. Pero el Padre recibe con los brazos abiertos al primero y consuela al segundo diciendo: ¡Hagamos fiesta y alegrémonos, porque tu hermano ha regresado!

Este Dios nada tiene que ver con la idea de Dios que presenta un cierto cristianismo y que puede resumirse así: En un principio, Dios confió en los hombres; pero los primeros hombres traicionaron la confianza de Dios, con el pecado original; Dios, furioso, los castigó, a ellos y a su descendencia; para reconciliar a la Humanidad con Dios era necesario un sacrificio; como Dios es bueno, decidió sacrificar a su propio Hijo, es decir, a parte de Sí mismo; Jesús vino, pues, a «borrar el pecado original» y apaciguar con su sacrificio la cólera de su Padre. Esto dicen, bajo diversas formas, muchos manuales y sermones.

La doctrina de Jesús se sitúa exactamente en el polo opuesto. Jesús no habla en ningún momento de pecado original. Todo lo que dice es contrario a la idea de una culpa colectiva transmitida de generación en generación.

En ningún momento presenta la expiación de los pecados como condición para entrar en la nueva sociedad, en el Reino. Al contrario, es porque se entra en el Reino por lo que uno queda limpio de pecado. Lo que no significa que Jesús reste importancia al pecado: las reglas de la nueva sociedad son muy exigentes.

En ningún momento Jesús presenta a Dios como un contable que anota en un libro de registro o en la memoria de un super-ordenador las faltas de cada cual, consideradas como deudas para con él. Lo que importa a los ojos de Dios, como indican todas las parábolas, es que cada uno es aquello que cada uno hace de sí mismo.

En ningún momento Jesús explicó que tuviera que morir para «redimir» los pecados de los hombres. Ello querría decir que un Dios que, por boca de su Hijo, nos pide que perdonemos «setenta veces siete», es decir, siempre, es incapaz de hacer él otro tanto. Ello significaría también que el Padre del hijo pródigo, en virtud de no se sabe qué regla o fatalidad, había de desear o resignarse a la muerte de un hijo inocente. No tendría sentido.

Jesús, por el contrario, invitó a la alegría y a la renovación de la Alianza entre Dios y los hombres.

En los Evangelios, los llamamientos a la alegría son múltiples: «El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas a su hijo», «Para que comáis y bebáis a mi mesa, en mi Reino», «Alegraos conmigo porque he hallado mi oveja perdida», «Es semejante el Reino de los cielos a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo». Y así sucesivamente.

Ciertamente, en el texto de Mateo encontramos esta frase de Jesús: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame». Pero esta frase se sitúa en un momento en el que Jesús anuncia su Pasión, «comienza a manifestar a sus discípulos» que tiene que ir a Jerusalén para sufrir mucho, ser muerto y «al tercer día resucitar». Muchos especialistas consideran que una predicción tan exacta tiene que ser un añadido. La alusión al tercer día, al igual que la mención de la cruz pueden haber sido puestas  en boca de Jesús con posterioridad por alguien que conocía la continuación de la historia. Además, es difícil imaginar que Jesús, que no sintió la cruz sobre sus hombres hasta el momento de su muerte, pidiera a sus futuros discípulos que cargaran con ella voluntariamente, antes de que llegara el momento de la prueba.

Es verdad que, en el mismo Evangelio de Mateo, Jesús dice: «Tomad sobre vosotros mi yugo», pero enseguida agrega: «Mi yugo es blando y mi carga, ligera». El yugo sería, pues, otro signo de la Alianza renovada, la Alianza de la que Jesús volverá a hablar durante la última Cena: «Éste es el cáliz de la nueva Alianza en mi sangre», la Alianza entre Dios y los hombres para terminar la Creación. Porque el mundo no fue hecho de una vez por todas. El Génesis, a su manera, cuenta la historia de la Creación como una serie de intervenciones divinas para reducir el caos inicial y establecer un mundo habitable para el hombre. Después, dice el Génesis, Dios dejó de crear. Es el «séptimo día». Desde «la víspera» tiene a un socio, el hombre. Con él, prosigue el trabajo, la lucha contra el mal. Es la primera Alianza, la del Creador y de toda la Humanidad, para acabar este mundo, Alianza que Jesús, según los Evangelios, vino a renovar, después de que los hombres (por estupidez, amor al dinero o al poder y también por egoísmo) la denunciaran.

A los ojos de los creyentes, seguimos aún en el séptimo día.

Referencias: “JESÚS” – Jacques Duquesne

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2 respuestas a El mensaje

  1. Almudena dijo:

    Me ha gustado Cros. Pero su longitud, me ha hecho olvidar lo que iba a comentar.

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