Cuando algunos hombres se dieron cuenta de que podían viajar por el mar, se volvieron navegantes. Y cuando otros hombres se dieron cuenta de que podían asaltar a esos navegantes, se volvieron piratas.
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
Un navío que volvía de Serendibe, trayendo gran cantidad de especias, fue alcanzado por violento temporal. La embarcación habría sido destruida por las olas, si no fuera por el valor y el esfuerzo de tres marineros que, en medio de la tormenta, manejaban las velas con extremada pericia. El capitán, queriendo recompensar a los denodados marineros, les dio cierto número de “catils”. Los “catils” eran más de doscientos y menos de trescientos. Las monedas fueron colocadas en una caja para que al día siguiente, al desembarcar, el almojarife las repartiese entre los tres valientes.
La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Stambul.
Sucedió, sin embargo, que durante la noche, uno de los tres marineros se despertó y pensó: “Sería mejor que retirase mi parte. Así no tendré oportunidad de discutir con mis amigos.” Y, sin decir nada a los compañeros, fue, en puntas de pie, hasta donde se hallaba guardado el dinero, lo dividió en tres partes iguales y notó que la división no era exacta, ya que sobraba un “catil”. “Por causa de esta mísera monedita, es probable que mañana haya riña y discusión. Será mejor sacarla.” Y el marinero la tiró al mar, retirándose cauteloso. Llevaba su parte y dejaba las que correspondían a sus compañeros en el mismo lugar.
«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor».
Horas después el segundo marinero tuvo la misma idea. Fue al arca en que se depositara el premio colectivo y lo dividió en tres partes iguales. Sobraba una moneda. El marinero optó por tirarla al mar, para evitar posibles discusiones. Y salió de allí llevando la parte que creía le correspondía.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones a mis pies.
El tercer marinero, ignorando, por completo, que sus compañeros se le habían anticipado, tuvo el mismo pensamiento. Levantóse de madrugada y fue a la caja de los “catils”. Dividió las monedas que en ella encontró, y la división tampoco resultó exacta; sobró un “catil”. No queriendo complicar el reparto, el marinero la tiró al mar y regresó satisfecho a su litera.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Al día siguiente, al desembarcar, el almojarife encontró un puñado de “catils” en la caja. Sabiendo que esas monedas pertenecían a los marineros, las dividió en tres porciones, que repartió entre sus dueños. Tampoco fue exacta la división. Sobraba una moneda, que el almojarife se guardó como retribución a su trabajo y habilidad. Es claro que ninguno de los marineros reclamó, pues cada uno estaba convencido de haber retirado su parte.
Ahora bien: ¿cuántas eran las monedas? ¿Cuánto recibió cada marinero?
Referencia: El Hombre que calculaba – Malba Tahan
P.D.: Una versión de este problema, mucho más famosa en internet, es el denominado «Problema del mono y los cocos»