Persiguiendo el conocimiento (I)

En su búsqueda de conocimientos fue un incansable explorador. En primer lugar acudió a los dos sabios más grandes de su país, pero también a los misteriosos santuarios egipcios, a los templos babilónicos y a otros lugares del Mediterráneo, en una incansable persecusión del tesoro del conocimiento.

Treinta y cinco años más tarde regresó a su país para poner en práctica todo lo aprendido.

Su inteligencia prodigiosa, su interpretación de la geometría, su facilidad para viajar por casi todo el Mediterráneo,  su gran capacidad de observación, cuando no de adivinación, conforman los ingredientes que dan forma a un genio.

Si Leonardo da Vinci llegó a la genialidad más absoluta por medio de una curiosidad insaciable, unos conocimientos superiores en muchas áreas de la ciencia y una gran audacia, algo similar logró Pitágoras, pero con la diferencia de que lo obtuvo con unos medios muy inferiores, cuando la cultura y la ciencia se hallaban en su proceso de formación.

Pitágoras conoció los lugares claves de la Tierra en aquella época (Egipto, Babilonia, Grecia, China y la India). Conoció la sabiduría de aquellos pueblos y en la mayoría de los casos, las superó. Además dio forma a una doctrina de corte religioso que predicaba la fraternidad entre los hombres, aseguraba la reencarnación del alma inmortal y exigía la purificación continua. Loable propósito de quien se anticipó a su tiempo. De un coloso de las ideas, al que no podríamos entender sin situarlo en la conflictiva Grecia posterior a Homero, cuyos libros de texto eran la «Ilíada» y «La Odisea», y donde los héroes más deslumbrantes se hacían llamar filósofos. El mejor de ellos….. Pitágoras.

Se cree que Pitágoras nació en la isla griega de Samos en el año 570 a.C (según el calendario griego: en la quincuagésima cuarta olimpiada). Sus padres fueron Mnesarco y Pitays, los cuales se hallaban entre las familias más ricas e influyentes del lugar. Gracias a la situación geográfica de estas tierras, sus gentes amaban la cultura, conocían varias lenguas y miraban más al mar que al interior.

Cuenta la leyenda que Pitays era tan hermosa y joven como para alimentar el amor de Apolo, el cual la poseyó mientras ella dormía. De este ayuntamiento nació Pitágoras, al que Mnesarco consideró su hijo carnal a pesar de conocer la relación de su esposa con el dios de la belleza y de la adivinación. La realidad es que Pitays acompañaba a su marido (que era fenicio de nacimiento) en sus frecuentes viajes marítimos en busca de piedras preciosas y otros valiosos materiales. En uno de esos viajes a Siria, buscó el consejo de las sacerdotisas, la cuales le anunciaron:

«El hijo que esperas será tan extraordinario, que su resplandor empalidecerá el brillo de todos los sabios que le han precedido y el de los que vendrán después».

Mnesarco no sólo era un joyero, ya que en ocasiones comerciaba con productos agrícolas, telas y otros objetos. Sin embargo, mostraba su preferencias por las piedras preciosas, hasta el punto de disponer de unos tallares en los que trabajaban algunos de los más famosos talladores fenicios. Resulta fácil comprender que Pitágoras se sintiera atraído por las actividades de este taller casi en el mismo instante en que comenzó a andar.

«Hijo mío, observa cómo lo más valioso puede adquirir un mayor precio cuando interviene la mano del hombre», sentenció Mnesarco.

Y mientras salían del taller, formuló este consejo un tanto enigmático: «Nunca olvides que el saber será tu patrimonio. Pero a medida que vayas adquiriendo mayores conocimientos, te darás cuenta de que se incrementa tu curiosidad. Nunca frenes esta necesidad».

A los diez años Pitágoras ya asistía a los gimnasios, donde entrenaba su físico. Contaba con un profesor de canto y otro de música, lo que le permitía entonar bellas composiciones al compás de la lira que él mismo tañía. También se le estaba iniciando en el arte de la pintura, para que adquiriese sentido de las proporciones.

Quizás las mejores enseñanzas le llegaran de labios de Hermodamas, uno de los mayores admiradores del genial Homero. Porque al aprender de memoria la «Ilíada» y «La Odisea», el joven pudo convencerse de que estos viajes esporádicos que realizaba con su padre a las más cercanas islas griegas o a Italia debían servirle de estímulo. Las costas del mediterráneo se hallaban preñadas de saberes que debía hacer suyos, aunque se sometiera a riesgos tan épicos como los de Ulises o se viera en medio de guerras más cruentas que la de Troya.

Pitágoras era un muchacho muy atractivo, de trato agradable, gran observador y más oyente que parlanchín. Las jóvenes le deseaban y ya conocía el amor, aunque sin compromoterse. La leyenda cuenta que Pitágoras nació con un «muslo de oro». Pero la realidad era que nació con una especie de «antojo» amarillento, del que él nunca se avergonzó, aunque procuró mantenerlo oculto, que sus seguidores futuros, los famosos pitagóricos consideraron el distintivo propio del Iniciado.

Durante el transcurso de su adolescencia ya dio pruebas de su inteligencia, al renunciar a un viaje en barco por haber previsto con dos días de antelación la llegada de una tormenta que hundiría más de cincuenta embarcaciones, entre ellas una docena de nuevas pentecóntoras. Mucho se lamentó en Samos no haber atendido los consejos de ese muchacho de quince años. Algo muy distinto sucedió cuando Pitágoras aconsejó a los campesinos que ese año sembraran cebada en lugar de trigo, ya que la abundante cosecha sirvió para que todos le felicitaran.

A los dieciocho años ya había absorbido todo el conocimiento que la isla le podía brindar y como necesitaba obtener mucho más, buscó nuevos rumbos. Mnesarco era viajante, por lo que supo transmitir a su hijo la idea de que no existen fronteras que detengan la ambición de ampliar conocimientos. Pitágoras también recibió el apoyo de Polícrates, el tirano gobernador de la isla, ya que éste le entregó un mensaje personal para el Faraón de Egipto, que llevaba su sello personal confiando en que este mensaje le permitiera a Pitágoras entrar como iniciado en los templos del Valle del Nilo. Ahora sabemos que ésto jamás sucedió y no porque Pitágoras dejase de acceder a los recintos secretos de los portadores del «Libro de los Muertos» y de las técnicas de la momificación, los mismos que sabían leer en los astros y construir las fabulosas pirámides.

En aquellos tiempos pocas eran las embarcaciones que se atrevían a cruzar el Mediterráneo sin perder de vista la costa. Lo normal era que se realizara la travesía desde cualquier punto de Grecia a Egipto en varios etapas. Esto permitió que Pitágoras estableciese contacto con Ferécides de Siros, uno de los sabios más célebres de aquellos tiempos. Fue tal la influencia que Ferécides ejerció sobre Pitágoras que, treinta y ocho años más tarde de conocerlo, abandonó todas sus actividades en el momento en que fue informado de que su viejo maestro se estaba muriendo. Junto al lecho de la agonía permaneció durante casi dos meses, sin importarle que la causa de todo el mal que estaba devorando el cuerpo decrépito de su maestro fuera una invasión de piojos que lo acompañarían hasta la tumba.

La siguiente etapa de Pitágoras le llevó a Mileto, una ciudad tan importante que disponía de cinco puertos y era el centro comercial más utilizado de la zona oriental del Mediterráneo. Eje cultural del mundo griego, son muchos los historiadores que sitúan en este lugar la organización de la primera escuela filosófica. El máximo representante de esta escuela era Tales de Mileto, al que se coloca en cabeza de los «Siete Sabios helenos». De origen fenicio, había absorbido la mayor parte de su saber en Egipto.

Se desconoce cómo Tales pudo arrancar de los templos situados en el valle del Nilo los grandes secretos, ésos que le permitieron ser uno de los grandes hombres de su época: astrónomo, físico, geómetra, ingeniero y creador de infinidad de teorías.  Predijo el eclipse de Sol del 585 a.C. con un año de anticipación. Fue el primero que desmontó el mito de que el astro rey era devorado por un león fabuloso cada vez que se producía un eclipse. Existen pruebas de que realizó trabajos hidráulicos, como desviar el curso del río Halis por encargo de Creso.

Pitágoras se sirvió de las recomendaciones de su padre para acceder a la escuela de Tales. Uno de los más célebres orfebres de Mileto se cuidó de que se le aceptara como alumno, a pesar de que el número de éstos era muy reducido. Lo más original de tan alta pedagogía es que se permitían las preguntas al profesor, siempre que se respetara el tema establecido. Esto provocaba unas discusiones libres, en las que se enriquecían las ideas de todos hasta cuando se producían unos enfrentamientos muy vivos, dado que jamás resultaban violentos.

Una tarde que la clase parecía haber caído en una molesta rutina, el mismo Tales se encargó de animarla con este planteamiento:

«El agua es el elemento fundamental del mundo y de la vida. Todo proviene del agua y termina disolviéndose en la misma. Sólo hemos de fijarnos en la Naturaleza para observar las modificaciones que acusa en el momento que las nubes abren sus vientres cargados de lluvia. También en el agua se mueve nuestra alma, en una flotación permanente que le facilita el contacto con lo existente. ¿Alguno de vosotros es capaz de hacernos oír su opinión sobre esta teoría?».

La discusión había quedado abierta, ya todos los presentes quisieron intervenir al haberse perdido la sensación de lo rutinario. Entonces se puso en evidencia que allí los alumnos y los maestros llegaban a confundirse en algunas ocasiones, debido a que la confrontación de ideas enriquecía las mentes.

Dado que Pitágoras era el animador de todas las clases, al hacer suyas las inquietudes de los demás, sin dejar de mostrar las propias, se ganó la amistad de Tales de Mileto. Es posible que este soltero empedernido, al que no se le conocía ningún trato con mujeres, terminara considerando al joven de Samos como su hijo.

Tales tenía un comportamiento casi monacal, el propio de un sabio al que sólo le preocupaba mejorar sus conocimientos por medio de la observación, el estudio y el análisis del tema en el que había centrado su interés. Todo un proceso de iniciación selectiva, que al cabo de los años Pitágoras implantará en sus escuelas. Algo que ya se venía haciendo en Egipto, aunque en este caso bajo el peso de una religión que imponía severos castigos a los que rompían las normas. Porque la enseñanza se consideraba sagrada, selectiva, sólo para unas élites muy reducidas.

Los grandes sabios tenían miedo de comunicar sus conocimientos, al haber comprobado que el populacho era partidario de reaccionar con la burla o una malsana curiosidad ante lo que no entendía. Podría asegurarse que el secretismo se entendía, en la mayoría de los casos, como una forma de defensa y, al mismo tiempo, de evidenciar la superioridad de los astrólogos, ingenieros, arquitectos, médicos y demás científicos y pensadores.

Para repasar los conocimientos de aquellos sabios griegos deberíamos realizar un proceso de eliminación, para olvidar todo lo que conocemos actualmente. Sólo de esta manera podremos reconocer su audacia mental. Disponían de escasos medios mecánicos y científicos, y sólo utilizaban sus sentidos y una inmensa capacidad de observación. Es cierto que un gran número de sus teorías hoy nos parecen alocadas; sin embargo, abrieron caminos a la verdad, que siglos más tarde otros descubrirían.

Podríamos imaginar la situación como un universo de tinieblas, en el que unos pocos fueron situando puntos de luz que, en algunas ocasiones, produjeron unos resultados asombrosos. Si en Tales de Mileto hemos podido comprobar el acierto de su teoría sobre la inmortalidad del alma, unido a su eficaz método de enseñanza, en su sucesor al frente de la escuela, Anaximandro, hemos de resaltar sus logros geográficos y astronómicos.

El nuevo maestro de Pitágoras era partidario de combinar la práctica con la teoría. Consiguió trazar un mapa del universo que rompió muchos de los mitos existentes y que, a la larga, le permitiría trazar un zodiaco bastante aproximado al que hoy conocemos.

Además se le concede el honor de haber inventado el reloj de sol y un cuadrante o gnomon, muy eficaz para la navegación en mares abiertos al poder determinar el mediodía auténtico, los puntos cardinales, los solsticios y los equinoccios y las latitudes. Creía que la tierra poseía una forma cilíndrica y se hallaba situada en el centro del cielo. Suya era la teoría de que las estrellas, el sol y los demás astros habían nacido del fuego y giraban alrededor de nuestro planeta. Y dentro de esta idea, se atrevió a calcular las distancias astronómicas con un gran entusiasmo, hasta el extremo de que convirtió en sus cómplices a todos los alumnos. Entre éstos destacaremos a Pitágoras, quien se cuidaría años después de modificar algunas teorías de su maestro.

Lo que asombra de Anaximandro es que al no mantener quieta su imaginación, llegase a perfilar un concepto de la vida bastante acertado. Para él lo primero que existió fue el infinito, al que llamó apeiron. Como éste se hallaba impulsado por un movimiento eterno, comenzó a generar calor y frío en un largo proceso que terminó dando forma al universo. La existencia de vida en la tierra se produjo al elevarse la temperatura del agua, lo que dio origen a las distintas criaturas en unas sucesivas evoluciones, las primeras de las cuales fueron los peces…

¿No resulta prodigioso comprobar que al dejar la mente humana abierta en todas direcciones se puede terminar yendo por la ruta más acertada? Anaximandro estuvo a punto de adelantarse, con veintrés siglos de anticipación, a las teorías de Darwin.

Tales de Mileto había conocido los grandes misterios de los sacerdotes egipcios, una conquista que todos conocían, aunque el sabio se cuidó de ocultar los medios de que se había valido. Tampoco divulgó las prácticas ocultas que se realizaban en el interior de los templos y santuarios situados en el valle o en el delta del Nilo. Cuando hablaba con Pitágoras se limitaba a decirle:

«Debes llegar a la tierra de las pirámides. Allí podrás conseguir que te reciba el Faraón, ya que eres portador de una carta del rey Polícrates. Posees los conocimientos suficientes para que se te permita acceder a ese mundo cerrado, donde se guardan unas ciencias que te maravillarán. Yo las conozco; pero me fue prohibido divulgar un gran número de las mismas».

Anaximandro no había estado en Egipto; sin embargo, encontró la forma de saber tanto de astronomía y de geografía como los constructores de las pirámides. Animó a Pitágoras para que realizase el viaje a Egipto.

Por aquellas fechas el futuro gran Iniciado llevaba el pelo muy largo, se dejaba barba y vestía pantalones para ocultar su «Muslo de oro». En su periplo hacia Egipto, llegó a Fenicia. Allí los dioses parecían vivir junto a los hombres, debido a que su culto llegaba a las calles y se encontraba en todas partes. Las mujeres cantaban a la diosa Astarté y los hombres se arrodillaban ante Apolo, pues estaban convencidos de que cada año llegaba allí para morir y renacer casi al mismo instante. En las puertas de las casas se colocaban macetas e infinidad de hermosos recipientes, con el propósito de recibir a las divinidades con unas plantas de rápido desarrollo, especialmente las lechugas. Allí se contaba la leyenda de que Astarté enterró a su amado esposo Adonis en un lecho cubierto de estas herbáceas.

Pitágoras quedó fascinado de los grandes bosques de cedros, acaso el mayor tesoro de este país fabuloso. La mejor madera para la construcción, por ejemplo, de barcos, templos y palacios. Y cuando se sirvió se una de las cartas de recomendación de su padre, le fue permitida la entrada en los talleres de los misteriosos orfebres fenicios, que llevaban varios siglos gozando de ser los mejores del Mediterráneo al haber superado a los egipcios.

Al sur de Tiro, dominando el mar, se alzaba el imponente monte Carmelo, en árabe el Djebel Mar Alis, es decir, la montaña de Elías. Lugar sagrado por excelencia, prohibido a los profanos. Allí comenzaban las tierras filisteas y palestinas, el antiguo reino de Yahvé o de Israel y Judá, ya políticamente separados en la época de la visita de Pitágoras. En estos parajes fue donde el profeta Elías, poco tiempo antes, había convocado a los sacerdotes de Baal para confundirlos y convencer a Acab que la única divinidad verdadera era Yahvé, el dios de los judíos.

¿Oyó hablar aquí Pitágoras del dios de los judíos? ¿Escuchó la voz de alguno de sus profetas? Lo cierto es que Pitágoras introdujo en su filosofía las ideas religiosas del pueblo de Israel. Mientras se encontraba en el monte Carmelo captó emociones, palabras y realidades que le llevaron a vivir como un anacoreta, entregándose por completo a la meditación y viviendo en una austera cueva.

Persiguendo el conocimiento (II).

Persiguiendo el conocimiento (III).

Referencia: Pitágoras – Patricia Caniff

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