La historia del tiempo

Humphrey Bogart no quería que Sam, el pianista del Rick, tocase «El Tiempo pasará». No es de extrañar, con Ingrid Bergman al lado, muchos desearían detener el tiempo, congelar ese instante.

La idea de que el tiempo pasa, el tiempo se mueve, está muy arraigada en el ser humano. Estamos muy acostumbrados a dividir el tiempo en pasado, presente y futuro. Asumimos que lo que sucede entre estos estados es el inexorable fluir de los segundos. Pero estos estados no se pueden definir de forma inequívoca. El pasado, el presente y el futuro no son más que ilusiones.

Si no podemos definir el tiempo con precisión, difícilmente podemos asegurar que el tiempo pase. Seguro que Humphrey lo hubiese agradecido.

Aristóteles decía que el tiempo no existe, que sólo es la medición de un cambio que opera en nosotros y nuestro alrededor. El tiempo por tanto existe mientras las cosas cambian. El universo ha estado cambiando desde mucho antes de que el hombre existiera, desde que se produjo la Gran Explosión.

Todo cambia, todo fluye, por eso Heráclito decía que nadie puede nadar dos veces en el mismo río. Cambian las aguas, y cambiamos nosotros que no somos quién nadó la otra vez. El tiempo no sólo rige las actividades del hombre sino su ser mismo, pues todo lo que experimenta en su vida sucede en el transcurrir de esta abstracción. Sin embargo, la verdadera naturaleza del tiempo sigue permaneciendo como un misterio.

El tiempo ha intrigado a las mentes humanas desde la antigüedad. La observación del mundo externo permite advertir la sucesión de numerosos acontecimientos, la mayoría de ellos de carácter astronómico, como la salida y puesta del Sol, la sucesión de las estaciones, el día y la noche, que han dado lugar a muy variadas formas de medir el tiempo: cuadrantes solares, clepsidras, relojes y, por muy increíble que parezca, calendarios. La Historia se ha valido de estas convenciones creadas por el hombre para situar los procesos y los sucesos en el pasado.

Lo único cierto es que hace unos 15 mil millones de años sucedió un fenómeno cósmico llamado Big Bang o «Gran estallido» que dio origen, en ese preciso instante, al Universo. En menos de un segundo, se creó toda la materia, energía, espacio y tiempo. Con esta explosión primigenia se echó a andar una fuerza motriz inicial que hasta hoy hace que el Universo se expanda y se expanda, y se expanda. Una fuerza que hace que los acontecimientos fluyan en una sola dirección: el tiempo. Es la flecha termodinámica del tiempo.

Pronto el hombre se dio cuenta de que los acontecimientos periódicos que la naturaleza le brindaba para medir el tiempo no eran tan regulares como él pensaba. La rotación de la Tierra y la mismísima traslación alrededor de nuestro astro no son constantes, existen diferencias de un día a otro, de un año a otro, que impiden tomarlos como patrón del tiempo. Debido a las fuerzas de marea, la Tierra va disminuyendo muy lentamente su rotación alrededor de su eje (el día se alarga). La propia distribución de la masa terrestre alrededor del eje rotación (por ejemplo debido a los movimientos sísmicos y las erupciones volcánicas) no es constante, lo que conlleva variaciones en el momento de inercia y los consiguientes cambios en la velocidad de rotación.

Para salvar ese escollo se recurrió a medir el tiempo (oficial) por las oscilaciones atómicas del cesio a una exactitud de partes por mil millones. Este tiempo oficial está determinado por 400 relojes atómicos distribuidos en 70 laboratorios de todo el mundo. El tiempo atómico (que implica que, por vez primera, la unidad de tiempo, el segundo, no está ligada a un fenómeno astronómico) tiene la ventaja de ser mucho más preciso, aunque difiere en unas fracciones de segundo del tiempo marcado por la rotación de la Tierra, por lo que para mantener la relación con la rotación de la Tierra, se añade cada cierto tiempo el denominado «segundo bisiesto«. Por ejemplo,  el 31 de diciembre del 2.008, a las 23h 59m 59s, se intercaló un segundo bisiesto positivo en la escala de Tiempo Universal Coordinado.

A corto plazo, la mencionada diferencia resulta inapreciable, pero si no se añadiera el segundo extra, en 60 años la diferencia sería de un minuto; y en 600 años,  de una hora. Recientemente, algunos miembros de la Unión Internacional de Telecomunicaciones han propuesto añadirle una hora al reloj cada 600 años y abolir este tiempo intercalar. Sin embargo, tras la reunión celebrada a principios de 2.012, los expertos no han sido capaces de llegar a un consenso, por lo que se han emplazado a una nueva reunión en 2.015.

A pesar de que hemos logrado medir el tiempo con una exactitud inimaginable su naturaleza real sigue siendo un concepto esquivo para la mente humana. Es experimentalmente palpable que el tiempo fluye pero ¿fluye a través de que? ¿a qué velocidad fluye?.

Tenemos claro que la Tierra se mueve a través del espacio y su movimiento ha sido detalladamente descrito  respecto a otros puntos de referencia tales como el sol. Sin embargo, el paso del tiempo no puede describirse más que con respecto a sí mismo.

Podemos llegar a la conclusión de que nuestra forma de considerar el tiempo está ligada al modo en que pensamos. Después de todo, nosotros no vemos realmente el paso del tiempo, si no que, simplemente, sufrimos una serie de experiencias distintas de las que tenemos almacenadas en nuestros recuerdos y es esta diferencia lo que nuestra mente consciente percibe como tiempo.

Si lo pensamos racionalmente, el pasado ya no existe, no es más real que nuestra imaginación. El futuro no existe, pues aún no ha sucedido. Entonces, todo lo que es real es simplemente un punto infinitesimal que se sitúa entre el pasado y el futuro, que conocemos como presente. Visto así, el tiempo es real, pero nada más lo es.

Este pensamiento racional cambió cuando Albert Michelson y Edwuard Morley descubrieron que la velocidad de la luz medida por un observador es la misma con independencia de la velocidad a la que se mueva dicho observador con respecto a la fuente de luz. Este fenómeno se puede explicar si suponemos que, en realidad, el tiempo transcurre más lentamente para los objetos que se encuentran en movimiento, concepto muy distinto al históricamente conocido.

Fue Albert Einstein el que eliminó el concepto de tiempo absoluto, otorgando a cada punto del espacio su propio tiempo personal. Con esta idea, Einstein llegó a la conclusión lógica de que el tiempo no fluye, y por tanto el pasado, presente y futuro no existen como tal. Una idea similar al tiempo imaginario en el que creía Platón.

Albert Einstein nos enseñó que cuanto mayor es el movimiento relativo, más despacio fluye nuestro tiempo medido por los demás, aunque para nosotros, nuestro tiempo corre al mismo ritmo de siempre. ¿Quiere decir esto que la  Relatividad es una ilusión óptica? Las ilusiones ópticas consisten en diferentes percepciones (interpretaciones) de un estímulo dado (imagen u objeto físico). Pero en Relatividad, es el estímulo el que no es el mismo para todos. No es que se interprete a éste de un modo confuso; es el estímulo mismo (objeto material) el que brinda diferente información dependiendo de nuestro estado de movimiento. Entendamos esto. No percibimos diferente información; recibimos diferente información.

Éste es uno de los mayores logros del pensamiento humano, porque lo que llamamos “realidad” resulta ser, en efecto, una construcción de lo que es posible medir -o conocer como dice Kant-. Si nuestras medidas indican cosas diferentes (como en el fenómeno de la dilatación del tiempo), es la “realidad” quien es distinta dependiendo de nuestro movimiento relativo. Ahora bien, ¿Qué es la realidad? ¿Qué condiciones debe cumplir algo para que lo consideremos real?

Citando a Einstein, en “El Significado de la Relatividad”:

«Tenemos la costumbre de considerar como reales las percepciones sensoriales que son comunes a diferentes individuos y que tienen, en cierta medida, un carácter impersonal».

Ese carácter impersonal de los sucesos en tiempo y espacio, que solemos aceptar a priori pues es muy intuitivo, es producto de que vivimos en un mundo donde las velocidades relativas entre nosotros son muy, pero muy inferiores a la de la luz, y donde los efectos relativistas como la dilatación del tiempo son prácticamente imperceptibles, pero medibles, y comprobados. Y como nuestras realidades locales son tan parecidas, consideramos que existe una sola. Sin embargo, cuando las velocidades relativas entre dos observadores son cercanas a la de la luz, ese carácter impersonal se transforma en personal, y el concepto de ‘realidad’ se desmenuza como arena en el agua.

«Se hablaba de puntos de espacio, así como instantes de tiempo, como si fuesen realidades absolutas. […] Lo que tiene realidad física no es ni el punto de espacio ni el instante del tiempo en algo que ocurre, sino únicamente el acontecimiento mismo«.

La idea de que el tiempo «es un modo de decir que una cosa sigue a otra como resultado de esta otra», parece que es la clave de la verdadera naturaleza del tiempo. Es lo que definimos como flecha del tiempo.

La flecha del tiempo es la responsable de que los procesos tengan lugar en una sola dirección, de que sean irreversibles, de que sucedan de una manera y no de otra. A raíz de estos hechos experimentales a mitad del siglo XIX, el físico Rudolf Clausius (1.822-1.888) implanta un concepto muy peculiar, la entropía (que en griego significa evolución), dando forma a lo que hoy llamamos Segunda ley de la Termodinámica, (donde también tuvieron un importante papel Carnot y Kelvin). Básicamente, la entropía es la medida de cuán próximo está un sistema de alcanzar el equilibrio térmico. En otras palabras, cuanto menos parecidas son las temperaturas, menor es la entropía; y cuanto más similares son éstas, la entropía es mayor.

Todo en el universo observable tiende al equilibrio, a la homogenización, y nunca observaremos en la naturaleza algo que va espontáneamente del equilibrio al no-equilibrio. Por consiguiente, la entropía siempre está en aumento o permanece constante, pero nunca puede disminuir. Aquí es donde se rompe la simetría del tiempo en la naturaleza. Sólo existe una secuencia en la que se producen los acontecimientos, a eso lo llamamos tiempo.

Ahora bien, en el momento en que la entropía ha crecido tanto que permanece constante (hay equilibrio térmico), la termodinámica se convierte en termoestática, y ya no tiene sentido decir que el tiempo posee una dirección –mejor dicho, sentido– definido: no se distinguen pasado y futuro. ¡Sólo existe el Momento!.

Un verdadero genio llamado Ludwig Boltzmann (1.844-1.906), le dio un nuevo e ingenioso enfoque a la interpretación de la entropía, apoyándose en la física estadística, de la que él mismo fue pionero. El nuevo enfoque de Boltzmann, implica que la entropía es en realidad el nivel de desorden de un sistema, y que la razón por la cual ésta aumenta, no es más que por probabilidades. A partir de esta interpretación, la entropía deja de ser un concepto meramente termodinámico, para ampliar su significado, abarcar un lugar importante en gran parte de las ramas de la ciencia, como la teoría del caos y de la información, y convertirse una pieza fundamental para entender cómo funciona el tiempo. Sin embargo, este enfoque estadístico nos dice otra cosa importante: la entropía también puede disminuir.

Con este nuevo enfoque, la asimetría del tiempo en la naturaleza está dada por el pase de lo más ordenado, heterogéneo, y no equilibrado (que llamamos ‘pasado’) a lo más desordenado, homogéneo y equilibrado (que llamamos ‘futuro’).

Si bien el aumento de la entropía describe la evolución irreversible de los procesos físicos que son en el tiempo, no nos dice nada concreto del tiempo en sí. Tal vez, el problema no sea que no hallemos respuesta, sino que la pregunta esté mal formulada. ¿Qué es el tiempo, o qué es en el tiempo?

El tiempo es una abstracción tal que sólo puede concretarse llenándolo de acontecimientos.

Un poderoso señor

Él, es un señor poderoso

ágil, fuerte, impetuoso

en el cielo, la tierra o el mar

 nadie lo puede parar.

[…]

Ofloda

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