“Me gustan la teoría de la relatividad y la cuántica porque no las entiendo, porque hacen que tenga la sensación de que el espacio vaga como un cisne que no puede estarse quieto, que no quiere quedarse quieto ni que lo midan; porque me dan la sensación de que el átomo es una cosa impulsiva, que cambia siempre de idea.»
D. H. Lawrence
“Nada existe, excepto átomos y espacio vacío; lo demás es opinión.»
Demócrito de Abdera
En el principio mismo había un vacío (una curiosa forma de estado de vacío), una nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz, ni sonido. Pero las leyes de la naturaleza estaban en su sitio, y ese curioso estado de vacío tenía un potencial. Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso… el equilibrio del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un suspiro para que se produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y pasó. La nada estalló. En su incandescencia inicial se crearon el espacio y el tiempo… y la materia.
Pero… ¿Cuáles son los componentes fundamentales con que se construye la materia?
El filósofo griego Demócrito llamó a la menor unidad á-tomo (literalmente, «que no se puede dividir»). En el á-tomo de Demócrito está la clave de la materia.
Antes aun de nuestro héroe Demócrito, había ya filósofos griegos que se atrevieron a intentar una explicación del mundo mediante argumentos racionales y excluyendo rigurosamente la superstición, el mito y la intervención de los dioses.
Allá por el año 650 a. C. había surgido una tecnología formidable en la cuenca mediterránea. Allí se sabían medir los terrenos y navegar con ayuda de las estrellas; su metalurgia era depurada y tenían un detallado conocimiento de las posiciones de las estrellas y de los planetas con el que hacían calendarios y variadas predicciones. Construían herramientas elegantes y finos tejidos, y preparaban y decoraban su cerámica muy elaboradamente. Y en una de las colonias del imperio griego, la bulliciosa ciudad de Mileto, en la costa occidental de lo que ahora es la moderna Turquía, se articuló la creencia de que el mundo, en apariencia complejo, era intrínsecamente simple, y de que esa simplicidad podía ser desvelada mediante el razonamiento lógico. Unos doscientos años después, Demócrito de Abdera propuso que los á-tomos eran la llave de un universo simple, y empezó la búsqueda…………
Un día, después de un prolongado ayuno, alguien entró en el estudio de nuestro filósofo con un pan recién sacado del horno. Antes de verlo ya sabía que era pan. Pensó: una esencia invisible del pan ha viajado hasta llegar a mi nariz griega. Hizo una nota sobre los olores y reflexionó sobre otras «esencias viajeras”. Discutió el asunto con su amigo Leucipo durante días y días, a veces hasta que salía el Sol y sus mujeres iban con un garrote a por ellos. Al final llegaron a la conclusión de que todas las sustancias estaban hechas de á-tomos, invisibles porque eran demasiado pequeños para el ojo humano.
Al principio pensaron que cada sustancia tendría su propia clase de átomo pero un sistema tan feo y complejo no sería digno de un griego. Entonces se les ocurrió una idea mejor. Ten sólo unos cuantos estilos de átomos pero un suministro de cada tipo infinito. Ponlos entonces en el espacio vacío (la cantidad de cerveza que tuvieron que beber esos dos para entender el espacio vacío! ¿Cómo defines «nada en absoluto»?). Que esos átomos se muevan al azar. Que se muevan sin cesar, que choquen ocasionalmente y a veces se peguen y junten. Entonces una colección de átomos hará el vino, otra el vaso en que se sirve, el queso ditto feta, la baklava y las aceitunas.
La ingesta de cerveza continuó haciendo efecto e imaginaron un cuchillo de bronce pulido. Le pedieron a su sirviente que se pasase el día entero afilando el borde hasta que pudiera cortar una brizna de hierba cogida por la otra punta. Satisfechos por fin, se ponen manos a la obra. Cojen un trozo de queso…
Lo parten en dos con el cuchillo. Y así una y otra vez, hasta que quede una pizca tan pequeña que no puedan cogerla. Entonces piensan que si ellos mismos fueran mucho más pequeños, la pizca les parecería mucho mayor y podrían cogerla, y con el cuchillo mejor afilado todavía, podrían partirla y partirla. Y entonces tienen que reducirse a ellos mismo otra vez mentalmente, al tamaño de un grano en la nariz de una hormiga. Siguen partiendo el queso. Si el proceso se repite lo suficiente, ¿cuál sería el resultado?
Acabarán por llegar a un trozo de pasta tan duro que no se podrá cortar nunca, aun cuando hubiera tantos sirvientes como para afilar el cuchillo durante cien años. Creen que, por necesidad, el objeto más pequeño no puede partirse. Es inconcebible que podamos seguir partiendo para siempre, como dicen algunos a los que llaman doctos filósofos. Ahora tenemos el objeto último que no cabe partir, el átomo.
Según Demócrito, hay un número infinito de unidades indivisibles. Difieren en tamaño y forma, pero aparte de eso no tienen ninguna otra propiedad real que no sea la solidez, que no sea la impenetrabilidad. Tienen forma pero por lo demás carecen de estructura. Como Parménides y Empédocles teorizaron, no puede nacer ni destruirse nada que sea real. Los objetos que vemos alrededor cambian constantemente, pero eso es porque están hechos de átomos, que pueden ensamblarse y desensamblarse.
Los átomos están en constante movimiento. A veces, cuando tienen formas que encajan, se combinan, y así se crean objetos lo suficientemente grandes para que los podamos ver: los árboles, el agua, las dolmades. Ese movimiento constante puede hacer también que los átomos se separen y engendrar el cambio aparente de la materia que vemos a nuestro alrededor. Pero no se crea materia nueva ni se destruye en términos atómicos, es una ilusión.
Si toda sustancia se crea a partir de estos átomos esencialmente desprovistos de características, ¿por qué son tan diferentes los objetos? ¿Por qué las rocas son duras, por ejemplo, y las ovejas blandas? Es fácil. Dentro de las cosas duras hay menos espacio vacío. Los átomos están densamente empaquetados. En las cosas blandas hay más espacio.
Leucipo y Demócrito inventaron el átomo. Por lo tanto, necesitaban algún sitio donde ponerlo. Leucipo se lió del todo (y emborrachó un poco) tratando de definir el espacio vacío en el que pudieran poner sus átomos. Si está vacío, no es nada, y ¿cómo puede definirse nada? Parménides tenía una prueba acorazada de que el espacio vacío no puede existir. Al final decidieron que esa prueba no existía. Menudo problema. Hártate de vino de retsina. Durante la época del aire-tierra-fuego-agua, se consideró que el vacío era la quinta esencia. Fue para ellos un verdadero problema. Los modernos, ¿aceptamos el vacío sin rechistar?
No hay más remedio. Nada funciona sin, bueno, la nada. Pero incluso hoy en día es un concepto difícil y complejo. Sin embargo, como Demócrito nos recordó, nuestra «nada», el vacío, siempre está lleno de conceptos teóricos: el éter, la radiación, un mar de energía negativa, el Higgs. Como un cuarto trastero. No sé qué haríamos sin él.
Podemos imaginarnos lo difícil que era en el 420 a.C. explicar el vacío. Parménides había negado la realidad del espacio vacío. Leucipo fue el primero que dijo que no podría haber movimiento sin un vacío, luego el vacío había de existir. Pero Empédocles sacó un inteligente truco que engañó a la gente por un tiempo. Dijo que el movimiento podía tener lugar sin espacio vacío. Fijaos en un pez que nada por el océano, dijo. La cabeza aparta el agua, y ésta se mueve de forma instantánea al espacio que deja en la cola el pez en movimiento. Los dos, el pez y el agua, están siempre en contacto. Olvídense del espacio vacío.
Empédocles era un hombre brillante, y ya antes había demolido eficazmente argumentos a favor del vacío. Los pitagóricos (esos filósofos contemporáneos de Empédocles que se negaban a comer judías), aceptaban el vacío por la razón obvia de que las unidades han de estar separadas. Empédocles se las tuvo con ellos porque decían que el vacío está relleno de aire. Para destruir su argumento le bastó con mostrar que el aire era corpóreo.
Demócrito estuvo frustrado mucho tiempo. El vacío le creaba problemas. Si de verdad no es nada, entonces ¿cómo puede existir? Sus manos están tocando el escritorio. Yendo hacia él, sus palmas han sentido el suave roce del aire que, entre él y la superficie, rellena el vacío. Pero el aire no puede ser el vacío mismo, como Empédocles puntualizó tan hábilmente. ¿Cómo puede imaginar sus átomos si no puede sentir el vacío en el que han de moverse? Y, sin embargo, si quiere explicar el mundo de alguna forma con los átomos, ha de definir en primer lugar algo que, al carecer de propiedades, parece tan indefinible.
De nuevo Demócrito resolvió el problema con su cuchillo. ¿Ese imaginario que parte el queso en átomos? No, uno de verdad, con el que se parte, digamos, una manzana de verdad. La hoja tiene que encontrar espacios vacíos por donde pueda penetrar. ¿Y si la manzana está compuesta de átomos sólidos, empaquetados sin que quede un hueco? Entonces sería impenetrable, porque los átomos son impenetrables. No, toda la materia que vemos y palpamos se puede partir si se tiene una hoja lo bastante afilada. Luego el vacío existe.
Así que, en resumidas cuentas, el universo de Demócrito es muy simple. Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.
En el modelo de Demócrito habría una variedad excesiva de á-tomos. Lo mismo podría haber tenido uno para cada tipo de sustancia. Nuestra esperanza hoy en día es hallar un solo «á-tomo». En este momento tenemos un número pequeño de á-tomos. A un tipo de á-tomo lo llamamos «quark» y a otro «leptón»; reconocemos seis formas de cada tipo. Creemos que el quark es puntual. No tiene dimensiones y, al contrario que el á-tomo griego, no tiene, por lo tanto, forma. Creemos que es un punto matemático, así que la cuestión de su solidez es discutible. La solidez aparente de la materia depende de la manera en que se combinan los quarks unos con otros y con los leptones. Los quarks y los leptones se combinan para formar cualquier otra cosa que haya en el universo. Podemos hacer millones y millones de cosas con sólo dos quarks y un leptón. Por un tiempo pensamos que eso era todo lo que necesitábamos. Pero la naturaleza quiere más.
¿Cómo se combinan esos quarks? Hay una interacción fuerte entre los quarks, un tipo de fuerza muy curiosa que se comporta de manera muy diferente que las fuerzas eléctricas, que también participan. A los quarks los mantienen en realidad juntos unas partículas que se llaman gluones. Ahora hablamos de un tipo totalmente nuevo de partícula. Creíamos que la materia la hacían los quarks. Y la hacen. Pero no nos olvidemos de las fuerzas. También son partículas, a las que llamamos bosones gauge. Tienen una misión. Han de llevar de la partícula A a la B y de vuelta a la A información sobre la fuerza. Si no, ¿cómo sabría B que A ejerce una fuerza sobre ella? ¡Toma! ¡Eureka! ¡Qué idea tan griega! A Tales le hubiese encantado. ¿Y esto es «más simple» que el modelo griego?
¿Cómo explicaban los atomistas las distintas fuerzas? No las explicaban. Leucipo y Demócrito sabían que los átomos tenían que estar en movimiento constante, y simplemente lo dieron por bueno. No dieron razón alguna por la que el mundo hubiera de tener en su origen este movimiento atómico incesante, excepto quizá en el sentido milesio de que la causa del movimiento es parte del atributo del átomo. El mundo es lo que es, y hay que aceptar ciertas características básicas. Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad. El azar y la necesidad: dos conceptos opuestos. No obstante, la naturaleza obedece a los dos. Es una de las creencias fundamentales de la física moderna, que llamamos teoría cuántica. Lo que hemos disfrutado con esos maravillosos debates entre la camarilla cuántica (Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born,…) y los físicos como Erwin Schrödinger y Albert Einstein que argüían contra la idea de que el curso de la naturaleza lo determina el azar.
Los quarks se juntan para hacer… para hacer ¿qué? Los quarks son los ladrillos de una gran clase de objetos a los que llamamos hadrones. Es una palabra griega que significa «pesado». El objeto más famoso hecho de quarks es el protón. Hacen falta tres quarks para hacer un protón. Juntando tres quarks se tiene un protón o un neutrón, por ejemplo. Puede entonces hacerse un átomo añadiéndole un electrón, que pertenece a la clase de partículas llamadas leptones, a un protón. A este átomo en concreto se le llama de hidrógeno. Con ocho protones y el mismo número de neutrones y ocho electrones se construye un átomo de oxígeno. Los neutrones y los protones se apiñan en un diminuto cogollo al que damos el nombre de núcleo. Junte dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, y tendrá agua. Un poco de agua, un poco de carbono, algo de oxígeno, unos cuantos nitrógenos, y más tarde o más temprano tendrá mosquitos, caballos y griegos. Y todo empieza con los quarks.
¡Ea! Y eso es todo lo que hace falta. No exactamente. Hace falta algo que permita a los átomos permanecer juntos y pegarse a otros átomos. Otra vez los gluones. No, sólo pegan a unos quarks con otros. ¡Λαστιμα! (¡Lástima!) Ahí es donde Faraday y los demás electricistas, como Carlitos Coulomb, hacen acto de presencia. Estudiaron las fuerzas eléctricas que unen los electrones al núcleo. Los átomos se atraen unos a otros mediante una complicada danza de núcleos y electrones.
Los electrones son partículas de la materia. El electrón es, de lejos, el leptón más importante en la economía global del universo de hoy. Los quarks y los leptones constituyen la materia. Los fotones, los gluones, los W, los Z y el gravitón constituyen las fuerzas. Uno de los desarrollos actuales más apasionantes es el que la mera distinción entre materia y energía vaya difuminándose. Todo son partículas. Una nueva simplicidad.
Casi todo lo que hay hoy en el universo está compuesto por sólo dos de los quarks, el up y el down («arriba» y «abajo») y el electrón. Los neutrinos zumban por el universo libremente y saltan de nuestros núcleos radiactivos, pero casi todos los demás quarks y leptones deben fabricarse en nuestros laboratorios.
Entonces, ¿en qué discrepamos de Demócrito? Dijo que había átomos que no se podían partir. Pero había muchísimos. Y se combinaban porque sus formas tenían características complementarias. Nosotros decimos que sólo hay seis o doce de esos «á-tomos». Y no tienen forma, pero se combinan porque sus cargas eléctricas son complementarias. Tampoco se pueden partir los quarks y leptones. Ahora bien, ¿estamos seguro de que sólo hay doce?
Bueno, depende de cómo se cuente. Hay además seis antiquarks y seis antileptones y… ¡Πορ λος καλθουθιιλλος δε Ζευς! (¡Por los calzoncillos de Zeus!).
No está tan mal como parece. Estamos de acuerdo con Demócrito en mucha mayor medida que discrepamos. Todavía nos asombra que a un pagano tan ignorante y primitivo pudiera ocurrírsele lo del átomo, al que nosotros llamamos quark. ¿Qué tipo de experimentos hizo Demócrito para verificar la idea? Hoy día nos gastamos miles de millones de dracmas en contrastar cada concepto. ¿Cómo trabajaba este filósofo tan barato?
Lo hacía a la vieja usanza. Tenía que echar mano de la Razón Pura. Con los ojos bien abiertos, uno puede sacar conclusiones. «Con que mires, observarás mucho», como dijo una vez un coetáneo nuestro. Uno de nuestros mayores filósofos muy griego de miras: El oso Yogi. La mente es mejor que los sentidos. Contiene un conocimiento innato. El segundo tipo de conocimiento es bastardo, procede de los sentidos (vista, oído, olfato, gusto, tacto). Piensen en ello. Los sentidos no dan una información fiable sobre la realidad. Todo es subjetivo. La verdad tiene que ser más profunda que los sentidos. El objeto que se mide y el instrumento que lo hace interaccionan, y la naturaleza del objeto cambia, con lo que la medida se oscurece. O, por citar a Heráclito, «los sentidos son malos testigos».
Todo ocurrió en la mente de Demócrito. Razón Pura. ¿Y si pudiéramos enseñarle su cuchillo? ¿Y si pudiéramos enseñarle un cuchillo que podría cortar y cortar la materia hasta que quede un á-tomo? El acelerador de partículas. Las partículas giran por un tubo que puede medir más de seis kilómetros y se estrellan unas contra otras. ¿Y de esa forma partimos la materia hasta llegar al á-tomo? A los quarks y a los leptones, sí.
Las ideas de Demócrito han sobrevivido durante siglos. Si el á-tomo no es un quark o un leptón, resultará que es otra cosa. Siempre tiene que ser así. «No será el final hasta que no sea el final», ¿El oso Yogi? ¡Ajá!. Un genio.
El filósofo hilário y su cuchillo (I)
El filósofo hilário y su cuchillo (II)
El filósofo hilário y su cuchillo (III)
El filósofo hilário y su cuchillo (IV)
El filósofo hilário y su cuchillo (y V)
Referencia: «La partícula divina» – Leon M. Lederman.