El filósofo hilário y su cuchillo (II)

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El filósofo hilário y su cuchillo (I)

Gracias a los pensadores posteriores a Demócrito, poco pasó en la ciencia desde la época de los atomistas hasta el alba del Renacimiento. Esta es una de las razones por las que la Edad Oscura fue tan oscura. Lo bueno de la física de partículas es que podemos pasar por alto casi dos mil años de pensamiento intelectual. La lógica aristotélica (geocéntrica, humanocéntrica, religiosa) dominó la cultura occidental de este periodo, creando un entorno estéril para la física. Fue Galileo Galilei el que nos devolvió la luz.

Ya no basta la Razón Pura. Entramos en la era de la experimentación. Desde el punto de vista moderno, los logros de Galileo son tan luminosos que cuesta percibir en ese periodo de la historia a nadie que no sea él. De su hábil mezcla de razonamiento matemático, observación y medición se dice con frecuencia que surgió el verdadero comienzo del «método científico». Galileo marcó un nuevo principio.

¿Qué pensaba Galileo de los átomos? Influido por Arquímedes, Demócrito y Lucrecio, Galileo era, intuitivamente, un atomista. Al parecer, creía que la luz estaba compuesta por corpúsculos puntuales y que la materia se construía de manera similar.

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En su primera visita a Roma para dar cuenta de sus trabajos de óptica física, llevó consigo una cajita que contenía fragmentos de un tipo de roca descubierto por unos alquimistas de Bolonia. Las piedras resplandecían en la oscuridad. A este mineral luminiscente se le llama hoy sulfuro de bario. Pero en 1611 los alquimistas le daban el nombre, mucho más poético, de «esponja solar».

barioGalileo llevó unos pedazos de «esponja solar» a Roma para que le ayudasen en su pasatiempo favorito: sacar de quicio a sus colegas aristotélicos. Mientras contemplaban en la oscuridad el resplandor del sulfuro de bario, no se les escapaba a dónde quería llegar su perverso colega. La luz era una cosa. Galileo había dejado la piedra al sol y luego la había llevado a la oscuridad, y la luz había sido llevada dentro de ella. Esto echaba por tierra la idea aristotélica de que la luz era simplemente una cualidad de un medio iluminado, de que era incorpórea. Galileo había separado la luz de su medio, la había movido por ahí a voluntad. Para un aristotélico católico, era como decir que uno puede coger la dulzura de la santísima Virgen y ponerla en una mula o en una piedra. Y ¿en qué consistía exactamente la luz? En corpúsculos invisibles, razonaba Galileo. ¡Partículas! La luz poseía una acción mecánica. Podía ser transmitida, golpear los objetos, reflejarse en ellos, penetrarlos. Al concebir que la luz era corpuscular, Galileo hubo de aceptar la idea de los átomos indivisibles. No estaba seguro de cómo actuaba la esponja solar, pero quizá una roca especial pudiese atraer a los corpúsculos luminosos como un imán atrae las limaduras de hierro, si bien él no suscribió esta teoría al pie de la letra. En cualquier caso, ideas como esta empeoraron la posición, ya precaria, de Galileo ante la ortodoxia católica.

Galileo combinó los experimentos y el pensamiento matemático. Siempre preguntaba: «¿Cómo? ¿Cómo?». No preguntaba: «¿Por qué? ¿Por qué ?». Demócrito podría haber dicho el despropósito de que Galileo quería dejarle a Newton algo por hacer.

newtonPor uno de esos azares de la cronología, Isaac Newton nació en Inglaterra el mismo año (1642) en que Galileo moría. No se puede hablar de física sin hablar de Newton. Fue un científico de importancia trascendental. La influencia de sus logros en la humanidad es equiparable al de Jesús, Mahoma, Moisés y Gandhi, o al de Alejandro Magno, Napoleón y los de su cuerda.

La historia del atomismo es la historia de un reduccionismo, del esfuerzo por reducir todas las operaciones de la naturaleza a un pequeño número de objetos primordiales. El reduccionista que más éxito tuvo fue Isaac Newton. Pasarían otros 250 años antes de que surgiese de las masas de Homo sapiens, en la ciudad alemana de Ulm, en 1879, quien posiblemente fuera su igual.

principiaEn el siglo XVII, las pruebas observacionales a favor del atomismo eran escasísimas. En los Principia, Newton dice que hemos de extrapolar a partir de las experiencias sensibles para entender cómo obran las partículas microscópicas que componen los cuerpos. Sus investigaciones sobre la óptica le llevaron, como a Galileo, a suponer que la luz estaba formada por corpúsculos. Razonaba que la fuerza entre los cuerpos, sean la Tierra y la Luna o la Tierra y una manzana, tiene que ser consecuencia de la fuerza entre las partículas que los constituyen.

Newton hizo que nuestra persecución del á-tomo avanzara enormemente al establecer un sistema riguroso de predicción y síntesis que se podía aplicar a un vasto conjunto de problemas físicos. Newton concluye la gran era de la física clásica. El mundo, en la concepción de Newton, es predecible y determinado. Los filósofos posnewtonianos redujeron el papel del Creador a darle cuerda al mecanismo del universo y ponerlo en acción. Por lo tanto, el universo podía funcionar muy bien sin Él.

Hay que admitirlo: los físicos no han sido los únicos que han ido tras el átomo de Demócrito. Los Químicos han puesto sus hitos en el camino, sobre todo durante la larga era (de 1600 a 1900 aproximadamente) que vio el desarrollo de la física clásica. La diferencia entre los químicos y los físicos no es en realidad insuperable.

Los químicos hicieron algo que no habían hecho los físicos que los antecedieron: realizaron experimentos relativos a los átomos. Galileo, Newton,… a pesar de sus considerables logros experimentales, trataron los átomos de una forma puramente teórica. No es que fueran vagos; carecían del equipo necesario. Tocó a los químicos efectuar los primeros experimentos que manifestaron la presencia de los átomos. Consiguieron pruebas experimentales que apoyaron la existencia del á-tomo de Demócrito. Hubo muchos arranques en falso, algunos despistes y resultados mal interpretados, la cruz siempre del experimentador.

Demócrito dijo: «Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión». Por lo tanto, para probar la validez del atomismo, hacen falta los átomos, pero también el espacio vacío entre ellos. Aristóteles se opuso a la mera idea del vacío, e incluso durante el Renacimiento la Iglesia siguió insistiendo en que «la naturaleza aborrece el vacío».

Aquí es donde Torricelli hace acto de presencia.

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Se suele describir este acontecimiento trascendente de la historia de la física diciendo que se trató del invento del primer barómetro, y desde luego así fue. Torricelli observó que la altura del mercurio variaba de día en día; estaba midiendo las fluctuaciones de la presión atmosférica. Pero para la ciencia, sin embargo, significó algo más importante. Olvidémonos de los 760 milímetros de mercurio que llenaron la mayor parte del tubo. Esos extraños 240 milímetros que quedaron arriba son los que nos importan. Esos pocos centímetros en la parte de arriba del tubo no contienen nada. Nada, realmente. Ni mercurio, ni aire, nada. O mejor dicho, casi nada.

Torricelli había logrado el primer vacío de alta calidad creado artificialmente. No había manera de escapar de esta conclusión. Puede que la naturaleza aborrezca el vacío o puede que no, pero no le queda más remedio que pechar con él. Ahora que hemos probado la existencia del espacio vacío, nos hacen falta unos átomos para ponerlos en él.

1Influido por el trabajo de Torricelli, Robert Boyle se apasionó por los vacíos. Fue un experimentador cuyos experimentos se quedaban a menudo en nada, pero contribuyó a que la idea del atomismo avanzase en Inglaterra y en el continente. La ley de Boyle, una de las piedras angulares de la química hasta hoy, tiene una derivación sorprendente: el aire, o cualquier gas, puede comprimirse. Una forma de explicarlo es pensar que el gas se compone de partículas separadas por espacio vacío. Bajo presión, las partículas se acercan. El experimento de la compresión de Boyle puso, como muy poco, en entredicho el supuesto aristotélico de que la materia era continua. Quedaba el problema de los líquidos y los sólidos, a los que no podía comprimirse con la misma facilidad que a los gases. Esto no quería decir que no estuviesen compuestos por átomos, sino, sólo, que tenían dentro menos espacio vacío.

fuego-tierra-aire-aguaLos esfuerzos de Boyle por probar la existencia de los átomos hicieron que la ciencia de la química, por entonces sumida en cierta confusión, progresase. La creencia prevaleciente entonces era la vieja idea de los elementos, que se remontaba al aire, tierra, fuego y agua de Empédocles y que se había ido modificando a lo largo de los años para incluir la sal, el azufre, el mercurio, el flegma (¿flegma?), el aceite, el espíritu (de las bebidas espirituosas), el ácido y el álcali. A la altura del siglo XVII, estas no eran sólo las sustancias más simples que, según la teoría dominante, constituían la materia; se creía que eran los ingredientes esenciales de todo. Se esperaba que el ácido, por poner un ejemplo, estuviera presente en todos los compuestos. ¡Qué confusos tenían que estar los químicos! Con estos criterios, debía ser imposible analizar hasta las reacciones químicas más simples. Los corpúsculos de Boyle les llevaron a un método más reduccionista, y más simple, de analizar los compuestos.

Entre 1803 y 1808, Dalton hizo pública su teoría de la materia. Que sepamos, Dalton fue el primero en resucitar la palabra democritiana átomo para referirse a las minúsculas partículas invisibles que constituyen la materia. Había una diferencia, sin embargo. Recordad que Demócrito decía que los átomos de sustancias diferentes tenían diferentes formas. En el sistema de Dalton, el papel decisivo lo desempeñaba el peso.

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El á-tomo resolvió la crisis. Mediante la reordenación de los átomos se puede crear todo el cambio que se quiera, pero el pilar de nuestra existencia, el á-tomo, es inmutable. En química, un número de átomos hasta cierto punto pequeño da un enorme espacio para elegir, por las combinaciones posibles a que da lugar: el átomo de carbono con un átomo de oxígeno o dos, el hidrógeno con el oxígeno, el cloro o el azufre, y así sucesivamente. Pero los átomos de hidrógeno siempre son hidrógeno: idénticos unos a otros, inmutables.

Dalton, al observar que las propiedades de los gases se podían explicar mejor partiendo de la existencia de los átomos, aplicó esta idea a las reacciones químicas. Se percató de que un compuesto químico siempre contiene los mismos pesos de sus elementos constituyentes.

Dalton hizo uno de los descubrimientos científicos más profundos de la época: tras unos 2.200 años de cábalas y vagas hipótesis, estableció la realidad de los átomos. Presentó una concepción nueva que, «si quedase establecida, como no dudo que ocurrirá con el tiempo, se producirán los más importantes cambios en el sistema de la química y se reducirá en conjunto a una ciencia de gran simplicidad». Sus aparatos no eran microscopios poderosos ni aceleradores de partículas, sino unos cuantos tubos de ensayo, una balanza química, la literatura química de su época y la inspiración creadora.

Lo que Dalton llamaba átomo no era, ciertamente, el á-tomo que imaginaba Demócrito. Ahora sabernos que un átomo de oxígeno, por ejemplo, no es indivisible. Tiene una subestructura compleja. Pero el nombre siguió usándose: a lo que hoy llamamos átomo es al átomo de Dalton. Es un átomo químico, una unidad simple de elemento químico, como el hidrógeno, el oxígeno, el carbono o el uranio.

Este viaje de placer, con la lengua fuera, a lo largo de doscientos años de química termina con Dmitri Mendeleev, el químico siberiano a quien se debe la tabla periódica de los elementos. La tabla fue un paso adelante enorme en lo que se refería a la clasificación, y al mismo tiempo hizo que la búsqueda del átomo de Demócrito progresase.

tabla periodica

El filósofo hilário y su cuchillo (I)

El filósofo hilário y su cuchillo (II)

El filósofo hilário y su cuchillo (III)

El filósofo hilário y su cuchillo (IV)

El filósofo hilário y su cuchillo (y V)

Referencia: «La partícula divina» – Leon M. Lederman.

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