El filósofo hilário y su cuchillo (II)
A finales del siglo XIX, los físicos creían que lo tenían todo a la vez. Toda la electricidad, todo el magnetismo, toda la luz, toda la mecánica, todas las cosas en movimiento, y además toda la cosmología y la gravedad: todo se conocía gracias a unas cuantas ecuaciones sencillas.
Respecto a los átomos, la mayoría de los químicos pensaban que se trataba de un tema casi cerrado. Estaba la tabla periódica de los elementos. El hidrógeno, el helio, el carbono, el oxígeno y demás eran elementos indivisibles, cada uno con su propio átomo, invisible e indivisible.
Había en el cuadro algunas grietas misteriosas pero se esperaba que esos y otros misterios se resolverían a su debido tiempo. Si yo hubiese impartido clases de física en 1890, a lo mejor habría estado tentado de decirles a mis alumnos que se buscasen otra disciplina más interesante. Todas las grandes preguntas tenían ya su respuesta. Las cuestiones que aún no se comprendían bien, bueno, todos creían que más tarde o más temprano sucumbirían ante el poder del monstruo teórico de Newton y Maxwell. A la física la habían empaquetado cuidadosamente en una caja y atado con un lazo.
Entonces, de pronto, a finales del siglo, el paquete entero empezó a desenvolverse. La culpa, como suele pasar, la tuvo la ciencia experimental.
A lo largo del siglo XIX, los físicos se enamoraron de las descargas eléctricas que se producían en los tubos de cristal rellenos de gas cuando se disminuía la presión. En una sala a oscuras, los investigadores se maravillaban ante el resplandor espléndido que aparecía, cuyo aspecto y tamaño variaba a medida que la presión disminuía. Cualquiera que haya visto un anuncio de neón conoce este tipo de resplandor. Cuando la presión era lo bastante baja, el brillo se convertía en un rayo, que iba del cátodo, el terminal negativo, al ánodo. Como es lógico, se le denominó rayo catódico. Estos fenómenos, de los que hoy sabemos que son bastante complejos, apasionaron a una generación de físicos y profanos interesados de toda Europa.
¿Qué eran esos rayos?
Si Faraday hubiese vivido a finales del siglo XIX, ¿qué habría dicho? Las leyes de Faraday daban a entender con fuerza que había «átomos de electricidad». Como recordaréis, realizó algunos experimentos similares, sólo que él hizo que la electricidad pasase por líquidos en vez de por gases y obtuvo iones, átomos cargados. Ya en 1874, George Johnstone Stoney, físico irlandés, había acuñado la palabra «electrón» para referirse a la unidad de electricidad que se pierde cuando un átomo se convierte en un ión. Si Faraday hubiera visto un rayo catódico, quizá, habría sabido que estaba observando a los electrones en acción.
Pero quien dio con el filón fue un inglés llamado J. J. Thomson.
En 1896 Thomson se propone conocer la naturaleza de los rayos catódicos. Prueba que los rayos están cargados. Este es el primer paso hacia el tubo de televisión y ver al oso Yogui en nuestras salas de estar. Llega a la conclusión de que los rayos catódicos no son moléculas de gas cargadas, sino partículas fundamentales que han de formar parte de toda materia.
En 1897 anuncia el resultado: «Tenemos en los rayos catódicos materia en un estado nuevo, estado en el que la subdivisión de la materia se lleva mucho más lejos que en el estado gaseoso ordinario». Esta «subdivisión de la materia» es un ingrediente de toda la materia y parte de la «sustancia con que están hechos los elementos químicos».
¿Qué nombre darle a esta nueva partícula? La palabra de Stoney «electrón» estaba a mano, así que con «electrón» se quedó. Thomson disertó y escribió sobre las propiedades corpusculares de los rayos catódicos desde abril hasta agosto de 1897. A esto se le llama mercadotecnia de los resultados que uno ha obtenido.
En 1898, Thomson se dedicó a medir la carga eléctrica de sus rayos catódicos, con lo que indirectamente medía también su masa. Empleó una técnica nueva, la cámara de niebla, inventada por un alumno suyo. Ese mismo año, anunció que los electrones son componentes del átomo y que los rayos catódicos son electrones que han sido separados del átomo. Los científicos creían que el átomo carecía de estructura y no se podía partir. Thomson lo había hecho trizas.
Se dividió el átomo, y hallamos nuestra primera partícula elemental, nuestro primer á-tomo. ¿Oís esa risa floja de nuestro filósofo griego?
Apenas había nacido y ya planteaba problemas. Aún hoy nos deja perplejos. La «imagen» con que se lo representa es una esfera de carga eléctrica que gira deprisa alrededor de un eje y crea un campo magnético. J. J. Thomson luchó vigorosamente por medir la carga y la masa del electrón, pero ahora se conocen ambas magnitudes con un alto grado de precisión.
Veamos ahora los rasgos fantasmagóricos que le caracterizan. En el curioso mundo del átomo, se le da al electrón un radio nulo. Ello da lugar a unos cuantos problemas obvios:
– Si el radio es cero, ¿qué es lo que gira?
– ¿Cómo puede tener masa?
– ¿Dónde está la carga?
– Para empezar, ¿cómo sabemos que el radio es cero?
– ¿Me pueden devolver el dinero?
Pensad en el gato de Cheshire de Lewis Carroll. Lentamente, el gato de Cheshire desaparece hasta que no queda de él más que la sonrisa. Nada de gato, sólo sonrisa. Imaginaos el radio de un fragmento de carga que se vaya contrayendo poco a poco hasta desaparecer, pero sin que su espín, su carga, su masa y su sonrisa cambien.
Una partícula que gira alrededor de sí misma y tiene masa pero carece de dimensiones es, para la mayoría de las personas, contraria a la intuición. Pensar en semejante cosa viene a ser como hacer flexiones mentales. Podría hacerle un poco de daño al cerebro: habréis de usar ciertos oscuros músculos cerebrales que seguramente no son de mucho uso.
En 1927 un físico alemán propuso una idea chocante: que es imposible medir a la vez la velocidad y la posición de una partícula con una precisión arbitraria. Esta imposibilidad no depende de la brillantez y del presupuesto del experimentador. Es una ley fundamental de la naturaleza.
Y sin embargo, a pesar de que la incertidumbre es uno de los hilos con que se teje la mecánica cuántica, ésta hace como churros predicciones, precisas hasta el undécimo decimal. A primera vista, la mecánica cuántica es una revolución científica que forma la roca madre sobre la que florece la ciencia del siglo XX… y que empieza por una confesión de incertidumbre.
El micromundo ofende la intuición; las masas, las cargas, los giros puntuales son propiedades de las partículas que en el mundo atómico son experimentalmente coherentes, no magnitudes que podamos ver a nuestro alrededor en el mundo macroscópico normal. Si hemos de seguir siendo amigos hasta el final de este artículo, habremos de aprender a reconocer las fijaciones que padecemos, debidas a nuestra estrecha experiencia como macrocriaturas. Así que olvidaos de la normalidad; esperad lo que os choque, lo que no os podréis creer. Niels Bohr, uno de los fundadores, decía que quien no quede conmocionado por la teoría cuántica es que no la entiende. Richard Feynman aseguraba que nadie entiende la teoría cuántica (Entonces, ¿qué esperas de nosotros?). Einstein, Schrödinger y otros buenos científicos no aceptaron jamás lo que se desprendía de la teoría, pero en los años noventa se cree que sin ciertos elementos fantasmagóricos de naturaleza cuántica no cabe comprender el origen del universo.
En el arsenal de armas intelectuales que los exploradores llevaron consigo al nuevo mundo del átomo estaban la mecánica newtoniana y las ecuaciones de Maxwell. Todos los fenómenos macroscópicos parecían estar sujetos a esas síntesis poderosas. Pero los experimentos de la última década del siglo XIX empezaron a poner en apuros a los teóricos.
En 1859 el físico alemán Gustav Robert Kirchhoff encontró una profunda conexión entre los espectros de luz y los elementos químicos. Este personaje calentaba diversos elementos con una llama caliente hasta que se volvían incandescentes, energizaba distintos gases encerrados en tubos y examinaba los espectros de la luz emitida por esos gases encendidos con aparatos visores aún más perfeccionados. Descubrió que cada elemento emitía una serie característica de líneas de color brillantes y muy nítidas, superpuestas a un resplandor más oscuro de colores continuos. El descubrimiento de líneas espectrales que no se habían registrado antes fue un filón de elementos nuevos. En el Sol se identificó uno, el helio, en 1878. Pasarían diecisiete años antes de que se descubriese en la Tierra este elemento estelar.
Imaginaos la emoción que produjo el descubrimiento cuando se analizó la luz de la primera estrella brillante… y se halló que estaba hecha ¡de la misma pasta que hay aquí en la Tierra!
De hecho, no hemos hallado ningún elemento en el espacio que no tengamos aquí en la Tierra. Somos puro material de estrellas. Para toda concepción global del mundo en que vivimos, este descubrimiento es a todas luces de una importancia increíble. Refuerza a Copérnico: no somos especiales.
Estamos, a finales del siglo XIX, se supone que los átomos químicos son á-tomos duros, con masa, sin estructura, indivisibles. Pero parece que cada uno puede emitir o absorber su propia serie característica de líneas nítidas de energía electromagnética. Para algunos científicos, esto decía a gritos una palabra: «¡estructura!».
Y si los átomos tenían una estructura, ¿qué decían de ella las teorías de Newton y de Maxwell? Los rayos X, la radiactividad, el electrón y las líneas espectrales tenían una cosa en común: la teoría clásica era incapaz de explicarlos (aunque muchos científicos lo intentaron). Por otra parte, tampoco es que alguno de esos fenómenos contradijese abiertamente la teoría clásica de Newton-Maxwell. No podían ser explicados, nada más. Pero mientras no hubiese una prueba contundente en contra, quedaba la esperanza de que un tío listo acabara por dar con una forma de salvar la física clásica. Nunca pasaría eso. La prueba contundente sí aparecería al fin. En realidad, aparecieron tres.
La primera prueba observacional que contradijo palmariamente a la teoría clásica fue «la radiación del cuerpo negro». Todos los objetos radian energía. Cuanto más calientes, más energía radian. ¿Qué decía la teoría de Maxwell de estos datos? ¡La catástrofe! Algo completamente equivocado. La teoría clásica predecía una forma de la curva de distribución de la intensidad de la luz entre los distintos colores, las distintas longitudes de onda, errónea.
Aquí es cuando entra en acción Max Planck, teórico berlinés cuarentón que tenía tras de sí una larga carrera de físico, experto en la teoría del calor. Planck tenía a mano los datos experimentales, buena parte de los cuales habían sido tomados por colegas de su laboratorio berlinés, y decidió que debía entenderlos. Tuvo la inspiración de encontrar una expresión matemática que casaba con los datos; no sólo con la distribución de la intensidad a una temperatura dada, sino también con la forma en que la curva (la distribución de longitudes de onda) cambia a medida que cambia la temperatura. Planck tenía razones para estar orgulloso de sí mismo. «Hoy he hecho un descubrimiento tan importante como el de Newton», alardeó ante su hijo.
El siguiente problema de Planck era conectar su afortunada fórmula, que estaba basada en los hechos, con una ley de la naturaleza. Los cuerpos negros, insistían los datos, emiten muy poca radiación a longitudes de onda cortas. ¿Qué «ley de la naturaleza» daría lugar a la supresión de las longitudes de onda cortas, tan caras a la teoría de Maxwell clásica? Pocos meses después de haber publicado su exitosa ecuación, Planck dio con una posibilidad. El calor es una forma de energía, y por lo tanto el contenido de energía de un cuerpo radiante está limitado por su temperatura. Cuanto más caliente sea el objeto, más energía habrá disponible. En la teoría clásica esta energía se distribuye por igual entre las diferentes longitudes de onda. PERO (nos van a salir granos, maldita sea, estamos a punto de descubrir la teoría cuántica) suponed que la cantidad de energía depende de la longitud de onda. Suponed que las longitudes de onda cortas «cuestan» más energía. Entonces, cuando intentemos radiar con longitudes de onda más cortas, iremos quedándonos sin energía.
Planck halló que tenía que hacer explícitamente dos suposiciones para que su teoría tuviera sentido. En primer lugar, dijo que la energía radiada está relacionada con la longitud de onda de la luz; en segundo, que el fenómeno está inextricablemente vinculado a que su naturaleza sea corpuscular. Planck pudo justificar su fórmula y mantenerse en paz con las leyes del calor suponiendo que la luz se emitía en forma de puñados o «paquetes» discretos de energía o (ahí viene) «cuantos». La energía de cada puñado está relacionada con la frecuencia mediante una conexión simple: E = hf. Un cuanto de energía E es igual a la frecuencia, f, de la luz por una constante, h. Como la frecuencia guarda una relación inversa con la longitud de onda, las longitudes de onda cortas (o frecuencias altas) cuestan más energía. A cualquier temperatura dada, sólo se dispone de tanta energía, así que las frecuencias altas se suprimen. La naturaleza corpuscular fue esencial para que saliese la respuesta correcta. La frecuencia es la velocidad de la luz dividida por la longitud de onda.
La constante que Planck introdujo, h, venía determinada por los datos. Pero ¿qué es h? Planck la llamó el «cuanto de acción», pero la historia le da el nombre de constante de Planck, y por siempre jamás simbolizará la nueva física revolucionaria. La constante de Planck tiene un valor, 4,11 × 10−15 eV-segundo, que la mide. No os acordéis de memoria. Observad sólo que es un número muy pequeño, gracias al 10−15 (quince lugares tras la coma decimal).
¡¡¡La comunidad científica tardó veinticinco años en asimilarlo!!!
En 1990, el satélite Explorador del Fondo Cósmico (COBE) transmitió a sus encantados dueños astrofísicos datos sobre la distribución espectral de la radiación cósmica de fondo que impregna el espacio entero. Los datos, de una precisión sin precedentes, concordaban de forma exacta con la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro. Recordad que la curva de la distribución de la intensidad de la luz permite definir la temperatura del cuerpo que emite la radiación. Con los datos del satélite COBE y de la ecuación de Planck, los investigadores pudieron calcular la temperatura promedio del universo. Hace frío: 2,73 grados sobre el cero absoluto.
Einstein cayó en la cuenta de que la idea de Planck según la cual la luz viene a puñados podía ser la clave para resolver el misterio fotoeléctrico. Imaginaos un electrón, a lo suyo en el metal de una bola muy pulida. Einstein, por medio de la ecuación de Planck, vio que si la longitud de onda de la luz es suficientemente corta, el electrón recibirá una energía que bastará para que atraviese la superficie del metal y escape. O el electrón absorbe el puñado entero de energía o no lo hace, razonó Einstein. Ahora bien, si la longitud de onda del puñado absorbido es demasiado larga (no tiene la bastante energía), el electrón no puede escapar; no tiene energía suficiente. Empapar el metal con puñados de luz impotente (de longitud de onda larga) no sirve de nada. Según Einstein, es la energía del puñado lo que cuenta, no cuántos haya.
La idea de Einstein funciona a la perfección. En el efecto fotoeléctrico los cuantos de luz, o fotones, se absorben en vez de, como pasa en la teoría de Planck, emitirse. Parece que ambos procesos exigen cuantos cuya energía sea E = hf. El concepto de cuanto se llevaba el gato al agua. La idea del fotón no se probó de forma convincente hasta 1923, cuando el físico estadounidense Arthur Compton consiguió demostrar que un fotón podía chocar con un electrón como si fueran dos bolas de billar, cambiando con ello su dirección, energía y momento, y actuando en todo como una partícula, sólo que una muy especial, conectada de cierta forma a una frecuencia de vibración o longitud de onda.
Aquí apareció un fantasma. La naturaleza de la luz era de antiguo un campo de batalla. Acordaos de que Newton y Galileo sostenían que la luz estaba hecha de «corpúsculos». El astrónomo holandés Christian Huygens defendió una teoría ondulatoria. La batalla histórica entre los corpúsculos de Newton y las ondas de Huygens quedó zanjada a principios del siglo XIX por el experimento de la doble rendija de Thomas Young. En la teoría cuántica, el corpúsculo resucitó en la forma de fotón, y el dilema onda-corpúsculo revivió y tuvo un final sorprendente.
Pero la física clásica aún debió enfrentarse a más problemas, gracias a Ernest Rutherford y su descubrimiento del núcleo.
El filósofo hilário y su cuchillo (I)
El filósofo hilário y su cuchillo (II)
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El filósofo hilário y su cuchillo (y V)
Referencia: «La partícula divina» – Leon M. Lederman.